«DON JUAN» (o un hombre cualquiera). Por Ángel Medina

«DON JUAN» (o un hombre cualquiera)

 

DON JUAN

 

La estación otoñal introduce en la caducidad, despoblando a los árboles de su vestimenta. Así el hombre.  Los años pasan, conservándose las vivencias. ¿Quién no mantiene el recuerdo del pasado  florido, cuando era un galán?

¿De dónde surge el personaje que muchos de alguna manera gustamos, representamos y finalmente añoramos?

Marañón lo clasifica como un monógamo, pero podríamos considerar sin ambages al Tenorio como polígamo, al preferir estar con todas, pese a no vincularse a ninguna.  ¿Sería correcto preguntarnos quién era Don Juan, o quizá sería mejor, al estar encarnado en gran parte de los varones- en especial la idiosincrasia latina- cuestionarnos qué es? O tal vez, ¿cómo somos?

Se trata de una figura de la cual ya hablaba la cultura antigua en sus mitos. Así, Zeus, que engendró a muchos héroes con mujeres  de carne y hueso; aunque la aparición primigenia acontece en “El burlador de Castilla”, allá por el siglo XVII, obra de un religioso mercedario  llamado Gabriel Téllez, más conocido como  el literato del Barroco Tirso de Molina.  En época más reciente tenemos el clásico tenorio de Zorrilla, guardando todas entre sí  una similitud, que no es otra cosa que la reverberación posesiva del macho. Posesión, ciertamente, porque  busca el sometimiento de la hembra en sus atributos. La persona no interesa.

Así, pues ¿es la figura donjuanesca un mito o la proyección universal  del deseo de seducción que late en el machismo más rancio?

Don Juan es ante todo un hombre que se niega a sí mismo, pues se reconoce sin conocerse. En el fondo se siente tan anónimo como universal. Es como si no quisiera tener nada que ver su persona con lo que hace. No vincular su hacer con su ser. Por eso llega a preguntarse: ¿Quién  soy yo? A lo que desde su interior responde una voz: “Un hombre sin nombre”. Pura inconsciencia. De esta manera zanja cualquier colisión con su discernimiento, respondiendo su instinto depredador por él. No quiere profundizar en su ego para saber de sí  mismo. Aunque parezca una contradicción, el macho se impone al hombre.

Busca eludir la responsabilidad de darse y evita el compromiso. Algo que en cierta medida comparte la sociedad actual en su expresión machista. La sexualidad ha de ser sin concesiones ni consecuencias, como diría el erotismo teórico.

Su código de valores se mantiene en su narcisismo. Se ama a sí mismo antes que a nadie, gustándose y complaciéndose en la exaltación de sus feromonas, saboreando sentirse admirado. Es un triunfador de lo profano, vástago de la materialidad. Algo que se lleva en esta época de descreimiento y cuyo valor supremo es la vanidad. Es hijo de una sociedad que relega, cuando no renuncia a determinados valores éticos, considerando a los demás como un sub-producto para el consumo personal. Se sabe objeto de deseo, consciente de que muchos querrían ocupar su lugar, y tantas gustar su frivolidad. En el fondo se reconoce como el revelado del negativo de un cliché de la masculinidad.

Su autoconfianza en los lances amatorios  le hace sentirse pendenciero y bravucón. Seguro de sí mismo, no duda en porfiar con tantos otros que se ven competidores, como Don Luis Mejías, y como la caballerosidad brilla por su ausencia, a pesar de alardear de hidalguía, en el fondo carece de ella y es incapaz de guardar discreción de sus lances, aireándolos, cuando no los exagera. Si las conquistas no son compartidas para morbo y baboseo de sus condiscípulos, es como si no hubiesen existido. El honor es manoseado, dejando el pudor social de tener sentido, algo no difícil de comprobar,  reflejándose en determinados programas de tele basura.

Don Juan se jacta de subir a las almenas y descender a las cabañas, en clara alusión a que sus principios le permiten asediar sin distinción a la mujer, y siendo consciente de que sólo le interesa el placer sexual es capaz de seducir lo mismo a altas que bajas, gordas que esbeltas, de mediana edad que maduritas, iniciadas o vírgenes, y si es posible, obtener la entrega del honor, llegando para ello, si fuese menester a fingir el enamoramiento o hacer promesas que de antemano sabe que no va a cumplir. Para  él, el fin justifica cualquier medio.

Hay momentos en los que busca refugiarse en su intimidad, aún sin estar seguro en qué consiste, siendo entonces cuando puede brillar un mínimo destello que ilumine su alma. En ese punto, busca la justificación en las pasiones del corazón que son innatas al hombre, y renunciando a su albedrío, se dice y proclama: “Responda el cielo y no yo”. Si son dos días los que hay que vivir-  reflexiona  en su soliloquio interno- habrá que dejarse guiar por la concupiscencia, fiando el porvenir a un mañana que sabe lejano. Pero, como la idea persiste, en un arrebato que es antes hijo del miedo que de la compunción,  se envuelve en el remordimiento, aunque, sopesándolo,  decida no  poner freno a sus pasiones. Es entonces cuando brota de su interior aquellos versos que retratan el estado de su ánimo:

 

“Si ese plazo me convida a que gozaros pueda

Pues larga vida me queda, dejad que pase la vida

Si de mi amor guardáis señora, de aquella suerte,

El galardón de la muerte,

¿Qué largo me lo fiáis?”

 

¿No es éste el mismo sentir que abriga el pecho del hombre de nuestro tiempo? ¿Retener el presente y no pensar el futuro? ¿Vivir el día a día sin mirar adónde le lleva el destino?

¿Qué desenlace proponer para el personaje tan hábilmente creado por la pluma inmortal de diversos autores? Ciertamente, el clásico lo diseña en la escena de su muerte a manos del Comendador o estatua de piedra, que lo arrastra hasta el  averno. Pero, también podríamos proponer su fin remitiéndonos al arrepentimiento en un doble sentido. De una parte, en el mundo de su presente, bajo el signo de haber saboreado momentáneamente en Doña Inés la esencia de un apego diferente y real, consciente al final de su vida que su quehacer amatorio le ha llevado  a renunciar al amor verdadero, que ciertamente contiene la pasión,  pero a la vez alcanza el alma. Más allá de lo medible, de otra, echando la mirada atrás, achacoso, y aún no pudiendo enderezarse los vericuetos recorridos,  en el peso de la duda vislumbrar  la esperanza de que también él  pueda ser redimido finalmente. Es posible que no alcance su ánimo la contrición, el reconocimiento de sus maldades a la luz de la virtud, pero será el momento de recordar aquellas palabras piadosas de alguna beata que procuró llevarle por el buen camino, bastándose la atrición o miedos a su eterna perdición. Dos maneras de comprender su propia futilidad.

Ángel Medina

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