Había becas, teníamos sueños… Por Miguel Sánchez Robles

inolvidables

Había becas, teníamos sueños…

 

   Es muy difícil resumir medio siglo. Hay que abreviar. Decir, por ejemplo: Había becas, teníamos sueños… O parece como si una película en blanco y negro hubiese acabado y ahora estuviesen pasando las letras del final por la pantalla o hubiésemos llegado a las puertas del Cielo como se suele decir en los cuentos. Y en verdad estos cincuenta años parecen haber sido un cuento, un precioso relato que podría comenzar así:

   Érase una vez un mundo humilde, intransferible, quieto. Un mundo lento y rural, con balsas para el cáñamo y choperas en bancales de riego, con muros de horma en los que anidaban las abubillas, con familias numerosas que se sentaban en la mesa a comer en silencio y descalzas en verano, un mundo con niños que vivíamos con los ojos abiertos todo el rato y que íbamos al horno a decirle al tendero: “Ha dicho mi madre que me dé usted un pan”, un mundo de padres que trabajaban en la huerta o en ferreterías y llevaban guardapolvos grises y les faltaban los dientes de delante, y de madres que sabían coser y nos lavaban la cara echándole colonia a un pico de la toalla. Los muchachos íbamos por las tardes a ver parir ovejas y nos quedábamos sentados un largo rato en el caballón o en un ribazo asombrándonos de aquello. No teníamos juguetes, pero jugábamos con cualquier cosa. Era esa época en que existían los piojos y la tos, y había caballos y mulas de color hígado que era necesario darles de beber cada tarde en las acequias que estaban pegadas a nosotros, pasaban por la vida, las acequias, las carreteras y los caminos pasaban por la vida, y hasta las mariposas existían aún en medio de la gente y a veces las perseguíamos riendo de felicidad. Era esa época de los jerseys de lana y de jugar a la comba en las calles con las manos manchadas de merienda.

   Pero era también aquella época en la que muchas personas jóvenes y menos jóvenes tenían que huir de los pueblos para buscarse la vida en las nuevas industrias que comenzaba a haber en las ciudades o emigrar a Suiza o a Francia o a Alemania.

   En aquel entonces no había cocaína, ni videoclub, ni enfermos de sida, ni cajeros automáticos, ni diagnósticos de depresión masiva, ni pub, ni bicicletas mountain bike, ni páginas web, ni tanatorios, ni supermercados… Teníamos por delante muchos años hermosos para vivir, pero algunos sufríamos el temor clandestino de no llegar a ser más que unos pobres diablos incultos tremendamente banales que tendrían que irse muy lejos para ganarse el pan sudando en las vendimias o en la fábricas de Europa.

   Algunos de nosotros queríamos y anhelábamos llenar nuestras almas de trascendencia y nuestra cabeza de palabras auténticas y de conocimientos filosóficos o incluso de poesía. A la mayoría los ponían sus padres con diez o doce años a trabajar de sol a sol, jornaleros, ayudantes de herreros, mozos de albañil o hilando cáñamo en las Carreras, el destajo ¡siempre el destajo! Te ponían a hacer eso y ¡zas!: lo habías perdido todo. Y en esas estaba yo, en ese momento definitivo y crucial en el que debes empezar a tener cuidado para que la vida, como dijo Lennon, no sea aquello que te va sucediendo mientras que tú te empeñas en hacer otros planes.

   Pero un día, una tarde soleada de finales de junio o de septiembre, nuestras madres se quitaron los delantales, se recogieron el pelo, se pusieron sus mejores vestidos y nos fueron a buscar a los que estábamos jugando siempre en la calle. Entonces nos pusieron la ropa limpia de los domingos, nos lavaron con esmero la cara y nos echaron colonia. Si cierro los ojos ahora mismo puedo vernos a todos aquella tarde caminando con ansia y alegría por el camino con polvo de El Pasico hacia el nuevo instituto que el gobernador civil inauguraba esa noche.

   Recuerdo la ilusión en los rostros de aquellas madres nuestras que nos llevaron cogidos fuertemente de la mano con un sentimiento de orgullo y esperanza. Recuerdo cómo hablaban alegres entre ellas y cómo brillaba el último sol de la tarde en los panizos pequeños y en agua de las balsas y en las tapias. Recuerdo perfectamente la emoción en los ojos de mi madre, que aquella tarde había dejado de coser en su máquina Singer para llevarme a aquel acto, porque todo su empeño era que sus hijos pudieran estudiar una carrera, porque una carrera te salvaba de algo, y una carrera empezaba allí, en aquel instituto en el que aún no había luz eléctrica y tuvieron que poner un grupo electrógeno en la puerta.

   Y así empezó todo. Hace cincuenta años exactos, aquel mes de septiembre en el que ya pudimos ir al instituto aquellos muchachos de Caravaca de la Cruz que éramos hijos de obreros y a los que nos esperaban crepúsculos fatales para niños de entonces. Así comencé yo aquel bachillerato de seis años más COU, siete años enteros de mi vida.

   Recuerdo los primeros días llenos de un silencio sacramental. Recuerdo lo impresionado que yo iba a las clases. Recuerdo el olor a recién pintado de los pasillos y las aulas. Un año antes tomábamos leche en polvo en fila en los recreos de la Escuela Nacional La Santa Cruz y buscábamos nidos de colorines en los albaricoqueros y en las choperas de la Estación y de pronto, gracias al destino y al crecimiento de la economía o la prosperidad general del país, estábamos allí, solemnes y sagrados, con nuestras carpetas azules de cartón y nuestros libros de texto en la mano escuchando a aquellos profesores jóvenes que fumaban Fetén y Rocio mentolado en las clases y tenían seat ochocientos cincuenta azules aparcados siempre en la puerta, frente al lavadero antiguo.

   Y a veces, al escribir estas palabras, por ejemplo, uno recuerda todo eso con una especie de nostalgia y tristeza que ha aprendido por sí sola a no doler demasiado y entonces los recuerdos de ayer suenan en la memoria tan limpios y tan infalibles como los chillidos de los vencejos que vuelven cada primavera. Y así conservo yo y paso por la vigilia todas aquellas vivencias que conservo intactas como guardan los ancianos los escombros de los sueños que cumplieron o no pudieron cumplir. Paso por mi memoria los globos terráqueos, las lupas Enasa, los tomos de las enciclopedias de papel, el Aguado Bleye (El volumen más gordo que había en la biblioteca del instituto), las diapositivas, la tiza, las taquillas… Todos esos recursos educativos que un día fueron útiles, tan bellamente necesarios y útiles.

   Y así pude estudiar. Me gustaba vivir y estar mucho en la calle, pero aprobaba siempre. Todos los años tuve beca. Todos los años tuve sueños. Llegué a la Universidad gracias a esas becas y gracias a esos sueños. Con veintitrés años ya había aprobado mi primera oposición, me había casado y era padre de un niño que hoy es también docente y doctor en Psicología Evolutiva, y así, como cumpliendo un ciclo, llegué a ser yo otro de esos profesores que fumaban en clase y se apasionaban por las cosas que explicaban.

Cómo agradezco cada día que pasa haber tenido acceso a esa forma de dignidad humana que proporciona la educación recibida en un instituto, la convicción de que escribir o leer salvan al hombre de algo muy parecido a la barbarie.

   Y así tuve siempre esa especie de amor correspondido a los libros y a las aulas. Un libro y un aula son algo tan necesario y natural para la vida humana como «un pedazo de pan o un puñado de agua», medios imprescindibles en la conquista personal de la inteligencia y la felicidad del ser humano.

   Así comprendí y supe valorar para siempre que cualquier muchacho de procedencia humilde no tendría en la vida una mejor tabla de salvación personal y social que lo que aprendiese de verdad durante sus estudios, ninguna otra posesión tan auténtica y valiosa como el dominio del lenguaje y del pensamiento.

había becas

   Y después de todos estos años vividos pedagógicamente, puedo decir de todo corazón que estoy enormemente agradecido a esa educación pública que tanto trabajo ha costado levantar en los siglos. Agradecido de haber encontrado un sentido a mi vida, de haber podido trabajar en lo que más siempre quise, porque nuestra profesión es de las más hermosas y nos guarda momentos inolvidables y sorpresas y agradecimientos que a lo mejor uno no se merece. Agradecido, muy agradecido de haber vivido aquí, en esta ciudad y en esta secuencia concreta de la Historia de España.

   En la actualidad, a veces los profesores tenemos como una sensación de estar quedando fuera del tiempo en que vivimos, de estar siendo devorados por el vértigo de la velocidad del mundo, en este sentido hay que estar alerta y tener muy en cuenta esa máxima de Ortetga y Gasset que siempre me ha preocupado durante todos mis años de docencia: “Una cultura se vacía entera por el más imperceptible agujero”.

   También es verdad que a veces creemos que las cosas han cambiado mucho, pero exageramos un poco, por eso, cuando pienso en ello, me acuerdo de ese verso de Gloria Fuertes que dice: “La vida, qué cuarto de hora más pequeño”, y donde antes había muchachos con pantalones de franela y zapatos negros, ahora hay muchachas con pantalones vaqueros rotos premeditadamente y con camisetas de logotipos exóticos y sentimientos escritos en inglés, incluso a veces con zapatillas de deporte en las que se encienden luces fluorescentes al pisar, y donde antes hubo cuadernos a rayas, libros en blanco y negro, tiza, proyectores y diapositivas (Cómo recuerdo el olor de los proyectores de diapositivas que he sobre calentado a lo largo de mi trabajo explicando Historia del Arte) ahora hay pizarras digitales, ordenadores, pendrive, tablet… Y todo eso es natural porque vivir hoy en el mundo y estar en contra de las innovaciones tecnológicas es tan absurdo como “vivir en Alaska y estar contra la nieve”.

   Y el cuento acaba o comienza de nuevo aquí, en esa necesidad de aprovechar lo que tenemos y renovar los sueños. En esta celebración de lo vivido.

   Nunca imaginé que terminaría mi vida profesional así, yo aquel niño de diez años que fue llevado por su madre a la inauguración del instituto como Aureliano Buendía fue llevado también una tarde a conocer el hielo, yo, hoy, aquí, el hijo de un hombre de la huerta y de una humilde ama de casa, leyendo estas palabras el mismo día, 25 de junio, en que cumplo sesenta años y me jubilo como catedrático de Geografía e Historia, estas palabras en la celebración y presentación oficial de este libro sobre el 50 aniversario del Instituto de Enseñanza Secundaria “Ginés Pérez Chirinos” en Caravaca de la Cruz la ciudad en que nací y he vivido.

   Y llegado a este punto, tengo que confesar que, cuando pienso en mi jubilación me hago muchas preguntas de este calibre: ¿Qué futuro me espera, nos espera? ¿Y los alumnos tristes, qué ha sido de ellos? ¿Qué fue de aquel muchacho que me enseñó con su pregunta algo que yo nunca habría descubierto por mí mismo o de aquella muchacha que me preguntó si el mundo se hundiría algún día o sería hermoso siempre?

   Así que como decía Juan Ramón Jiménez y como casi siempre terminan los cuentos, todos los cuentos: “Yo me iré y quedarán los pájaros cantando”. Ya ha pasado medio siglo vivido con intensidad y provecho en nuestro centro educativo y en la historia de nuestra ciudad, mi vida profesional termina aquí, pero todo queda ahí, ofrecido y dispuesto para ser vivido medio siglo más: los pájaros cantando, la piscina, los cipreses, los álamos, las aulas, las pizarras, las porterías del fútbol, el sol de los recreos, los pasillos, el hall, los radiadores sobre los que dejar en invierno los bocadillos envueltos en papel albal… Hacer las cosas lo mejor que uno sabe otros cincuenta años más que casi ninguno de los que estamos hoy aquí ya veremos enteros y que no podemos ni siquiera imaginar cómo serán ni quien los contará en un acto o un libro semejantes a estos.
Gracias. Y recordad: “Es siempre todavía»

(Palabras para el acto de presentación del libro conmemorativo «Medio siglo vivido pedagógicamente» del 50 aniversario del IES «Ginés Pérez Chirinos» de Caravaca de la Cruz)”.

Miguel Sánchez Robles

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