La habilidad del independentismo marrullero para colocar las palabras adecuadas en el momento oportuno es sorprendente, pero mucho más lo es que la mayoría se deje enredar y no se entere de qué va la farsa. Ahora le toca el turno a la singularidad. Palabra mágica: hay que reformar la Constitución para reconocer la singularidad de Cataluña y ya tenemos resuelto el problema catalán.
Los periodistas, cada día más alelados o abducidos, lo oyen y no se les ocurre preguntar lo más elemental: Oiga, explíqueme qué entiende usted por “singularidad”. Sería la forma más sencilla de empezar a desenmascarar esta nueva trampa lingüística.
El interpelado seguramente repetiría, como harían los independentistas, aquello de la “lengua propia”, “una tradición y cultura propias”, “una historia propia”, unas “instituciones propias”, un “modo de ser propio”, etc. Incluso hablaría de “nación” y “derechos históricos”. Aquí propia sustituye a singular y singular a diferente. ¿Y qué quiere decir ser diferente o distinto en boca de un nacionalista? Ser superior. Traduzcamos singularidad por superioridad. Reconocer la singularidad de Cataluña no es otra cosa que reconocer la superioridad de los catalanes. Todo lo demás sobra. Yo soy leonés (lo mismo vale para un gallego, un extremeño, un andaluz…), y podría ponerme a defender lo mismo: lengua propia (el leonés, el bable, el berciano), tradición y cultura propias (los pendones, las pallozas, danzas y fiestas únicas, la lucha leonesa, la cecina, el botillo, el santo grial, una nómina ingente de escritores…), instituciones propias (concejos, la cuna del parlamentarismo…), un modo de ser (osados, originales, cazurros, socarrones…), fuimos un reino durante siglos (nunca lo fue Cataluña), etc. Puestos a fabricar una identidad, una historia y una lista de agravios, tendríamos argumentos sobrados para sentirnos una nación oprimida y reivindicar nuestra singularidad. Pero no va por aquí la cosa, la de reconocer la singularidad de todos.
Llegamos así al meollo del catalanismo, que tiene que ver, sobre todo, con la necesidad de satisfacer un sentimiento agraviado de superioridad. Quienes promueven el independentismo se sienten superiores y lo que necesitan ahora es no sólo sentirlo, sino serlo. Ya han pasado del reconocimiento, aquello de que nos quieran y respeten. Ahora quieren resolver el problema de una vez por todas: acabar con cualquier dependencia, cualquier vínculo, cualquier humillación, los agravios históricos, la opresión, la dominación, la explotación, el robo…, porque nosotros somos distintos, o sea, superiores.
Insisto en que el independentismo catalán no sería posible sin un fuerte sentido de superioridad que cada día se revela más como lo que es: racismo encubierto. Si repasamos el origen del nacionalismo y el discurso nacionalista catalán (como el vasco), encontraremos este sentimiento de superioridad como el elemento clave que sostiene todo el edificio. Revísense los discursos de los próceres catalanistas, incluidos Pujol o Heribert Barrera.
Pero el sentimiento de superioridad no es algo simple, sino complejo, porque se asienta sobre la construcción imaginaria de una identidad propia, diferente y superior a la del otro. Para ser superior tiene que haber otro inferior. Ser catalán es ser distinto y superior a ser español. Necesitan el espejo español para reconocerse catalanes. Y aquí viene el problema, porque la realidad, el espejo, no les devuelve ninguna imagen distinta o muy diferente de la del español. Si se colocan al lado ante el espejo resulta que no hay modo de diferenciarlos: necesitan ponerse la barretina y enfundarse la senyera para distinguirse, pero, sobre todo, colocarle al de al lado el yugo y las flechas y estirarle el brazo en alto como un palo; ni siquiera el cubrirlo con una bandera española serviría, porque se parece bastante a la senyera (más si se le coloca la bandera aragonesa). Díganme en qué se diferencia el sanchopancesco Junqueras de un labrador manchego o mañico…
No hay ninguna identidad española, ni catalana, ni leonesa, ni aragonesa, ni manchega; aquí está el problema. Todas las diferencias hoy son individuales, no colectivas. Hoy la sociedad es esencialmente heterogénea porque en ella apenas existe endogamia, único elemento de creación de una etnia, una tribu o un pueblo diferenciado. Ni Cataluña ni España son hoy ningún pueblo, ni étnica ni culturalmente, esencialmente diferenciados entre sí.
Las sociedades modernas no se constituyen sobre ninguna identidad nacional, sino sobre dos conceptos básicos: el individuo y el ciudadano. Como individuos somos todos libres, únicos, singulares e intransferibles; como ciudadanos, todos somos iguales (ante el Estado y la ley, iguales en derechos y deberes). El Estado democrático no puede fundamentarse en nada más: individuos y ciudadanos. Como ciudadano me puedo asociar con quien quiera para defender mis intereses o alcanzar fines comunes (también para defender el bien común), pero no hay nada si desaparecen el ciudadano y el individuo. El Estado se legitima por la voluntad libremente expresada de sus ciudadanos; no se fundamenta en ninguna identidad, derecho histórico o singularidad.
Cuando entramos en el debate de la singularidad catalana nos vemos arrastrados inevitablemente a la metafísica de las identidades y la exaltación de las diferencias, o sea, al encubrimiento de los sentimientos de superioridad. Insisto en que se trata de algo que tiene que ver más con la psicología que con la política, la economía o la historia. Por supuesto que sin la búsqueda de más poder de una minoría corrupta y ambiciosa (la tradicional burguesía catalana) no habríamos llegado al enfrentamiento actual; pero no basta con esto. Sin ese sentimiento de superioridad de fondo, alimentado por mitos, una historia inventada, unos rituales colectivos, una propaganda eficaz y el anhelo de un futuro idealizado, el independentismo no habría llegado al grado de provocación, engreimiento y desprecio de la legalidad al que ha llegado.
Pero el diagnóstico quedaría incompleto si no añadiéramos otro elemento decisivo: el sentimiento de inferioridad que (también) encierra este complejo de superioridad. Los catalanes independentistas, precisamente por sentirse superiores a la chusma española, no comprenden cómo no han logrado ser independientes hasta ahora. Siendo como se ven, superiores, no pueden aceptar la humillación de depender de Castilla o Madrid (necesitan simplificar y caricaturizar la complejidad cultural y social de España). De esta supuesta dependencia (también paranoicamente amplificada) nace un inevitable rencor o resentimiento que necesitan superar porque lo viven intensamente como humillación o desprecio. Hablo de complejo de inferioridad precisamente por eso: porque exagera el poder de dominación y la dependencia del otro, incluso se lo inventa. El victimismo es la expresión más clara de esta mezcla de sentimientos aparentemente opuestos: el de superioridad y el de inferioridad. El inventarse un agravio tiene la gran ventaja de que justifica tu rencor, tu odio y todo lo que hagas para defenderte de esa ofensa.
Siempre he tenido la convicción de que detrás del catalanismo independentista se esconde una patología colectiva, una vivencia paranoica de la relación con el otro (el más semejante y cercano), que ha dado lugar a un discurso instalado de forma secular en el engaño, la mentira, la impostura, el engreimiento y el desprecio hacia lo que consideran, de modo muchas veces inconsciente, «superior»: la lengua y la cultura española, la historia de España con sus logros indiscutibles (el descubrimiento de América, la expansión colonial y del idioma, su literatura universal, el poder político y militar, su capacidad para organizar y sostener un estado moderno y democrático…). ¿A qué viene ese empeño de apropiarse de todas las figuras relevantes de la historia española para hacerlas catalanas, desde Colón a Cervantes, pasando por Santa Teresa o Américo Vespucio? ¿Sería posible este estúpido propósito si no se sintiera, al mismo tiempo, una admiración por esas figuras y su obra? Detrás de este exacerbado catalanismo hay también un españolismo que debe reprimirse de forma tan grotesca como la que lleva a cabo la llamada Nova Història. Pura teoría freudiana.
(Fotos: F. Redondo)
El catalanismo independentista no se asienta sobre un concepto propio y positivo de sí mismo, basado en sus logros, valores y proyectos, sino en un sentimiento de revancha, negación y destrucción de lo español, nacido de un atávico complejo de superioridad, pero también, paradójicamente, de su atracción hacia lo español. No de otro modo se puede entender el empeño en difundir una imagen totalmente distorsionada, esperpéntica y falsa de lo que es hoy España, machaconamente identificada con el fascismo, la ignorancia, el atraso y el militarismo cuartelario y antidemocrático. Para romper con cualquier sentimiento de simpatía es necesario hacer repulsivo el objeto de la atracción. Simple teoría freudiana, de nuevo.
Creo que es necesario acudir a este tipo de interpretaciones psicoanalíticas y patológicas para entender ese algo que siempre se nos escapa en el debate sobre la singularidad catalana, a la que, mientras no se aborde desde esta perspectiva, es tan difícil dar un cauce y alcanzar una explicación política. Si no se fundamentara en este magma patológico e inconsciente, mezcla de superioridad, soberbia, rencor y desafío, no sería posible la deriva independentista actual, vista por cualquiera que no esté contaminado del mismo virus como verdadero disparate, irracionalidad, delirios de poder y pérdida del sentido de la realidad.
Lo peor de todo este chapapote emocional es que gran número de personas se han dejado absorber por la fuerza de su corriente hasta el punto de perder su individualidad (su libertad individual, de pensamiento y de sentimiento), sacrificada en el altar de la nación, de Cataluña, en el proceso o el baile de la sardana. Al dejar de ser individuos libres e independientes, han dejado de ser al mismo tiempo ciudadanos: ya no saben cuáles son sus derechos ni sus deberes democráticos, se dejan guiar por los guardianes de la singularidad, los que definen su identidad y los convierten en pueblo. Los que les otorgan generosamente una identidad superior, nada menos que la identidad catalana. Todos los totalitarismos se han asentado sobre el sentimiento de una identidad colectiva superior, con la que se identifican los individuos mientras renuncian a su única singularidad: la que nace de su propio ser individual.
Santiago Tracón
Como siempre, acertadísimo, aunque el sentimiento de inferioridad no lo veo tan claro. Puede que sí, que esos aires o humos no sean sino una hipercorrección digna de Freud.
En fin, un tema que a veces me indigna y otras me supera.
Un abrazo.
Suscribo todo lo que dice, señor Tracón. Hay mucho de negatividad en todo esto, pero quizás lo más destacado es la posibilidad de que la gente que vive en ese delirio colectivo en Cataluña no sea la mayoría sino la minoría, y su grado de intransigencia militante esté arrinconando y amedrentando a los que no piensan como ellos.
Desde siempre, se ha utilizado la política, como un ardid ilusionista y ladino por todos esos individuos que a través de la historia han tratado de encubrir codicia y soberbia.
Más que estar de acuerdo en todo, que lo estoy, sin ninguna duda, le felicito por llamar a las cosas, no sólamente por su nombre, sino también por la valentía y el rigor que demuestran sus palabras.
De siempre he pensado que hay en España más separadores, que separatistas en Cataluña. Buena culpa de que esto sea así, la tienen las declaraciones de políticos nacionalistas españoles y nacionalistas catalanes He leído el artículo de Santiago Tracón y admiro su esfuerzo por contribuir a justificar un fin predeterminado, apelando incluso a la psicología (el complejo de superioridad), cuando no al propio ejemplo de conducta patriótica (Yo soy leonés y también tengo mis singularidades). Y, ¿qué? ¿Que los leoneses quieren ser independientes? Que lo sean.
Yo soy catalán, y mis palabras podrían servir también para un extremeño, gallego, andaluz o castellano. La libertad de decidir la forma de administrarse colectivamente un pueblo está en sus ciudadanos, independientemente de singularidades, razones históricas o bailes regionales. Lo contrario, el imponer por las buenas o por las malas una forma de organización social y de gobierno, es contrario a la libertad del individuo.
Yo entiendo que algunos argumentos históricos, como la ocupación de Barcelona por las tropas de Felipe V, poniendo fin a las instituciones de Cataluña y, por extensión del resto de la Corona de Aragón, sea importante para muchos catalanes y tan solo una anécdota sin importancia para otros españoles. Me preocupa más el egoísmo antisolidario que trasciende de pensamientos tales como «pagamos 100 y nos devuelven 60» que acumula en las conciencias ciudadanas la idea de que «estamos manteniendo a España mientras en Cataluña tenemos muchas necesidades». Sea como sea, los que se declaran independentistas cada uno tiene su motivo, no es que los políticos manipuladores les coman el tarro, por no compartir el pensamiento unitario leones, por ejemplo.
Esto de la integración de un país en otro, es como un matrimonio: para unirse hace falta la voluntad de los dos; para separarse, con que uno lo decida, basta
El germen, para mí, pobre mortal, de las actuales cosas, aparte de que CiU nunca ha perseguido la independencia, si no un trato fiscal favorable, está en el Estatuto de Cataluña, en su revisión, tras la promesa de Zapatero de cumplir con lo que los catalanes aprobaran y el famoso «cepillado» del gracioso de Alfonso Guerra. ¿Hay torpeza más grave que rectificar lo que un pueblo ha aprobado?
Yo confieso que, prefiriendo una España federal, distinta del Estado de las Autonomías, el pasado 9N fui a votar, por desobediencia civil, por estar hasta las narices de seis millones de parados, de un gobierno inepto (en Cataluña también), de declaraciones repetitivas como las de Esperanza Aguirre y adlátares (boicotearemos el cava catalán). Cada vez que los ciudadanos catalanes salen a la calle a manifestarse por la independencia de su país, se escuchan voces clamando por el boicot a Cataluña. Cuando el último Estatuto de Cataluña, el PP recogió cuatro millones de firmas «en contra de Cataluña», aunque luego, y tras el codazo preceptivo, se dijera que no, que era contra el estatuto. ¿Y me quieren decir ustedes que pintan un leones, un murciano o un sevillano opinando sobre la independencia o no de Cataluña? Exigen el derecho a votar ellos también, ¿en el futuro de Cataluña? Y si los catalanes decidimos ser independientes y los demás dicen que no, ¿hemos de quedar sojuzgados a los intereses de nuestros vecinos, del cónyuge que no quiere separarse?
Desde Argentina, con amor.
Yo tampoco estoy de acuerdo en todo con Santiago Tracón, al menos cuando circunscribe el problema sólo a Cataluña y en cómo define la superioridad del nacionalismo, aunque sí suscribo muchas de sus observaciones, tal y como él mismo propone, basándolas en conductas individuales, no colectivas.
Hay personas individuales de todas las regiones y rincones de nuestra geografía (y, por lo que veo, también fuera de ella) que sufren ese síndrome de superioridad (o inferioridad, según se mire) y que no sólo necesitan sentirlo, sino verlo reflejado en privilegios diferenciadores del resto de mortales. Y este síndrome no solo afecta a los políticos, también a colectivos de todo tipo que se asocian para ejercer una presión influyente capaz de conseguir privilegios que certifiquen su singularidad-superioridad frente a los otros. Cultos-incultos, lobbies financieros-inversores humildes, mujeres-hombres, gais-heterosexuales, musulmanes-católicos, trabajadores-empresarios, mayores-jóvenes, izquierda-derecha, animalistas-taurinos y un etc. inacabable. En definitiva, los que se consideran «buenos», «mejores» o «superiores» contra el resto.
En Cataluña, en el País Vasco, en Navarra, en Extremadura, en Andalucía y hasta en Cartagena existen personas o ciudadanos independentistas sobre la base de todo tipo de singularidades, superioridades o agravios. Pero en todos esos territorios también existe una mayoría de individuos que no tienen esos sentimientos negativos, que se consideran ciudadanos con deberes y obligaciones, sujetos a la ley, que es igual para todos, y sí que se sienten oprimidos y afrentados constantemente a reconocer algo que directamente les da igual, o simplemente no comparten en absoluto, y que tienen el mismo derecho a opinar y sentir como les venga en gana y a defenderlo.
«Yo soy catalán, y mis palabras podrían servir también para un extremeño, gallego, andaluz o castellano.» ¡Pues claro! A mí también me preocupa más el egoísmo antisolidario, da igual el motivo que lo genere, ya que cada uno tiene su motivo y son más que variopintos, según usted mismo dice.
Sobre esta frase de Raúl, «La libertad de decidir la forma de administrarse colectivamente un pueblo está en sus ciudadanos», bien, digamos que, así expuesto, es aceptable; pero habrá que plantearse quién es el pueblo, de qué libertad hablamos (sólo de una parte o del conjunto) y quiénes son los ciudadanos concernidos. Estaría bien delimitar eso, ¿no le parece? Porque, como usted bien dice, lo contrario, es decir, que una minoría quiera imponer por las buenas o por las malas una forma de organización social y de gobierno, es contrario a la libertad del individuo y, añado, de la mayoría. Y en eso estoy totalmente de acuerdo con usted.
Pero no me negará que esta afirmación, «Esto de la integración de un país en otro, es como un matrimonio: para unirse hace falta la voluntad de los dos; para separarse, con que uno lo decida, basta», es bastante insolidaria. Decidimos casarnos en 1978, y ahora una parte quiere separarse. Pues bien, habrá que plantarse qué hacemos con el patrimonio y las deudas generadas en común, con los hijos y sus estudios; cómo afecta al conjunto de la familia, a los abuelos que conviven en ella, no digo ya si hay algún minusválido…, en fin, a mil aspectos que no son exclusivos de una parte, mucho menos de la que se quiere ir sin hacerse cargo de nada. Estoy segura de que no querrá usted sugerir que uno puede irse, por muy agraviado que se sienta, sin hacerse cargo de las responsabilidades contraídas por su propia voluntad cuando se casaron. ¿O sí? Habrá que escuchar al menos qué opina el resto de la familia y en qué situación queda. Porque lo contrario no es libertad de decisión, sino libertad de imposición de un criterio, una forma de doblegar una voluntad sobre otra, sin más. El «ahí te quedas» de toda la vida, querido amigo, pasó hace mucho tiempo a la historia: ahora es la ley quien dirime esos conflictos.
Puedo asegurarle que muchos distinguimos perfectamente entre catalanes, vascos, andaluces, leoneses , murcianos, cultos, gais, musulmanes, católicos, viejos, jóvenes, mujeres, hombres, trabajadores todos pácificos y gente de bien y los que son antiespañoles, trepas, golfos, incultos, garrapatas sociales y vividores del cuento, y que, lo mismo que admiramos y queremos a los primeros, estamos hartos de las insidias y estupideces de los segundos.
Pero, por encima de todo, estamos hastiados ya, hasta el infinito, de que se apele al odio, al resentimiento, a la venganza, al rencor, a la soberbia, a la mentira y al desafío constante de yo soy mejor que tú y me tienes que respetar. Pues no. El respeto, querido amigo y el cariño se ganan, empezando por ser coherente, no se piden haciéndose la víctima, y mucho menos se exigen.
Si eres mejor, que no hay por qué ponerlo en duda, primero demuéstralo siendo solidario y respetuoso, después ponlo al servicio de la colectividad, gánate el respeto y el cariño de la inmensa mayoría, y, cuando así seas reconocido por tus méritos, después hablamos, dialogamos y llegamos a un acuerdo que no destruya la convivencia del resto de la familia.
Tener un concepto propio y positivo de sí mismo, ser generoso, compartir, enseñar con el ejemplo y la responsabilidad y sentir satisfacción personal en ese cometido, eso es muy importante; cuando se depende de la opinión y el concepto de los otros para poder enfrentarse al mundo, existe un problema psicológico de fondo que está sin resolver, como dice Santiago Tracón, o hay maldades o errores en algún comportamiento que no queremos reconocer y endilgamos al primero que pasa.
Por eso mi frase favorita es esta:
Desde Murcia (España) con todo mi afecto.
Luisa