¿Ama usted a su esposa?
Esta clase de situaciones no suelen ser frecuentes. Por si acaso, no haga usted la prueba, porque ni siquiera el Gran Juzgador de todo el Oriente en la época de su esplendor salomónico se halló ante semejante dilema.
Noelia era una mujer hermosa y pizpireta. La beldad estaba casada con un sastre. Un día tuvo su marido que hacer un viaje en avión, que acabó estrellándose. La mujer se sintió desolada, mas como la vida debe seguir― ciertamente no tenía vocación monjil― volvió a contraer nupcias con un músico que tocaba el saxo en un crucero. Vinieron tiempos felices, pero al cabo el buque naufragó en medio de una tormenta. La mujer lloraba a los consortes perdidos, pero las lágrimas de aquel copioso río cesaron y se secó el cauce.
A fin de distraer su confusa mente decidió hacer un viaje a la tierra de los faraones, donde entabló amistad con un arqueólogo, que acabó desposándola. Meses más tarde recibió una llamada del consulado en la que le comunicaron que había quedado sepultado durante unas excavaciones. Triste es la vida, y la dulce Noelia mitigó su dolor en la persona de un alpinista que le fue presentado por una amiga. Corriendo el calendario, acabaron suscribiendo el acta de matrimonio. Pero, ¡ay!, ¿Por qué a veces es tan persistente el destino y se ceba con las criaturas? Un mal día, su cónyuge acabó despeñándose durante una ventisca, sin que consiguieran encontrar su cuerpo. Al paso del tiempo halló en su vida a un apuesto galán otoñal, quien, bromeando, la piropeó diciendo: ¿le gustaría convertirse en mi viuda? ¡Santo cielo! ¡Para qué nombrarlo! Transcurridas unas semanas se convertía en su flamante mujercita. El caballero en cuestión era de profesión bombero. Un día, se desató una lluvia torrencial y se desbordó el río, desapareciendo él en la riada.
La belleza tenía su mesita de estar convertida en un retablo, sustituyendo las fotos de santos las de sus cinco “ex”, escapando de sus labios una sentida jaculatoria al contemplar su desdicha ¡Ay, Señor, ¿qué habré hecho para merecer todo esto? ¡Porque, ya era mala suerte!
Cinco bodas y ningún marido. Desencantada, pues, se propuso no volver a probar suerte en el amor, manteniendo como única compañía la de un caniche.
Pasó el tiempo y recibió cinco cartas. La grafía de cada sobre le resultaba conocida, sintiendo resquemor en abrir las misivas. ¡No era posible! Aunque, no siéndolo… ¿cómo tenía en sus manos las cartas? Y como los muertos no están facultados para escribir, decidió abrirlas sin dilación. Las cinco tenían un contenido parecido. Decían algo así: “Sobreviví al accidente. Estoy recuperado y vuelvo a casa. Te amo más que nunca”.
La situación resultaba ser esperpéntica. Todos esperaban encontrar a su mujercita desconsolada y se encontraron con que no eran cónyuges sino de una quinta parte.
El primero le dijo que el avión consiguió amerizar en medio del mar, siendo él el único superviviente, manteniéndose encaramado en el fuselaje hasta que finalmente fue rescatado por unos pescadores. Como consecuencia del golpe sufrió una amnesia profunda.
El segundo arrió un bote y viajó a la deriva, padeciendo sed y hambre hasta que las corrientes le llevaron a una isla. Allí se alimentó de la pesca y bebió agua de un río, en tanto que fue rescatado por un mercante.
El tercero se vio obligado a compartir la experiencia del mundo de los muertos, rodeado de criptas funerarias. Al cabo de unos días creyó volverse loco, siendo escuchado sus gritos por unos turistas japoneses, no recordando lo que le había pasado, debiendo permanecer largo tiempo en el hospital antes de recuperarse.
El cuarto, al despeñarse tuvo la fortuna de ver amortiguada la caída por unos arbustos, quebrándosele los huesos. La soledad y el frío terminaron por trastornar su intelecto. Finalmente fue encontrado e ingresado en un sanatorio, hasta que pudo recuperar su salud física y mental.
La salvación del quinto no fue menos portentosa. El torrente lo arrastró hasta una playa lejana convertida en vertedero. Cuando abrió los ojos no recordaba qué había sucedido y comenzó a vagar sin saber ni dónde estaba ni a quién acudir.
Todo resultaba increíble, pero cierto. Más, la buena de Noelia hízose la pregunta: Y ahora, ¿qué? Todos eran sus legítimos maridos y se imponía poner en orden la situación que se había creado. Y esto sólo podía hacerlo la Justicia.
El provecto del juez hubo de reconocer que nunca jamás había tenido que dirimir un caso semejante. Legislado no había nada, y saber de alguna jurisprudencia, por lejana que fuese, se le antojaba dificultoso. ¿Dónde podría posar su pensamiento para guiar sabiamente la decisión a tomar? Desconcertado, pero sabiendo que tenía la obligación de dar solución a la coyuntura, resolvió así:
― Voy a hacer unas propuestas antes de dictar sentencia alguna, pues entiendo que la mejor solución sería la avenencia consentida entre las partes. Por equidad, puesto que todos son maridos legales de esta mujer, propongo que puedan vivir en común. Esto es, en situación de poligamia. Pasado un año se celebrará una nueva vista, por si hubiese de ser corregida esta primera.
Noelia, que era muy fogosa se sintió al principio adulada. Pero calculó mal, porque aquel ritmo frenético que le venía impuesto acabó desbordándola. El cansancio se reflejaba en su rostro, debiendo rechazar a unos y aceptar a otros según le apetecía, todo lo cual suscitó la rencilla entre los varones, por lo que recurrió al Juez en busca de mejor solución para todos.
La segunda recomendación no fue menos pintoresca.
― Cada cónyuge pasará con su esposa dos meses al año, de modo que ella podrá relajarse y cada uno de ustedes hacer uso del matrimonio sin tener que competir con los otros.
Pero el tiempo es buen o mal consejero, pues trae la reflexión. Y conforme pasaban las semanas, la mujer comenzó a sentirse como concubina o hurí de un harem. Visto lo cual, el Magistrado propuso una tercera alternativa. Algo peculiar, pues se debía de echar a suerte quien ocuparía el lugar como marido. Y la bella empezó a perder el sentido de la autoestima, considerándose como un osito de feria que corresponde a un premio de azar.
El pleito desbordaba los conocimientos del Juez. Por eso, solicitó un receso a fin de consultar todos los libros de leyes de que disponía. Aunque, en vano. En ninguno se ofrecía solución para dirimir lo que se le había encomendado. Repensándolo, una lucecita vino a encenderse en su leguyesca testa. Se divorciaría de todos e indemnizaría a cada uno. Resolución también vana, pues la mujer era de humilde condición y no tenía capital alguno, salvo el de su belleza. ¿Qué hacer? ― repensaba el togado― De tanto exprimir la mollera, comenzó a fraguar una genial idea. ¿Por qué no recurrir a “él”? Nada perdía por intentarlo, porque el caso no podía ser cerrado en falso y alguna salida habría de darle. Y meditando, imaginando la escena del rey sabio con el niño en sus brazos y las mujeres asustadas al escucharle decir que lo dividiría en dos mitades, una para cada una de ellas, se dispuso a dictar el fallo.
― Puesto que he de dar por sentado que todos y cada uno de los maridos aman a Noelia, habrán de estar dispuestos a una prueba total del amor profesado. ¿Y qué mayor abnegación que la de entregar la vida por la persona a la que se ama? Así, pues, esta es mi sentencia definitiva: aquí tienen cinco copas para beberlas. Sólo una no tiene cianuro. El que viva se constituirá en el marido legal. ¡A fin de cuentas, todos ustedes estaban muertos!
Al conjuro de sus palabras la sorpresa se dibujó en el rostro de los cinco maridos. Ciertamente, ninguno podía esperar un veredicto de tal calibre. Y cabizbajos, comenzaron a desfilar ante el estrado. Sólo uno permaneció allí. Era el sastre, su primer esposo, que había decidido arriesgar su vida con tal de ganar su amor. Y al punto, entendió ella quién la amaba de verdad, proclamándose el renacido matrimonio. Y es que el amor es el único capaz de afrontar los miedos que todos llevamos dentro.
La sala se había vaciado. Cuando todos salieron, habiendo quedado sólo el juez, vertió la bebida de todas las copas en un vaso, ingirió el líquido para calmar su sed y abandonó el estrado sonriente, satisfecho por su sentencia, en tanto ronroneaba en su cabeza que, cuando algún día le contase esta historia a su nieto, a buen seguro que le escucharía decir: “Abuelo, no me cuentes más batallitas”. Salomón había hecho justicia.
Ángel Medina