Los gatos de Angora. Por Ana Genovés

Aneta Kowalczyk

Rebeca está frente a una hilera de nichos. De negro riguroso mirando una lápida con coronas semifrescas. …“Arturo González Pérez. 1980-2013. Quererte fue fácil. Olvidarte, imposible”… ―reza el epitafio.

―¿Cómo se te ha ocurrido dejarme en la flor de la vida? ―pregunta la joven viuda con lágrimas en los ojos.

Un viento gélido hace que las ramas de los cipreses aleteen. Las flores marchitas apostadas en el contenedor de basura se sumergen en un torbellino que levanta una arenisca fina. Una gata blanca ―de angora― se contonea por las tupidas medias de la plañidera y se aposenta entre sus zapatos, de tacón alto.

―No me digas que llegó tu hora y ya está. Estoy harta de oírtelo decir desde que te fuiste ―sigue en su particular memento la compungida.

Se sienta en un banco de madera roída frente a la tumba. Acariciando a la gatita, como si ésta hubiera perdido a su partenaire y se consolaran mutuamente. Recuerda que se conocieron en la boda de una amiga.
Sus miradas se cruzaron en la iglesia. Allí mismo, en la sacristía, se entregaron a una lujuria desmesurada. Unas semanas más tarde, se casaron. De eso hacía un año. Todo funcionaba de maravilla hasta que, una tarde, Arturo cayó fulminado. Un hombre fuerte y joven que nunca había estado enfermo.

Desconsolada, había llamado al 112 y después a la funeraria. No podía olvidar la imagen: lo sacaron en una bolsa con asas, como si fuera un violonchelo. El rellano de la finca era estrecho. Rebeca cerró de golpe. Segundos después, escuchó un ruido seco. Miró a través de la mirilla; el cadáver embolsado había golpeado la puerta. Parecía que Arturo le dijera: … “¡todavía no me he ido!”…

Desde entonces, tenía pesadillas. Siempre la misma historia. Una voz de ultratumba la llamaba: …“Rebeca, Rebeca. Ven conmigo”… Repetía hasta la saciedad. Un día y otro día…

―No sé qué hacer. ¿Qué quieres mi amor? ―insinúa Rebeca sofocando su llanto con un pañuelo de hilo con las iniciales A. G. P. bordadas en grana.

―Estoy solo y hace frío… ―hablan las tumbas mudas y las cruces pétreas.

―Tú ganas ―indica Rebeca con los párpados entornados.

Abre el bolso, saca un botellín de Bezoya y un envase de Propranolol Hidrocloruro. Un betabloqueante que utilizaba su esposo ―doctor en psiquiatría― cuando iba a los simposios y tenía que hablar en público. Era hombre de acción y pocas palabras.

―Sí, cariño. Lo que tú digas. Sé que no sufriré ―sigue parloteando.

Las hojas gasifican un baile sepulcral, ligero.

―Además, estas pastillitas fresadas son muy hermosas. Como mis labios, dirías tú.

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Seguido, coge un blíster y extrae las grageas. Las deja en su mano, mirándolas como abducida. La minina ―con un iris verde y otro azul― ronronea. Le guiña un ojo.

―¡Ay, mi niña! Quieres tu parte. Deseas irte con D. Gato ―le da una. La felina la chupa hasta dejar un polvillo inocuo.
Rebeca ve cómo se tumba, maullando soñolienta mientras ella la acaricia. Hasta que su cola deja de moverse. Ha sido rápido e indoloro ―piensa.

Hermosa como la porcelana fina, sigue el ritual con una parsimonia escalofriante. Se traga las píldoras. Una, dos, tres… hasta llegar a la docena. Bebe agua y se tiende sobre el banco, mirando el cielo; diáfano, de un zafiro intenso.
Experimenta una felicidad inaudita: han desaparecido las preocupaciones. Ve el rostro de Arturo, sonriente. Alza la mano para tocarlo a la par que su corazón enmudece. Entra en una catarsis cuasi divina. Llega al Nirvana con los ojos entornados. Feliz.

Tres meses después, el piso tiene otros inquilinos. Durante el traslado, la nueva pareja encuentra una fotografía con un hombre y una mujer de perfil, besándose. La flamante novia la mira y se sobresalta.

―¿Qué te sucede, cariño? ―pregunta el hombre.

―Los perfiles me han mirado… ―contesta ella, blanca como un espectro.

―¡Chorradas! Estás nerviosa. Es normal.

Pasan los días y la novensana sigue intranquila. Experimenta sensaciones extrañas: ráfagas de aire, siluetas difuminadas, risas vagas…

Una mañana se despierta ―puesta de somníferos hasta las cejas― y cepilla su melena en el espejo de la cómoda. De repente, chilla con todas sus fuerzas: la pareja del retrato está en la cama rodeada de miaus. Ella mima a una hembra de angora, nívea como el nácar. Él la señala con el índice: … “eres nuestra”… ―le indica.
Los felinos saltan sobre ella y arañan su cara. La sangre gotea por sus pómulos, se introduce en su boca. La rodea un olor metálico con sabor a hierro que anuncia el peligro. Corre hasta la puerta de entrada. Pero los pestillos se cierran. Gira hacia la alcoba, los espíritus le impiden el paso. Los objetos comienzan a volar. Unas sonrisas macabras se funden en sus oídos.

Horas más tarde, el esposo encuentra su cadáver sobre el gres de la cocina junto a unas latas vacías, de comida para gatos. El cuerpo está ensangrentado; lleno de rasguños y acuchillado. Como si, en un ataque de esquizofrenia, se hubiera rajado a sí misma. Lo extraño es que en la finca nadie tiene animales de compañía.

Anna Genovés
12/01/2014
Derechos registrados.
Blog de la autora

Un comentario:

  1. Elena Marqués

    Mira qué bien me ha venido tu cuento. Mi hija lleva dándome la lata desde hace mucho para que le compre un perro o, en su defecto, un gato. Se lo voy a dar a leer, a ver si se asusta como me he asustado ya.
    Muy bueno, Anita.

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