Sangre, cultura, y encalado.
Con puntadas firmes de hilo fino y tensionado son cosidos los libros de la época, estos, hilarantes de gozo, veían su futuro, su destino próximo en los nuevos edificios que les esperaban para albergar la sabiduría que contienen sus entrañas. Nunca esperaron el duro y largo camino que les deparaba hasta el día de hoy.
En la novel ciudad universitaria de Madrid, del impúber Madrid republicano de 1936, sus edificios aún olían a tabiques de pintura fresca poco consolidada, estaban en proceso de encalado raudo, y veloz, a imagen y semejanza del revertir de un sistema político que descosía decenios anteriores de inmovilismo a golpes del mazo de la razón, por encima del deglutir del empacho patrio de hambre social y económica en un país estancado en los privilegios de los poderes fácticos provenientes y sostenidos desde el siglo XIX. El rodillo seguía resbalando el tabique de arriba abajo, ignorante en su caminar del destino temprano que les esperaba a los volúmenes de tapas textiles y de cuidada encuadernación en duro cartón interior.
Pero, por desconocido, el futuro próximo, no les iban a ser inherentes al mismo. La barbarie llegaba, la sinrazón se acercaba a pasos agigantados, y los primeros lectores no pudieron ser los primeros, ningún bisoño estudiante pudo perderse ensimismados en la avezada lectura, en la intelectualidad del olor de sus entrañas de tinta fresca que contenían.
El mando militar rebelde, pensó que para tomar Madrid, les sobraba con moros, legionarios, y falangistas, que por allí tenían una puerta de entrada, que por la zona cultural de la ciudad, por la universitaria de la capital sería fácil
La batalla fue dura, (como siempre) fue cruel (lo habitual). Y los contendientes, entre los que una inmensa cantidad no sabían leer, pero si obedecer, y por ende sabían seguir unos la orden dada, y otros las ilusiones soñadas. Lucharon todos, cuerpo a cuerpo, piso por piso, sin importar la sangre derramada a ninguno. En aquella refriega con marco universitario, se encontraron milicianos colmados de ímpetu inconsciente, y de desorden imperante de contradictoria libertad en situación de guerra.
Muchos eran los voluntarios de las llamadas brigadas Internacionales, eran extranjeros, como ya he dicho eran voluntarios, eran muy jóvenes, y todos ellos hinchados de imberbe idealismo, y por ende también de cultura obtenida en sus democracias consolidadas. Entre ellos había estudiantes británicos antifascistas, que justo habían acabado sus estudios universitarios no hacía demasiado tiempo. Y, estos, tronaban la debilidad republicana de los tabiques encalados, tableteaban por los orificios sus armas contra el enemigo amagados al otro lado de la estancia. Un aroma a libro nuevo embriagaba a los contendientes, los libros escritos en su lengua madre les devolvían a sus países de origen, les retornaban a su juventud muy más temprana aún. Universal, Shakespeare volaba en su recuerdo, pero una realidad goyesca se les situaba enfrente.
Tal mezcolanza, que, junto al miedo por ver la muerte a centímetros, a tan solo un poco de gramaje de arcilla y cal les devolvía ensoñando sus tiempos en las aulas. Empezaban a preguntarse ¿Qué hacemos aquí? Aunque la inmediatez de la sangre, la pólvora, y el desmembramiento de los camaradas no permitían sentarse y releer la razón pérdida ante los dos kamikazes ideológicos hispanos, que por los extremos adelantaban a la inmensa mayoría de la población española, que, está, moderada en su amplio conjunto no entendía nada, pero sufría lo que pasaba.
Los jóvenes ingleses tomaron una decisión rápida, inevitable y dolorosa. Había que proteger los tabiques troneros con la cultura que tan cuidadosamente fue editada, con las pilas de libros fragantes de tinta fresca protegieron la vida de muchos de ellos. Y los volúmenes humildes de conocimiento se volvieron mártires pilas improvisadas en aquellos días.
Ya han pasado muchos años de aquello, ya vamos para más ochenta años desde entonces, y ahora esos volúmenes siguen allí, fueron devueltos a la tranquilidad de las lejas, y se encuentran entre las mismas paredes reconstruidas hace años, y tras su infantil y macabro bautismo de fuego, ahora sí, ahora están a disposición del conocimiento.
Algún brigadista internacional ha vuelto al lugar, algún joven nonagenario en la actualidad, y no ha podido evitar que alguna lágrima resbale por sus mejillas mientras recuerda el horror frente al libro herido en su día.
Algunos señalan con dedo tembloroso y arqueado por el tiempo y la artrosis, las heridas secas del impacto de las detonaciones de los máuser en el lomo de sus viejos tomos literarios, que absorbieron la violencia del disparo como muestra para la posteridad. Aquellos días en los que España perdió, en los que nadie ganó, y que el tiempo ha puesto a cada uno en su lugar, el nonagenario inglés, en su recuerdo, acaricia el lomo de su antaño protector libro antes de devolverlo por última vez a las lejas donde las generaciones posteriores podremos leerlo, y aunque muchos no conocemos, ni conoceremos nunca su espíritu heroico cultural.
Jordi Rosiñol Lorenzo.