Todos los cielos del mundo. Por Amelia Pérez de Villar

En el 50 aniversario de la llegada a la luna.

Todos los cielos del mundo

todos los cielos del mundo

 

  Mi primer recuerdo está en esa frontera entre el verano y el otoño, esa zona intermedia que ahora casi no existe pero que antes era dorada y sutil, suave y dulce como un despertar de domingo, un jueves por la tarde. Recuerdo el vestíbulo, lleno de una luz intensa que entraba como un chorro cálido y cegador por el lucernario situado encima de la puerta principal, que daba a la carretera. Recuerdo el suelo de mármol rojo veteado. Las plantas. El olor a lejía. Aquella parte del colegio siempre olía bien. Años más tarde, cuando mi presencia entre aquellas paredes se hizo habitual, pude comprobar que allí siempre olía distinto que en el resto del edificio, y que cada zona tenía su propio olor, designado de manera implacable por la función que desempeñaba, y su propio color. El acceso a aquel ala del colegio estaba reservado a las monjas y al privilegio, siempre puntual e inesperado, de cualquier niña encargada de llevar algo al despacho de la directora. Aquél era el único sitio que conozco donde el olor a lejía era agradable. Nadie entraba allí con barro en los zapatos. Las figuras que atravesaban aquella sala se reflejaban en el suelo como en las aguas calmas y transparentes de un estanque. El haz de luz dorada que se colaba, inmenso, por el lucernario del centro, dotaba al vestíbulo de un reflejo blanquísimo que a cualquiera le hacía sentirse sobrenatural. Durante todo el curso de párvulos estuve convencida de que aquel Cielo del que nos hablaban las monjas era la zona donde estaban el vestíbulo principal y el despacho de la directora, con una ventana francesa que tenía acceso directo al patio, justo donde estaban los columpios.
–Sal si quieres –me dijo la directora¬–. Puedes montar en los columpios.

  Del patio recuerdo las plantas sin flores, sólo de hojas, y el suelo de gravilla, el sonido de aquel suelo de gravilla. Y el silencio, sólo roto por el canto de los pájaros. Era fantástico poder elegir entre cuatro columpios de distintos colores, no tener que compartirlos con nadie. A uno de los columpios le rechinaba la cadena cuando venías de vuelta, pero eran muy buenos, de hierro, de los que luego prohibieron las ordenanzas de seguridad, y se podía subir muy alto con ellos, tocar el cielo casi. Aquél cielo que nunca supe si era el mismo que el del vestíbulo, aquél del que nos hablaba Sor Pilar en las clases de por la tarde. Recuerdo mi primera cartera, de cuadros azules y negros, con un estuche de la misma tela que iba sujeto a la bandolera por una cadenita dorada. Era muy moderno, pero por su culpa tuve que renunciar a medias a un plumier de madera de dos pisos que era mi delirio. “No vas a estropear las dos cosas al tiempo”, dijo mi padre, “usa el estuche de la cartera y éste lo dejas en casa”. Recuerdo que lloraba porque echaba de menos a mi madre. El colegio, de pronto, no era como me había parecido el día de la inscripción. La música de las cancioncillas del recreo era la única que conseguía devolver al patio parte del aura de aquel día, que al cabo de una semana había desaparecido por completo, junto con el vestíbulo principal y su chorro de luz blanca, el despacho de la directora y los cuatro columpios que estaban allí para mí sola. Pero la música y el griterío del recreo eran capaces de obrar aquel milagro pequeñito, cotidiano, como de andar por casa. Aún hoy, cuando paso cerca de un colegio y siento el murmullo lejano de los críos jugando, me paro a escuchar. Ese precioso momento de libertad bajo fianza entre lección y lección era lo único que me devolvía –que todavía hoy, al recordarlo, me devuelve– mi patio del colegio. El despacho de la directora sigue teniendo una ventana francesa con acceso a la zona de columpios. Pero ya no hay columpios, ni mármol rojo veteado en el suelo. Y el comedor… No sé qué hay ahora donde estaba el comedor en aquel curso del sesenta y nueve. Era un comedor pequeño, con olor a hule, que conocí el día en que el hombre pisó la luna. Recuerdo algo amarillo, no sé si la pared o el mobiliario. Y el aire, que también era amarillo. Desde allí presenciamos, en blanco y negro, tan decisivo acontecimiento. Recuerdo también que Sor Pilar dijo que éramos testigos de un momento histórico y que yo no entendí nada. Recuerdo el aburrimiento que sentía y cómo aprendí, en lección extraescolar, a guardar el tipo haciendo esas cosas-que-hay-que-hacer, pero que no nos gustan. Lo que veía en la tele me parecía una magnífica tomadura de pelo: un señor ataviado como el muñeco de Michelín, con una pecera en la cabeza, avanzaba a duras penas por un piso como de cenizas. La luna no era blanca ni esférica, como la veíamos nosotros desde la Tierra, recortada sobre el cielo negro de la noche, y me decepcionó. Años después, algunos amigos me envidiaron por haber presenciado aquello en directo. Yo, sin embargo, me pasé la tarde lamentando para mis adentros el dibujo que no había podido terminar: un paisaje con una luna auténtica en un cielo de verdad, como el nuestro, de ese azul intenso que se niega a cerrar el día y dar paso a la noche. Y con estrellas, no gris como el de los astronautas. Aprendí también, a mi pesar, que probablemente hay un solo cielo para todo el mundo, pero no todos lo vemos de la misma forma. Y aún tengo en las pituitarias aquel olor amarillo del comedor.

 

© Amelia Pérez de Villar

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