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106- Alipio en el País de los Maravillosos Móviles Inteligentes. Por Nuak

«España, líder europeo en usuarios de smartphones»

[publicado en diversas webs el 4 de junio de 2012]

 Me despierta un mugido: cambié el tono de la alarma anoche, es lo más parecido a una estancia en casa rural que podré disfrutar este verano. No está nada mal, ha sido agradable amanecer imaginándome en una pradera pirenaica; la ilusión ha durado unos dulces instantes, hasta que he tomado conciencia del calor pegajoso que reina en mi habitación. Y digo «mi habitación» porque he dejado de ocupar al completo el piso que heredé hace dos años del abuelo Alipio. Desde el mes pasado vive conmigo Luis, mi antiguo compañero de facultad. Él tenía insalvables problemas de convivencia con el novio de su madre y yo necesitaba afrontar en compañía el enésimo incremento de la tarifa eléctrica. O Luis, o velas. Regreso a mis bucólicas fantasías con el dulce trinar que acompaña al tweet que envío quejándome por la subida del IVA. La bocina de un repartidor me devuelve a mi realidad mediterránea.

Alipio me legó su piso en la calle Calatrava, en pleno barrio del Carmen, y me niego a venderlo. Antes lo alquilo y emigro a un país con trabajo. Treinta años atrás heredé ya su nombre, pues mi padre decidió continuar nuestra saga alipia, que se remonta al tatarabuelo, mucho antes de que los Sánchez nos descontextualizásemos de nuestro terruño salmantino. Ahora me parecen un peaje justo las burlas en torno a mi nombre en el cole a cambio de un piso de adulto. En cualquier caso, llevo toda la vida procurando que la gente me llame «Ali», que resulta más digerible. Tampoco creo que mi nombre sea la razón de que esté en paro desde que cancelaron mi beca de investigación, la verdad. Eso se lo achaco más a Mariano que a Alipio.

Puse la alarma temprano, a las 9. Aunque no me sirva de mucho madrugar, aprovecho que de domingo a miércoles no hay follón nocturno en la calle para levantarme antes. Pillo a Luis saliendo por la puerta, me dice con un pie en la escalera que llega tarde —trabaja en un espacio de coworking, no sé muy bien qué hacen. Él, tampoco—. Saco una madalena de la bolsa gigante del superdescuento y me la zampo. Reviso los 20 tweets recibidos desde que me he levantado. Alguien me ha contestado defendiendo la subida del IVA. Que se joda.

Los miércoles me concedo un pequeño gusto: celebro el ecuador semanal bajando la calle hasta la plaza del Doctor Collado, donde sorbo un café solo con vistas a la Lonja, el edificio más emblemático de Valencia por más que la gente se llene la boca con la Ciudad de las Ciencias (y las Deudas). Antes, con la beca, derrochaba en cañitas afterwork rápidas en el Café Lisboa. Ahora, en cambio, paladeo su café con fruición, me imbuyo de sus aromas exóticos, me relamo de puro placer organoléptico. Parece que con mi miserable desempleo sin prestación he aprendido a valorar las pequeñas cosas… me hallo sumergido en estos pensamientos de abuelo cuando a una mesa más allá del olivo que me da sombra se sienta una tipa guapa. Bien guapa. La radiografío unos segundos: melena negra con corte folk, ojos tope expresivos, labios abundantes.

Regreso a mi smartphone. Antes de leer la prensa envío un whatsapp a mi grupo de amigos informándoles de mis estupendas vistas: «buenorra con Lonja al fondo». Sus respuestas amenizan mi lectura de los titulares de la mañana. Luis, Carlos y Pep reclaman una foto. Y la quieren ya.

«Tipo majo en la terraza del Lisboa. Guapete, pero demasiado enamorado de su móvil. Un friki», escribe ella a su grupo de amigas.

Mientras intercalo las noticias del diario Levante con las opiniones de mis colegas sobre la foto de la buenorra, pienso cómo podría entrarle sin espantarla (las propuestas que recibo vía whatsapp la espantarían).

«No, no, paso. Yo ni me levanto ni le digo nada», zanja ella la conversación con sus amigas. No le gusta mucho el chat telefónico, así que corta y cierra los ojos.

Se ha puesto a tomar el sol. Esa ni se ha dado cuenta de que existo. Lástima. Quién sabe, quizá me la encuentre alguna noche en la web de citas. Eso me recuerda que quedé con una para tomar algo en la zona del Cedro. No sé qué día. Consulto mi agenda en gmail. ¡Anda, se me pasó, habíamos quedado para ayer! Bueno, pues eso que me ahorré. Espero que sea de perdón fácil y que no dinamite mi reputación en la web por haberla dejado plantada.

Cuando la buenorra se cansa, le pega el último trago a su café con leche —ahora que pienso, hace más pinta de beberse un café de medio litro en Starbucks… supongo que habrá elegido el indie Lisboa debido a su terraza soleada— y se va. La estará esperando el novio con el cupé en marcha en alguna calle cercana. Juraría que me ha echado una mirada al doblar la esquina, aunque se gasta gafas de espejo. ¡Qué más da, tía al olvido, no pienso ir al Starbucks a forzar un encuentro casual!

Me queda medio café solo, qué bien huele, y la sección de deportes por leer. Se planta en el centro de la plaza el flipado que toca la guitarra todas las mañanas (todos los miércoles por la mañana, al menos. Y los viernes, que es cuando atravieso la plaza camino del Mercado Central, donde acompaño a mi madre a hacer sus compras, que también son las mías). Apenas me obsequia con cinco minutos de riffs desafinados porque no se sienta nadie en la terraza y se habrá percatado de que aquí el menda nunca le deja nada en la gorra. Al rato pasa de largo un vendedor de rosas. Llegas tarde, amigo.

En cuanto me alcanza el olor a shawarma del libanés contiguo decido que es hora de subir a casa y preparar uno de mis clásicos-básicos: espaguetis con atún y tomate. Estoy harto de ese plato que comencé a cocinar en mis años universitarios, pero sacia y sale barato. He buscado recetas parecidas en una aplicación para ineptos del fogón, el problema es que nada más empiezo a leerlas ya me parecen complicadas. Mi madre, que a sus sesenta se ha quedado anticuada, me llama desde su teléfono fijo, como toda la vida y a diario. He comido temprano, así que me pilla frito en el sofá: intercambiamos tres frases y sigo durmiendo.

Despierto cabreado, las siestas en verano me sientan fatal. Hago sonar el spoti, a ver si me espabilo. Meriendo algunas cucharadas de helado con cookies (vamos, vainilla con galletas machacadas, no hay más). El festival en Bilbao empieza en dos días y aún no sé qué hacer. Me llega la pasta para el bus y el abono y dormiría en casa de una amiga, aunque no debería tirar de ahorros si no tengo curro ni se le espera. En fin, voy a instalar la aplicación del festi, me ayudará a decidir.

«¿Os habéis dado cuenta de que charlamos como cotorras vía whatsapp pero hace semanas que no nos vemos los jetos?», pregunta Carlos. ¡Bah!, siempre ha sido un exagerado. Si nos vimos en un concierto en la WahWah, no hará ni dos semanas de eso.

Todavía tengo que mirar mis alertas laborales. Antes he de respirar hondo, llenar los pulmones de ánimo: las búsquedas suelen ser de lo más deprimente en los últimos meses. Casi que prefiero fregar antes un poco. Eso sí, primero de todo, un repaso al timeline en twitter. ¡Joder, ya está oscureciendo! Deben de ser casi las 10. El cabrito de Luis se habrá quedado de tapeo con los del coworking. Me viene a la cabeza el agosto pasado en el Arenal Sound con Lupe. Cómo nos reíamos juntos, cómo la quería. No, no tiene sentido irme a ningún festival este verano, acabaría muerto de pena. Me lío un cigarro, desde que opté por la confección artesanal fumo más, con eso de que sale tan barato… Una lata de birra de la nevera, a ver si me animo a ligar un rato online, que llevo siete meses intentando olvidar a Lupe.

Vuelvo a tener sueño y aún no he mirado las alertas de mierda. Me voy adormeciendo tumbado boca arriba. Hace un calor de tres pares. Se me van mezclando las ideas hasta el absurdo, se abre paso el sueño, interrumpido por el pitido amortiguado de mi bandeja de entrada. Debe de ser la retahíla de ofertas que recibo pasada la medianoche, fantásticos viajes a destinos alucinantes por precios de saldo, caprichos que no me puedo permitir ni en sueños. Pero tengo un smartphone, mi smartphone. ¿Qué más se puede pedir? Pues eso.

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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