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120- Senectud, maldito tesoro. Por Firmín

El arroyo crecía imparable, convertido en un impetuoso río que amenazaba con arrasarlo todo. El agua robó  cañas y ranas muertas  mientras el bosque, acechante,  se volvía noche cerrada. Temeroso de la ira de su madre, el muchacho  intentó  recuperar las viejas botas raídas que arrastraba la corriente….y entonces despertó sudoroso, jadeante. Se miró los pies, calientes y  mullidos en las zapatillas de fieltro que los nietos le regalaban metódicamente a finales de noviembre. ¿Qué otra cosa se le podía regalar a un viejo ya casi centenario?

Tal vez un poco más de tiempo.

Se buscó el corazón y lo palpó con nerviosismo. Seguía galopando, agotado dentro del pecho. Todo estaba en su sitio pero las pesadillas acabarían por matarle. Observó al pequeño cachorro de agua ladrar al sol, que impasible recorría lentamente el patio, calentando las macetas.

Me queda menos vida que a un  perro, pensó.

Volvió a contemplar la fotografía de su mujer, vestida de novia, enmarcada de alpaca en papel sepia, sonriente y ajena al mundo de formol y hastío que la rodeaba, expuesta como uno más de los trofeos y tonterías que llenaban el mueble bar.

¿Cómo había llegado a esta situación? Los años socavaron lentamente la fisonomía  y la esencia del matrimonio que con el tiempo fue cambiando pasión por hijos, vida por trabajo,  esperanzas por desencantos, salud por dinero y al final, dinero por falsa compañía.  Los pocos ahorros que aún pervivían en la cartilla del banco conformaban el único  seguro y garantía de que alguien le visitara en su tardía edad sin dientes. Unas visitas asépticas de blancas enfermeras, que en otro tiempo hubieran resultado morbosas dentro de sus faldas plisadas de tela transparente, pero que a estas alturas representaban un simple y geriátrico protocolo de guantes, jabón y arroz cocido. Los hijos, acuciados y justificados por una día a día acelerado de nuevas tareas y compromisos, alguna vez, muy poco, casi nunca,  encontraban el momento de volver aun ni un preciso instante , lo justo para preguntar y confirmar que la vejez también se entreveía en sus cuerpos aún jóvenes pero ya picados de canas y achaques.

La televisión, canturreando copla española, cansina y eterna, encerraba tras el cristal a un ser horrible, enorme y falso que intentaba emparejar a hombres y mujeres que aun notaban correr, a duras penas,  la sangre caliente por las arterias caducas. Yo era fuerte cómo un roble y me comía medio queso de una sentada, fanfarroneaba un nonagenario ante jóvenes azafatas de belleza azul marina y cara de poker, mientras  alardeaba de un brazo pellejudo en el que en otro tiempo  los bíceps esculpieron cerros de vigor y energía.

Si algún día me veis de ese modo, escondedme las pastillas de la tensión para que muera, intentó Faustino anotar en un trozo de papel que luego descubrirían las palomitas blancas, esas enfermeras con las que sus hijos lavaban su conciencia. Pero recordó que no sabía escribir. Lo hizo en otra época, pero ya se le había olvidado. Él, que recitaba el “Tenorio” de la a á la z: ¡Cuán gritan esos malditos! ¡Pero mal rayo me parta si en acabando esta carta no pagan caros sus gritos!, ahora no distinguía a las  hormigas negras que surcaban las páginas de sus propios prospectos.

Apagó el televisor, mientras su prole discutía en voz baja sobre el incierto futuro del viejo.

¿Cuánto le queda en la cuenta corriente? ¿A cuánto saldríamos en el caso de que todavía viva cinco años más?

Aún retenía algo de cordura, por eso comprendió que el ciclo se cerraba, que todo final tiene un mismo comienzo: los hijos abandonando a los padres, las algaradas en la calle, la terrible sombra del hambre, los políticos robando antes de huir, y después, el estallido. Estaba cansado de repetirlo, todo va a saltar por los aires, esto ya lo he vivido yo, en mis tiempos sucedió igual, pero nadie le escuchaba. Las batallitas del abuelo Cebolleta, comentó con sorna uno de sus hijos, el que de niño sisaba para comprar tebeos. Y entonces Faustino reventó. Alzó la chivata y a grito pelado les despachó a todos, a los hijos advenedizos, a las nueras mal encaradas,  a los nietos apáticos y a sus juegos electrónicos. Todos salieron en tropel escaleras abajo, prometiéndose no volver a visitar al viejo quisquilloso.

Criatura, tú quédate… dijo con cariño acariciando al cachorro de agua.

Paseó a lo largo del pasillo. Incansable. Con los cordones desatados. Testarudo. Contando lozas del suelo. Restando minutos. Con la lentitud del que tiene prisa por acabar. Con toda la prisa que se puede dar alguien que  es lento. No pudo atarse los cordones. Le dio igual.

Durante toda la noche, los vecinos de abajo escucharon el perezoso tamborileo del andador del viejo. Un repiqueteo que se trasladaba de un lado a otro  del piso. Poco a poco, fue amontonando en el balcón recuerdos y fotografías, cachivaches y escrituras, vestigios de una boda antigua y cajas de medicamentos.

Ya habían llegado los bomberos cuando su familia al completo bajó con prisas del coche. Amanecía. Le gritaron desde la calle, le llamaron loco, pero la decisión ya estaba tomada. Las puertas cerradas a cal y canto. Las cuentas pendientes saldadas. Los recuerdos volando entre los altos edificios, testamentos enganchados de las antenas, cumpleaños, viajes y banquetes despachurrados sobre el asfalto. Fotografías convertidas en publicidad puerta a puerta. Un collar de oro en la alcantarilla….

Los hijos lloraban y seguían dando voces, previendo el fatal desenlace. Un  avezado periodista comenzó a escribir la crónica, una pequeña columna en la página de sucesos que serviría como colofón a la vida de un pobre viejo.  Faustino se subió a un pequeño taburete, con medio cuerpo sobre la baranda. Se quitó la rebeca de lana con parsimonia, miró al pequeño cachorro de agua que dormitaba ajeno a la tragedia. Deslumbrado por los focos de la policía, echó una última mirada  a la multitud, buscando a su prole, pero los ojos grises y cuarteados ya no escudriñaban la oscuridad. Guiado por las voces histéricas de las nueras lanzó la chivata con saña, esperanzado en romper alguna cabeza como postrer despedida. Falló y el bastón se partió sobre la acera. Un silencio pesado invadió a la multitud. Alguien aumento el dramatismo de la escena al gritar:

¡Se va a tirar! ¡Se va a tirar!

Las cámaras enfocaron con cuidado, consiguiendo un plano de perfecto encuadre. Entonces, el viejo, en precario equilibrio sobre el taburete, se abrió el pantalón y con la tranquilidad del que riega las macetas en una mañana de invierno, se meó sobre todos los espectadores, con alevosía y chorrito parabólico, como en los buenos tiempos, sacudiéndosela impunemente antes de bajar de nuevo hasta el suelo de la terraza y entrar por fin al piso, no sin antes despedirse del auditorio con un torero corte de mangas.

Después se acomodó en el sillón de orejones, con la foto de su mujer entre los brazos y el cachorro de agua acurrucado entre sus pies… y el arroyo ahora era apacible y cristalino. Los pájaros cantaban en el cañaveral. El sol peinaba a los árboles mientras el niño ataba los cordones de sus botas. Hoy no escucharía las regañinas de su madre…

Por un día, Faustino durmió feliz y tranquilo.

51 Comentarios a “120- Senectud, maldito tesoro. Por Firmín”

  1. Señorita Bennet dice:

    ¡Hola Firmín! Gracias por dejarme un comentario en mi rinconcito y por tus consejos. Aunque,(he aquí yo,con mis justificaciones) yo no soy de las que escribe bien en el primer momento. De hecho, los borradores de mis relatos dan bastante asquete xD. Mis textos empiezan a ser medianamente pasables cuando han sufrido mínimo, seis o siete revisiones. El texto que le regalé a Asesino en la bodega es eso, un regalito con mucho cariño pero poco pulido (lo escribí y directamente lo publiqué) porque mis exámenes no me dan tiempo para nada. Procuraré prestar más atención, sobre todo a lo de los posesivos porque quedan poco literarios. Un besazo, gracias ¡y suerte!

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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