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125- Transitividades. Por Cosme Segundo

E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.

Jn VIII, 8

 

Aquella tarde, ahora difusa como una palabra mal borrada, debí de ser malvado. No me compelió el coraje o la avaricia (capital pecado que, acaso, animó a Judas Iscariote) aunque sí una propiedad matemática: la transitividad; su postulado me justificó por entonces y para siempre. En todo caso, los nefastos personajes vendrían a ser los integrantes de aquel incompetente jurado de tesis. Ellos fueron injustos conmigo, y yo, con la niña; por transitividad, mis evaluadores han sido los perversos primeros y últimos.

Frente a la plaza de un barrio del norte, caí de aquel autobús mordiéndome los labios por el odio. Como el tibio sudor de un boxeador o el blanquecino excremento de un pájaro, encontré el piso con rapidez. Dos intensos años de metódica investigación despreciados; no podía asimilar la derrota.

Busqué reposo en una vieja hamaca oxidada, que chillaba insoportablemente al más mínimo movimiento. En el conjunto, lo que suscitó mi inmediata atención fueron aquellos ojitos verdes que dignificaban una tez morena; sólo después reparé en los pocos diarios que habían sobrevivido a la demanda de la jornada. Semejante inocencia fue una insuperable oportunidad de convertirme en el dealer del juego, de ser yo el amo y señor de un eslabón más débil de la cadena.

Aunque no parecía haber cumplido los seis años, leía en voz alta algunas líneas mientras yo merodeaba alrededor del kiosco de revistas. La voz surgía feliz y despreocupada (lo que, acaso, es de esperar en cualquier niña de su edad). Contra el pecho, apretaba el álbum de figuritas cual muñeca de trapo. Me llevó poco tiempo advertir que, entre todos los ejemplares que se exhibían, ése era su preferido.

Recién entonces reparé en su madre, una gorda mujer quien, mientras se escarbaba la nariz con el dedo índice, fingía entretenerse con la sección de espectáculos del periódico. No adivino cómo hacía para descansar estratégicamente sobre un frágil banquito de caño y, sin necesidad de pararse, alcanzar cualquier publicación que el cliente exigiese. Al igual que el tribunal examinador, fui terminante al expresar mi voluntad: “Deme el álbum de figuritas”, exigí sin saludar y mirando con cierta obsesión el pecho de la chiquita. Al lado, un praliné que jamás probaría se doraba despacio en una sartén gastada por los años y el fuego.

De pronto, un tímido llanto se insinuó en el rostro de la niña. “No está en venta”, se apuró en decir la madre, mientras retiraba la mano de la nariz para extenderla a la pequeña, como ofreciéndole cobijo. Saqué un reluciente billete de cien pesos y repetí mi deseo. “El álbum es viejo, don… además, está casi completo. ¿Por qué mejor no se lleva ese otro?”, trató de convencerme con voz dubitativa desde el crujiente par de caños; yo sabía muy bien que, tarde o temprano, la mujer cedería. Sin dejar de mirar obsesivamente lo que deseaba, saqué del bolsillo de la camisa un segundo billete de igual valor. A pocos metros, contemplando boquiabierto la escena, el vendedor de praliné esparcía antojos de maní y cacao por el aire. La mujer caviló lo que me pareció un largo rato; después tironeó el álbum arrugado y la nena, no sin alguna resistencia y ahogada en sollozos, se resignó a dejarlo ir.

Sentir al tacto el amarillento papel salpicado por las lágrimas, ver a la niña traicionada por su propia madre y atribuir toda esa enorme perversión al jurado fue un completo éxtasis. Mi tesis sobre el lenguaje de los primitivos guaraníes había sido impecable y esos tremendos idiotas la rechazaban por “insuficiente trabajo de campo”. ¡Ineptos! Y como si fuese poco, ensañarse ahora con la desdichada niña. ¿Qué culpa tenía ella? ¿No hubiese sido mejor aprobarme y ya?

Después de una larga y solitaria caminata, que sirvió para reconstruir con minuciosidad la llorosa cara de la chiquilla, por fin, arribé a casa. Aquella noche, del mismo modo que los bienes que adquirimos por compulsión o pura vanidad, el álbum no suscitó mi atención. A la mañana siguiente, todavía ignorando cómo profesionales de tamaño nivel académico podían haber sido capaces de tanta vileza, hojeé el pequeño volumen. El álbum era una suerte de edición didáctica de la Biblia del Niño. El hecho, en apariencia trivial, ensuciaba más aún a los evaluadores de mi tesis; tangencialmente, habían impedido que la niña se acercase al Maestro de Galilea. “Mejor les sería que los echaran al mar con una gran piedra de molino atada al cuello”, recordé con jactancia de erudito. Semejante sentencia embriagó de justicia mi frugal desayuno.

Examiné el álbum con suma delicadeza, como a una mujer cuando se le hace el amor por vez primera. Recorrí cada rincón de sus páginas, sentí el olor a humedad, acaricié la textura de las hojas y las burdas figuritas cuyos bordes despegados delataban el paso del tiempo. Comprobé, además, que faltaba sólo una para acabar de llenarlo. En realidad, el espacio en blanco no requería sticker alguno. Antes bien, era una propuesta librada a la imaginación. Se trataba de completar, de puño y letra, aquello que había escrito Jesús en la tierra cuando el episodio de la mujer adúltera.

La primera idea que ocupó mi mente fue la del nombre (“es lo que suele garabatearse en la tierra o en la arena”, pensé). Después, me dije que eso no ocurriría por entonces, ya que el papel no existía aún y, por lo tanto, la gente podría haber ensayado cualquier tipo de anotación en un soporte natural. Así, me figuré a un poeta labrando su mejor soneto en el añoso tronco de un árbol y a un artista tallando el rostro de su joven amada en la ladera de un cerro. Luego supuse que podría ser el nombre de algún familiar fallecido lo que nuestro Señor hubiese querido moldear en el polvo. “Cristo no luce melancólico en las Escrituras”, concluí de inmediato, y la hipótesis se desvaneció como la lluvia en un estanque. Casi sin darme cuenta, había llegado la hora de partir a mi trabajo. Víctima de un incómodo prurito intelectual, en el populoso autobús seguí esgrimiendo respuestas a la anónima consigna. Lo sé, la empresa era un tanto ambiciosa y ridícula: un hombre jamás podría llegar a entender la realidad a través de las categorías divinas. Además, el acertijo era bastante improductivo; de haber sido relevante el mensaje, Cristo lo hubiera sabido disfrazar en una vívida parábola.

Buscando alguna solución al enigma, las horas se evaporaban a prisa. No pensaba sólo en el contenido del mensaje, sino que también trataba de imaginar la grafía, el sabio manejo de la puntuación, la persona gramatical empleada y otras circunstancias retóricas. Durante la vigilia, el frustrante ejercicio (una inédita especie de Zahir) inundaba mis recurrentes cavilaciones, y las semanas que restaban del invierno se diluyeron rápido en tal ensimismamiento.

Cuando pasaba caminando por aquella plaza, me esforzaba en esquivar aquel kiosco de revistas. No quería toparme con la niña y su obesa madre, un pulpo fofo atornillado a un débil banquito. Las investigaciones que mi tesis aún requería para ser aprobada, ya no me preocupaban demasiado. Si no atinaba el contenido de una frase, por más divina que fuese, no sería digno de ser llamado “doctor” en materia alguna.

A lo largo de los días, insisto, no me distraían las mujeres, el ajedrez o la política, ni siquiera la pesca deportiva, que por ese tiempo practicaba con denuedo. Tan sólo me dejaba vivir para poder completar un absurdo casillero en blanco. Acaso el diseñador de aquel álbum –pensé– había dado con la adivinanza más difícil de resolver. Paz. Cierta egoísta paz hallaba en saber que yo era apenas uno más de los muchos quienes ignoraban la respuesta. Figurarme a los prudentes escribas y a los sucesivos Papas quienes, a lo largo de la historia, tampoco habían entrevisto el contenido de la sentencia, era para mí un embriagador consuelo.

“Quizás de eso se trate la visión beatífica”, especulé íntimamente al despertar una fría mañana de lluvia, casi un año después de hacerme con el álbum. Para un asiduo lector como yo, la sola idea de contemplar a Dios mediante sus anotaciones era maravillosa. Esas conjeturas me arrimaron una pizca de serenidad, que pronto evanesció.

En la ecuación de mi vida, aquella plaza, la dulce niña con mirada de kryptonita y su monstruosa mamá pulpo eran términos que evadía adrede. Ya no sólo huía de los alrededores de aquel espacio público, sino del barrio entero. Era otra forma de transitividad el principio que operaba detrás de aquel rechazo: ver la plaza y a la niña era ver al implacable jurado y el aplazo a mi malograda tesis doctoral.

En medio de inútiles conjeturas y ociosas tardes de té con leche y budín inglés, los años fueron deteniéndose en fotografías. Aprendí de memoria las imágenes y las citas bíblicas que ilustraban cada página. Podía esbozarlo sin ningún error, pero la ansiada respuesta que anhelaba no brotaba de ningún lado. Aprendí a orar y pasé horas largas esperando por un indicio. A veces, soñaba con una cruz de madera o un enorme pórtico, mas la idea de un dibujo trazado en tierra no me llegaba a seducir. Hay quienes afirman que Pilatos desperdició sus últimos días conjeturando qué es la Verdad; del mismo modo, yo parecía destinado a marchitarme en busca de otra noción no menos trascendente.

Cierto día, impulsado por el remordimiento y una humillante resignación, decidí volver a la eludida plaza. Ahora lucía descolorida, los muchos vientos y los torrenciales aguaceros la habían erosionado como a mi propio rostro. El kiosco de diarios y revistas estaba atendido por una joven mujer de ojos esmeraldinos, quien aguardaba en un frágil banquito de caño. Al instante Supe quién era. No hizo falta que estirara el brazo para ofrecerle el álbum, lo arrebató de mi mano y en un destello se lo llevó a la nariz para olerlo. Sin abrirlo siquiera, lo guardó de inmediato en su negra mochila de cuero y me hizo un rudo ademán para que me fuese. En el arenero, exactamente donde antes se erguía el puesto de venta de praliné, una jovencita escribía el nombre de un muchacho.

De repente, el cielo se desmoronó en relámpagos. Sin ánimo de volver a mi tediosa rutina, emprendí el camino de regreso a casa. Sobre mi mesa de noche aguardaba intacta, presa de un vacío amedrentador, la hoja cuya consigna jamás he sido digno de completar.

6 Comentarios a “125- Transitividades. Por Cosme Segundo”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    No tengo más r3medio que parafrasear a un compañero de comentarios: ¿tendrá un lector diferente para cada significado? Excesivamente obsesivo. Suerte.

  2. Lotte Goodwin dice:

    Me ha gustado mucho, tanto el tema de la transitividad como el de la adivinación, si bien no tienen mucha relación y el título solo se refiere al primero. Aunque, desde luego, esa actitud tan humana contrasta con lo que seguramente escribió Jesús en la arena. Quizás por eso es un misterio indescrifrable.
    Enhorabuena y suerte.

  3. Bonsái dice:

    Cosme Segundo:

    Un relato bien escrito.
    ¿Tendrá un significado diferente para cada lector?
    Final más que abierto.

    Un abrazo.

  4. sacha dice:

    Me pasó con el relato lo que al protagonista con el cuaderno. Me apresuro por tanto a devolvérselo a su autor.
    Muy bien escrito.
    Suerte.

  5. Lovecraft dice:

    Muy interesante y muy original la trama de este relato. Sea cual sea el simbolismo de aquel comportamiento de Jesús ante los fariseos y la mujer adúltera, el protagonista convierte en una obsesión vital el misterio de su descifrado. Yo no sé que fue lo que Jesús escribió, ni se si el protagonista llego a averiguarlo o inventó su propia respuesta. Que cada lector extraiga su propia interpretación. Muy bien escrito.

    Mis mejores deseos para el certamen

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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