147- La escritora. Por Luz
- 27 octubre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, escribir, escritora, relatos
- 5 Comentarios
La luz pálida de una bombilla desiluminaba la sala. Renqueante, sobrevivía, pendiendo de un hilo del húmedo techo. Los hielos del güisqui temblaban temerosos, en silencio, en el vaso. Se oía el casi imperceptible chasquido del papel de un cigarro consumiéndose. El resto de la sala parecía inerte. Un reloj parado proclamaba la pérdida de tiempo y parecía anunciar el fin. Una pluma sudaba tinta sobre la hoja de un papel, ahora manchada. Las gotas lentamente consumían el tiempo que el reloj no marcaba.
El blanco de los folios molestaba a la vista y a la mente. Ella seguía allí. Extasiada ante la página en blanco, ante la mente en blanco, ante el alma oscura. Sentada en su silla de anea. Las manos temblorosas ante la ausencia de ideas y el exceso de alcohol. Sus labios carnosos, palpitando chupaban un cigarro casi consumido. Parecía que la pólvora del papel dinamitaba el tiempo a cada calada que daba. El reloj seguía parado y las gotas de tinta se arremolinaban en un pequeño charco.
Por la pequeña ventana de la habitación, la noche penetraba como si fuese la muerte, el tiempo parado o la oscuridad de la mente, esa materia impalpable que nos aterra. Y ella seguía allí, impasible ante la mesa. Sentada en su silla, fumando y bebiendo. Aún no recordaba cuando se le había olvidado pensar. Se dijo a sí misma que la inspiración había sido todo un invento de escritores frustrados que aún la esperaban debajo de sus tumbas. Su mente estaba en blanco y le dolía el vacío de las ideas. Le corroía como la noche corroe al tiempo, como la tinta al papel.
Suspiró sin pensar. Bebió lentamente de su vaso y luego lo dejó de nuevo en la mesa con ese ademán entre fatigado y doloroso. Los párpados le pesaban y la cabeza se le embotaba. Sintió por un momento que el fluir de la tinta se llevaba con él sus últimas ideas para volcarlas como destino final en ese sucio charco que ahora ahondaba en los folios y los destrozaba.
El transcurrir del tiempo en aquella habitación estancada, con un fragmento de noche suspenso en la atmósfera, como esas nubes negras que anuncian la llegada del fin. Sus ideas flotaban también por la habitación, incapaces de instalarse en su cabeza. Carmen miró sus manos temblorosas y las apretó una contra la otra, reteniendo un trozo de tiempo entre sus dedos y manchándolo de tinta. Los segundos se habían arremolinado y ahora jugaban con la noche a un juego macabro de oscuridad infinita.
Y de pronto lo vio… supo lo que quería escribir y temió que el tiempo, que se había quedado estancado, fuese incapaz de volver a su lento transcurrir. Cogió su pluma aún sudorosa de tinta y la colocó contra el papel. Las palabras fueron apareciendo igual que aparecen las flores en primavera o la nieve en invierno. Ligeras y naturales. Parecía que brotaban de un nacimiento cristalino. Carmen se negó a creer que era la inspiración, simplemente era la necesidad de un cuerpo ajado por el tiempo estancado, por la tinta esparcida y por retazos húmedos de oscuridad. El blanco papel que irradiaba brillo fue convirtiéndose en una masa de palabras teñidas de azul oscuro, de tiempo goteante, de caligrafía temblorosa y ansiosa.
Maraña de versos en prosa incontrolados, de tiempo en marcha, de relojes parados, de tinta goteante, de oscuridad iluminada. Las líneas se sucedían una a otra deteniendo el tiempo en cada punto. Los párrafos no existían para aquel descontrol de ideas, para aquella mente desbocada, que cabalgaba a ciegas en la oscuridad de la noche. Enzarzar palabras era mucho más fácil de lo que ella había imaginado. La bombilla tintineó nerviosa en el techo pero ella ya no era consciente de lo exterior. Algo mucho más fuerte, una luz mucho más potente, se estaba produciendo en su interior.
El reloj se descolgó de la pared y cayó al suelo con un fuerte estrépito. Parecía que quería recuperar todos aquellos segundos que no había marcado. Las cortinas se movieron temblorosas ante la oscuridad de la noche. Carmen permanecía inmóvil.
Su boca exhalaba aire palpitante, oscuro, tembloroso, que vibraba entre sus labios antes de salir y que temía encontrarse con el frío de la noche. Sus manos temblaban ante la maraña de tinta, el folio repleto, los recuerdos latentes… Los ojos empañados de palabras goteantes, de escenas olvidadas, de miedo a perderlas seguían atentos las líneas que se iban formando, reteniendo en la retina los detalles más insignificantes. El dorso de la mano lleno de tinta se movía ansioso por la página, sin poder disimular su frenesí, su ansia de contar, de recordar y olvidar.
Dio la vuelta al folio y continuó escribiendo con fruición, con ansia, con brío, como quien lo hace por última vez y no tiene miedo a equivocarse. Segura de lo que escribía, segura de una prosa incomprensible, que sólo los recovecos más recónditos de su mente eran capaces de descifrar. Llevaba ya más de la mitad del segundo folio cuando las manos empezaron a temblar, asustadas otra vez, entumecidas por los recuerdos inenarrables. Las lágrimas brotaban cada vez con más fuerza de sus ojos, casi violentas se mezclaban con las gotas de tinta, creando aquel caos de ideas y pensamientos disueltos.
Cuando puso el último punto a la última palabra, respiró hondo, relajada, ajena a su exterior, solo notaba un calor vibrante que se había instalado en su cuerpo. El corazón recuperó su ritmo lento y pausado, sus ojos brillaron en la penumbra iluminada. Los labios le temblaron ansiosos de güisqui, sedientos de nada. Porque eso era lo que quedaba en su interior, ese calor reconfortante que provoca la nada. Había podido de una vez por todas deshacerse de aquel secreto que le había corroído toda su vida. Aquel secreto que parecía inenarrable. Y, de repente, en aquella habitación húmeda y oscura, en aquel caos de ideas, en aquella piel suave, en aquella sensación de culpa, en aquel güisqui que tambaleaba ebrio en su mano, allí, en aquel momento se dio cuenta. Tanto tiempo escondiendo aquel secreto, queriéndolo contar para ahora darse cuenta de que era lo único que había tenido. Ahora sentía ese efímero sentimiento de vacío. Ese sentimiento que precede a la muerte, ese vértigo del saber que ya no hay nada más, ese calor reconfortante… Su cuerpo cayó inerte sobre el suelo, el vaso de güisqui golpeó fuertemente el mármol y se partió en mil pedazos. Los diminutos cubitos de hielo acabaron de deshacerse. La pluma continuó goteando tinta sobre el papel. Las cortinas se movieron por unos instantes y dejaron entrever la penumbra de la noche.
En una de las estanterías un viejo retrato de un hombre joven, de bigote recortado y ojos profundos, observaba la escena en silencio, como quien guarda un secreto.
Algunas historias, así se ha comentado, parecen escenas de películas. Esta es un cuadro de tonos ocres, de ángulos oscuros, de marco viejo dorado. Suerte.
Suerte
Suerte.
No sabe uno lo que es peor: si verse ignorado por las musas o sufrir un arrebato mortífero debido a un exceso de inspiración. Eterno dilema para los que os dedicáis a esto de la escritura.
Luz: mucha suerte y mucha luz para lo que resta de certamen
Hola, Luz.
Pobre Carmen, no tuvo tiempo de corregir el relato de su secreto.
Otra narración que, bien trabajada, me parece que quizá podría dar mucho más de sí.
Suerte, un saludo.