148- La casa desfalleciente de los resignados. Por Maremagno florido
- 27 octubre, 2012 -
- Relatos -
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Eran dos chispas chorreadas en una inmovilidad que lo trasluce todo, que prefigura todo lo irremediable, como ese mal paso que invariablemente nos equivoca de esquina, e inminentemente cruza el peligro de presa por nuestras narices heladas. El tajo en la cara, el empellón, el infierno asignado para el salado de esta comedia incendiada en las calles.
Las chispas viran, la una pertenece a una persona del sexo débil, quien, parada e indecisa, equivoca el pie, suelta el corazón, desglosa un cuerpo como ante la daga el toro tembloroso y domingo, el perro a la izquierda desmereciendo huestes y palos, un sucederse de imágenes calcinando la parsimonia chasqueante de todos los fuegos del mundo. Los otros ojos regresan a una fijeza sepulcral, verdadera. La chispa débil avanza, con el todo que su pequeña estatura la dignifica; igual, avanza, se entrega a la verdad inminente. Las palabras, hacia las citas anteriores, desde hace un escupitajo que venían sobrando. Pero esta vez, realmente sobran. Una oleada vecina bombardea la ventana herméticamente aferrada al suceso de la habitación, tercer piso, lado izquierdo, gemelo, en donde la oscuridad es más pesada que el portazo del primero. Como todas esas veces, la puerta no se cierra, poniendo la coda, el aldabón herrado al asunto de alas o rojos, de ases, sino que otra corriente más oscura desde el fondo oscuro y bermellón del pasillo la contrarresta, la tira, sin aflojar. La puerta rebota, el golpe seco, el rencor de contrapeso, la colocan con una luz de espacio entre el vano y la calle donde a esa temprana hora de la noche unos cuantos despojos humanos respiran de regreso, desde esa amargura emanada, únicamente un fogón dormido, una tregua de corazón de plomo derretido, un soldado que en su impetuosa inquietud, y como en el cuento de Handersen, se derrite, se opaca a las cenizas de la bailarinita, ésa, la de la cajita de silencio, en que converger, entre blondas fucsias y todas las lentejuelas maricas. Qué más da. Ante los resplandores ocultos e inminentes del fijo sabedor y temerario de mentes, la víctima por fin cede, a por donde vino. “¡Lárgate!” Tiembla un poco antes de girar el pomo de la puerta interior, duda si avanzar de un salto, desde el tercer piso, ahogada, con la congoja desgarrada, bandera en llamas, trasto desaguado con la oquedad más sucia, domingo, película, recostarse sobre un brazo de sofá, o una migraña giratoria. Pero recobra el talante, la palidez recompone su saliva, desciende los escalones; primero despacio, recobrando un calentamiento hacia las piltrafas que le aguardan desposo compasivo, encina desramada afuera. Al fin aprieta el descenso, usa zapatos de tacones altos, jeans, la garra con la que pasó la temporada más acostumbrada de su vida, junto a su Cordero de Dios, que le quitó el pecado del capítulo mudo, una muchachita muy paciente; él, intolerable, ella paciente, otra vez. Aprieta los pasos, las chispas negras de sus ojos, ya vueltas hacia sí, han encontrado el reguero púrpura, vomitados desde esa noche inhóspita y sus vagidos, que bajo el accionar del interruptor ella ha apagado, “buena chica, linda gente”; pero un golpe ciego de cuerpo le devolvió un poco la rabia. Durante esta décima de segundo tira la puerta; es decir, afloja lo que estaba predestinado para que así quede, estático, fusiforme, como un convencido tenor de brumas. A lo largo de la calle sin asfaltar, sin barro, un río seco proveniente del pasado, ella ceja, recupera el maremagno de su náusea despechada, pasa el gran corazón, el recorrido por su garganta, esófago, tórax abajo, recupera el sitial siniestro de la glándula, ahora mordaz, curada por la gran hecatombe. La noche que no acaba. Puede pasar saliva. Eso ya es un adelanto. Al vadear la esquina meada por los perros, se palpa los brazos, revisa su billetera a ver si se la habían regresado unos delincuentes que fumaban mierda del otro lado de la acera. Está ahí, la foto, el trébol de cuatro, el cachito de rizo. Todo. Alza la mano, encuadrada ahora en la próxima vía del designio. Recupera la lengua a una cavidad aguada, pegada. Su boca. Su reseca suerte de esa oscura y malora. Es capaz, todavía, de proferir algún monosílabo, pero no lo resiste, un lagrimón le revienta la mejilla que no deja de palpitarle. Hay luna semillena, ni cuarto menguante, ni diente de lobo, ni ploma chalina. Hay luna semillena, y hasta ha podido decir un montón de disparates, la confusión de su designio, el disparo entrevisto de un estiércol de diamantes salados, sobre su carita descompuesta. El sucio de las lágrimas más dulces derritiendo la carne. Palidece en una danza inconclusa, almita que de Dios no te salvas. Alza la mano de niña, despide un viaje que no ha acabado de arruinarla. Despliega el paraguas. “Hoy no lloverá, muchacha”. Lo cierra al topar casi la nariz con un espacio de rombo del alambrado donde una pareja se ha eclipsado entre una toma de manos tendiente a film cascado, que congela su piragua, su lagrimón decrépito, durante este río seco. La noche no pliega su corvina mano en la frente designada. Verde. Decide seguir por las calles. Cae en la cuenta de que falta mucho para recorrer todas esas calles donde acostumbraba. Sí, con él. Un basurero desportillado pendiente de un fierro donde se ha posado un gallinazo, a esta hora de la noche más ploma. La esquina, esa pesadez amarga trae un lunar brillante, un charco muy sucio, por donde pasará la misma mujer rodando un carrito para bebés, pero lleno de tamales para atardecidos. Pedirá una envoltura, la desliará calmadamente, como hasta hoy lo ha desacostumbrado. Los pedazos de comistrajo le calmarán una granizada interior, que esta vez, y nunca más, le roerá las mejillas. Las yertas mejillas de niña rostro de colores aprendiendo a madurar bajo la luna. Impúdica luna que anocheces las almas vejadas por el desamor y la tregua ausente. “Pero puede que empiece a llover, muchachita”. Ella no voltea, todavía siente esa calidez desmemoriada protegiéndola del brazo, es conducida al cadalso inmemorial de los recuerdos aplastantes. Es casi nada, es pedazos de papel, es souvenirs, es tréboles de cinco, es tolerancia, “muchacha”, es tregua que el pie siniestro no equivoca al helar la esquina contrariada. El resquemor agriando la malora inevitable, el designio de los dominios siniestros enardeciendo el ala rota, informe, las improntas en carabela, avanzando… amainando. La puerta se ha quedado sin un centímetro de luz, entre el vaivén ajustado que no prueba los portazos como dueños de las casas. Siempre dentro de una casa en ruinas, me enseñó mi abuela, la del largo y serio rostro, donde queda un culpable, quien no dio tregua, esparce el vaivén de una luz vomitada y amarilla, y hace más llevadero el camino a casa, la casa desfalleciente de los resignados, “ése mismo camino, muchacha”, por donde pasaste con él, protegida, ¿Recuerdas? Ese mismo plato desvencijado y argento del dolor, un disco royendo tu almita pura, ¡luna desgraciada! Él, luego de todo, te protegía de ciertos desgraciados, también; se aprovechaba de lo bien que pudieras guardarlo en la billetera, a él, junto a sus hojas de la fortuna, junto a sus tréboles que siempre lo sacaron del desquicio de la miseria. “Te decía, la miseria, naranjas, sed, cinco, cuatro… la miserere” Como temblando, desde la inhóspita cara de la duda, te decía al oído desquiciado por el soporífero domingo donde tú viajabas conducida en un aliento de amor por él, y él fumaba, algo que cardinalmente se reconoce como cargar la cadena pesada de las horas y trasnoches que reconocen mentirse con desglosadas alucinaciones; mientras, inevitablemente, amanece. La luna semillena tiene un ojo avizor, un dolor argento, una garra que separar de la corriente acunada aquí tarde de canchita y películas, de actores uncidos hasta el camino de la degradación, hasta el último cadáver fraguado por el cáncer. El vigía y dueño de las azoteas destartaladas. Sólo él, aparrado a ti, muchachita buena, los sigue, ahora a los dos, juntos en esa eternal música sólida, vitrificada, que es quedarse en seco, sin palabras. Dar el portazo final y el descenso amargo, de los que se arruinan, porque creer arruinar al otro, o viceversa, a ojo de guardaespaldas, a despojo de traicionero culero, es el lugar común donde el vigía malévolo ceja, entremueve a dos tiempos, y para disimular su fisgonería, a dos enamorados del dolor, a una parvada de pavos color del agua negra por donde tú avanzas. El sacudón, la arremetida del brazo, te hace venir el pie, y, riendo, tu cordero te señala: “Mira, una bandada de pavos en el cielo”. Tú le crees, él ha fumado, pero tú sonríes arraigada a sus hombros caídos. Creída. Cierta. Alunizada. Un paseo por la ciudad universitaria denegando que los troncos de los fresnos pueden estar añejos de musgo otra vez. Tú le crees, el Cordero, restaña a reojo que el vigía avizor de su polvo enamorado, aún puede sortear el vaivén de la puerta de su reino de trastos. Tú aduermes la repetición de la toma. Ahora crees que son aves maravillosas, y no tristes pavos pesados aleteando la fantasmagoría del gris en lo alto que acaba. Porque él te lo ha dicho entre humos. Y tú lo has flotado, princesa. Estás sentada en el vano de la puerta a casa. Princesa sentada, redonda y resignada sobre la piedra plana de las mentiras redondas. Tú reino sobre el que recostar es entonces. Es, entonces. Crees no tener más fuerzas para tocar tu puerta con la cabeza gacha, no dar la cara al infierno de la compasión ajena, más crudelísima ahora, la de tu familia. Por suerte ladra el perro. Abren. Un olor a casa-fatalidad secunda la corona de adviento del umbral marfil. Has llegado del mal sueño. A casa. Los pavos en tu jardín entierran el moco.
Vaya, vaya. Y yo creía que mi cabeza desvariaba por la ingesta excesiva de alcohol de las celebraciones de estos días, pero a todo hay quien gane. Le pido al autor que al menos pase la marca de la ginebra. Suerte.
Suerte.
Como ejercicio creativo reconozco todo el mérito que tiene tu trabajo, pero para mí al menos resulta tan abstruso que no he entendido el mensaje. Lo siento.
Suerte
Pues sí, maremagno florido.
Reconozco que alguna obra cumbre de la literatura mundial me ha parecido lo mismo. Pero no tenía el seudónimo a mano. Será que no alcanzo.
Suerte, de todos modos.