161- Violetas. Por Merisi
- 29 octubre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, amigas, relatos
- 8 Comentarios
La primera nota llegó en un papel amarillo, sin firma. El sobre que la guardaba era del mismo color y en él podía leerse: «Para Mary González». No desvelaba siquiera un indicio del autor, el texto estaba escrito en computadora, había aparecido en el buzón, según dijo Kate. El mensaje resultó tan bien recibido por Mary que, relató después —y su mejor amiga la llamó boba por decirlo—, ahí halló lo más lindo y divertido que hasta entonces le habían dedicado, descubrió palabras que antes no imaginaba; no se cansaba de repetir: «Amo la armonía de su borborigmo…», la frase inicial, aun cuando tuvo que recurrir al diccionario para entenderla.
—Al principio —contó Mary— pensé que todo se debía a un error, tú sabes: mi nombre es muy común, pero desde que leí a quién venía dirigido anhelé que no hubiera equivocación, Kate, animada por un deseo inexplicable; creo que tengo derecho a pensarlo y a sentir esto que ya había olvidado. Aunque, imagínate, a estas alturas venir a encontrarme un admirador secreto, a mis cuarenta y nueve, es ridículo: con mis dos hijos viviendo ya fuera de casa, con William pidiendo que lo hagan abuelo; ni en México, cuando era jovencita, me sucedían estas cosas. Ay, Kate, si el mensaje es para mí, parece una muy mala broma.
La siguiente carta llegó de la misma forma. Al igual que la anterior, iba acompañada de algunos heliotropos violetas. Hablaba de la risa de Mary, de sus ojos, del consuelo que su mirada prodigaba a quienes debían volverse mudos.
—Esta situación es muy parecida a la trama de la novela que me regalaste hace unas semanas, Kate. ¿Recuerdas lo del asesinato de la mujer que recibe llamadas anónimas? Yo no quiero terminar igual. Estoy asustada. Ahora no hay duda, sí son para mí los mensajes. Sin mi apellido de soltera cabía la posibilidad de que otra Mary González fuera la destinataria; tal vez una más joven, sin estas arrugas que me hacen sentir una muñeca de cera que se derrite, mira mis canas, conoces mis achaques, pero, no hay opción: las cartas están destinadas a mí, lee el sobre: «Para Mary Amaya de González». ¿Qué se supone que debo hacer, llamar a la policía?
—¿Por qué te preocupa tanto? Los mensajes no son ni ofensivos ni amenazantes, dicen que alguien te ansía en serio —justificó Kate.
—Me preocupa mucho. Aquí, en Nueva York, hay locos que se atreven a todo —Mary juntó sus manos y las acercó a su barbilla; el café que tenía frente a ella estaba ya helado.
—La única locura que yo veo es que quien escribe los mensajes te desea y no sabe decírtelo de otra manera. ¿En verdad te parece tan inquietante ser querida por alguien sin nombre, Mary?
—Es probable que tengas razón, aunque, ahora que lo pienso creo que puede ser William quien está detrás de todo esto.
—¿William? —Kate apoyó su taza sobre la mesa e inclinó su cuerpo regordete hacia Mary—. Pero si entre él y tú…
—Por eso mismo. Sé que no va a atreverse a pedirme perdón y, quizás, de este modo, intente que nuestro matrimonio vuelva a ser como antes, cuando vivíamos en el DF.
—Olvídalo. Tu esposo ya no es nada tuyo más que en apariencias. ¿Cuántos años han pasado sin que tú y él…?
—Más de 17, casi desde que nació Rose, pero no olvides que dormimos en la misma cama. Piénsalo, Kate. Nadie conoce mi gusto por los heliotropos morados. Tiene que ser él. En México, cuando todavía se sentía a gusto llamándose Guillermo y no exigía que lo nombraran William, era querendón y tenía la costumbre de regalarme flores cada semana. En ese tiempo estaba de moda una canción de no recuerdo qué cantante. Cuenta algo acerca de una mujer que recibe ramitos de violetas y notitas anónimas. Ella no sabe quién las envía y cree que es un admirador secreto, se emociona y vuelve a sentirse enamorada de alguien que no conoce. Calla, intenta disimular ante su marido y éste finge que no se da cuenta; finge, nada más, porque en realidad está al tanto de los envíos: los hace él mismo. Sonaba mucho cuando vinimos a Estados Unidos. La canción se llama «Ramito de violetas». ¿La has escuchado?
—No la recuerdo. En ese tiempo yo no hablaba español. Además, como historia para una canción está bien; no creo que sea tu caso. William difícilmente podría pensar en algo igual a ese «Vals para Luna inquieta» que me leíste ayer… Mary, nada me alegraría más que así fuera para verte contenta, lo sabes muy bien —Kate cogió una mano de su amiga.
—No entiendo si deseo que sea él quien envía los mensajes porque todavía lo quiero o porque tengo miedo de que alguien más lo haga; puede ser un trastornado, uno muy poético, ¿no crees?
—Sus frases son cursis, les falta mucho para ser poesía.
—No son cursis, Kate, son mensajes hermosos y ocurrentes. ¿Acaso no te gustan? Tú me has dicho que cuando ibas a la universidad escribías poemas, pero nunca has querido enseñármelos. ¿No será que te da un poco de envidia?
—Porque me gusta la poesía te lo digo: todo aquello es de una cursilería insufrible y vale muy poco —respondió Kate, irritada—. Y, tienes razón, tal vez sea envidia lo que siento, ¿quién podría idear mensajitos para mí? ¿A quién podría escribírselos yo?
—Kate, tranquilízate, estaba bromeando, no te enfades —interrumpió Mary; puso la palma de su diestra sobre una rodilla de su amiga y sonrió.
—No me enfado, pero tú sabes que soy muy insegura. Y sí me gustaría que fuera William quien te manda las notas, si eso te hiciera feliz… —se levantó.
—Sí, William no comprende nada de poesía… Alguien que sí sepa podría ayudarle, ¿no lo crees, Kate? Acaso tú —cuando terminó su frase a Mary se le escapó un suspiro. Al ver que la otra mujer la miraba conteniendo una mueca que, asumió, sería de incredulidad, se sintió tonta y se echó hacia atrás en el asiento.
—En absoluto, no me atrevería a escribir esas cosas. ¿Te gustan en verdad? —preguntó Kate y miró por encima de sus gafas a su amiga, mientras servía más café.
—Me encantan y me conquistan, diga lo que diga la señora poetisa.
—Si tanto te gustan, ¿de qué tienes miedo? No te comprendo.
—Ni yo me entiendo, querida. Quizá no sea temor sino odio a la cobardía de mi admirador secreto; no tolero a la gente cobarde, Kate; tal vez eso sea lo que más detesto de William, que nunca quiera enfrentar nuestra situación.
*
Las notas siguieron llegando al buzón de los González durante dos meses, cada tercer día. Casi una veintena de sobres habían hecho que Mary cambiara su actitud fría hacia William por una condescendencia que él no ignoró y correspondió con algunos ramos de flores. Dos décadas de maridaje y los últimos cinco años de cubrir apariencias habían acostumbrado a la pareja a sobrellevar una relación sin sexo y sin cariño. El hastío que suele colarse entre la convivencia diaria había sido apresurado por varios amancebamientos mal disimulados de William. El colmo se dio cuando Mary lo encontró en la tintorería teniendo sexo con Mr. Yamir, el dueño de entonces, hacía más de seis años. Algunos vecinos de los González decían que así fue como William pudo hacerse de su negocio. La idea no parecía descabellada. Se dijo que se trató de un legado por lealtad, ya que el hindú carecía de descendencia a quien heredarlo y William siempre había sido el más fiel y comprometido trabajador; Mary no dudaba de que en realidad esa supuesta herencia hubiera sido un pago por servicios amatorios. Eso ocasionó que el poco amor que creía guardar por su esposo casi se extinguiera. De ahí las frialdades. Sin embargo, al empezar la aparición de las cartas Mary cambió el rechazo a su marido por una tibia complacencia. Intentaba así resarcir los años de hostilidad que tanto habían afectado a los chicos y el deseo de mejorar su relación aumentaba su ansiedad por confirmar la identidad de quien la cortejaba de forma anónima.
Decidió espiar a su esposo. Supuso que él depositaba los sobres en el buzón de su departamento, ubicado en la planta baja del edificio, por las mañanas, cuando se dirigía a su negocio. Quiso averiguarlo, no obstante, al contárselo a Kate, ésta se ofreció a ayudarle. «Yo me encargaré de hacerlo», resolvió, decidida.
Kate vivía en el piso de arriba y siempre recogía la correspondencia no sólo de su apartado sino también del de Mary y su familia. Contaba con llaves de ambos buzones. Era una de las tantas atenciones que tenía con los González. Más de diez años de amistad con Mary la habían convertido en un personaje imprescindible para esa familia de inmigrantes. Su circunstancia de solterona y solitaria la había vuelto una incondicional, casi la hermana que Mary perdió al cruzar la frontera desde México. Había aprendido español de modo perfecto; eso permitió estrechar la relación entre ambas mujeres. Kate había conocido de manera cercana el deterioro del matrimonio de Mary y se había refugiado una y otra vez en la mirada consoladora de su amiga cuando iba a contarle lo sola que se sentía; le hablaba de cómo se alargaban las noches, los días, sin hombres, sin hijos.
*
—Kate, te lo dije: es William —Mary gritó una tarde, a través del teléfono—. Me invitó a cenar la próxima semana, en el aniversario de la tintorería. Seguramente ahí va a decirme que es él, va a confesarme lo de las cartas; casi lo descubro por su mirada, los ojos siempre nos delatan, querida.
Su amiga no compartió la exaltación, aunque por no ser aguafiestas escuchó en silencio la letanía de sospechas que alimentaban la alegría de Mary: los ramos de flores, el cuidado de William por su imagen, las sonrisas y los cálidos saludos por las mañanas, la hacían suponer que todavía podría quedar algo de lo que sintió por el padre de sus hijos y que ella creía acabado del todo.
*
El llanto al otro lado del teléfono era algo que Kate ya se esperaba. Al día siguiente del aniversario Mary le llamó para pedirle que fuera a verla; apenas podía hablar.
—Me había dicho que primero celebraría con sus trabajadores y que después vendría por mí para ir a cenar; no lo hizo, ¿sabes? Su juerga se extendió hasta bien entrada la madrugada. Llegó muy alegre; se desnudó en la sala; me miró, me besó, me quitó el vestido, parecía un adolescente ganoso, lo que a su edad es una ridiculez. Lo había traído a casa uno de sus ayudantes, Álvaro, el peruano. Los vi desde la ventana. A mí ese hombre siempre me pareció afeminado, sabes cuánto odio le he tomado a esos degenerados homosexuales desde lo de Yamir, ¡malditos sean! Estoy segura de que William y él se encamaron, Kate. Will olía a cigarro vainillado, como los que fuma el tal Álvaro, y no sólo su ropa olía así, su piel también tenía ese aroma, mezcla de vainilla, tabaco y saliva…
Kate abrazó a Mary y trató de serenarla resbalando su mano izquierda por el cabello lacio de su amiga.
—Tuvo sexo con un hombre y después lo tuvo conmigo para disimular y apaciguar mi enojo por la hora de su llegada, ¿puedes creerlo? ¿Para eso me escribía las cartas? ¡Dime! ¿O es que fui yo la estúpida que se inventó una mentira y él nunca tuvo nada que ver? Entonces, ¿quién intenta burlarse de mí, ¡quién!? —sollozó Mary, hundiendo el rostro en el vientre de la otra mujer.
Kate, desencajada, pasó una mano por la barbilla de su amiga, le acarició la frente, le tocó los labios; iba a inclinarse, a ofrecer su consuelo en un beso; se contuvo cuando Mary buscó sus ojos; prefirió desviar la mirada.
Desde el primer momento en que lo leí, este relato me pareció excelente. ¿Qué es lo que me gusta en él? Simple: 1)la elegancia de la escritura y 2) que el final sólo sugiere quién es eladmirador, pero no lo afirma. Un gran trabajo, Merisi, saludos cordiales y mucha suerte en el certamen.
Hola Merisi,
Me lo he leído y me quedaría con tu manera de escribir tan perfecta. Lo otro ya te lo han dicho, pero es fácilmente corregible. Es más importante saber escribir; si se tiene eso, se pueden hacer otras cosas. Por cierto, yo también he tenido que echar mano del diccionario: Borborigmo, heliotropo…, ¡uff!
Felicidades Merisi
Rulfo: la observación de Lovecraft y la tuya son muy acertadas y las agradezco; qué bien que la lectura de los relatos en el certamen pueda enseñarnos que hay variedad de recursos y que estas nos permiten mejorar las historias aquí contadas. Gracias a ambos por tomarse el tiempo para leer mi relato. También les deseo mucha suerte. Saludos.
Gracias por tomarte el tiempo para la lectura de este relato, Hóskar-Wild; saludos.
Está bien escrito y el final…, pues bastante escondido…, hasta media docena de párrafos antes del final. Lo que ocurre, en eso coincido con Lovecraft, es que es una historia de muy pocos personajes. Simplemente si hubieras incluido alguno más, aunque sea de portero de la finca, probablemente no se hubiera tenido como previsible ese desenlace. Pero está bien, y, como digo al principio, cuando se escribe bien se lee muy fácil. Esa es una ventaja.
Suerte Merisi
¿Quién la escribía versos? Dime quién era…. Preciosa canción, inolvidable. Se diga lo que se diga, creo que todos (o casi) esperamos en alguna ocasión que nos lleguen cartas anónimas llenas de palabras hermosas, en vez de SMS huérfanos de vocales. Delicada manera de tratar amores imposibles. Suerte
Cecilia, gracias por tomarte el tiempo de leer y por el comentario, lo valoro mucho. Saludos. ¡Suerte también!
Buen giro en la última frase, aunque con un círculo tan limitado de personajes y esa obsesión de Mary por convencernos de que el amante misterioso era su marido, era bastante evidente que quien escribió las cartas fue Kate. Imagino que le dolería muchísimo escuchar de boca de Mary aquella alusión a los «degenerados homosexuales». Correctamente escrito.
Suerte con olor a violetas, de parte de Cecilia