173- Blanca Peña. Por El conde Sorelestat
- 30 octubre, 2012 -
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… a Blanca,
mi exsuegra favorita.
Blanca guardó su ropa interior en la maleta, en donde estaban las pocas cosas que llevaría. Hoy empezaba una nueva vida, desde este momento solo le importaba el aquí y el ahora. Disfrutaría del instante, sin importar lo demás. Había vivido en función de su esposo, sus hijas y nietos por cuarenta años, era el momento de pensar en ella. Miró el reloj, faltaban dos horas para que viniera a recogerla. Ese joven negro, musculoso y cariñoso, que con sus caricias la había hecho sentir una mujer deseable. Doblaba en edad a su amante de ébano, pero no tenía nada que envidiarle a Amparo Grisales. Blanca era bella, baja, delgada, las curvas redondeadas de su cuerpo no demostraban los sesenta años que pesaban sobre sus hombros, su rostro no era marcado por las arrugas, así que podía pasar por una mujer de cuarenta años, a excepción del bastón que la acompañaba debido a sus viejas rodillas y unas hebras de cabello blanco que en vez de afearla la hacían sexy y sensual.
Observó a su marido en la cama, en donde ella había dormido casi toda su vida, un lugar en el cual jamás había gritado, como lo había hecho hace tres meses, cuando el hombre que esperaba la hizo suya. Deseaba que su consorte jamás despertara, que la dosis de norvil que le había proporcionado fuera la correcta. Desde que le habían extirpado el hígado a Miguel, el padre de sus cinco hijas, no había vuelto a ser el mismo y la estaba enloqueciendo. Era el último acto de amor que hacía por Miguel Rodríguez.
Terminó de maquillarse el rostro, no lo necesitaba, por esa belleza natural que poseía, esa belleza que había embrutecido a Miguel, el día que se vieron por primera vez en la iglesia donde tres años después se casarían. Tenía quince años y él dieciocho. Él acaba de salir del ejército y se disponía a trabajar en la hacienda de sus padres, la más grande de la región. Ese joven humilde, alto y acuerpado, con la mirada clara e inocente le hizo la corte. Se veían los domingos, el día de mercado del pueblo. Ella ayudaba a su madre a vender los productos sacados de las quince vacas que poseía su padre. Así que entre aguardiente, gallina y pólvora, el día de san Pedro, él le robó un beso. Aceptó casarse, porque su embarazo era notorio, y hasta ahí llegaron sus sueños de graduarse del colegio. Dos años después de que naciera Juliana su hija mayor y un año posterior al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, dispararon a la familia de Miguel por ser conservadores. Al final la violencia los había alcanzado, los hizo dejar sus destrozadas tierras que la guerra les quitó. Así con la ropa en una caja que olía a panela, con su hija alzada y con las manos entrelazadas, Blanca y Miguel llegaron a la capital.
En cambio todo había sido tan distinto con Andrés, aquel morenazo nacido en las húmedas tierras del Choco, se le había insinuado de la forma más descarada, que a ella le gustó. Pensó en alejarlo al decirle su edad, pero esto afianzó la confianza de Andrés y esa misma noche le hizo el amor. Fue como si hubiera perdido su virginidad en ese instante, gritó, tembló al sentir su primer orgasmo. Él se había dedicado a ella, la amó, como nunca lo había imaginado. La forma como la poseía no se parecía a la de Miguel, que era torpe y egoísta, con unos besos secos y unas caricias tontas que en vez de excitarla, la dejaban insatisfecha. Nunca aprendió que el sexo era una expresión más del amor, su madre le había dicho “lo que hay en medio de tus piernas es para tener niños y amarrar a tu hombre”. A Miguel no le bastó con la mujer que Dios le había puesto en su vida. Mientras tenía que soportarlo, borracho sobre su cuerpo y sin el derecho a decir “hoy no, me duele la cabeza”, él era delicado y detallista con las amantes que tuvo, hasta era más cariñoso con las prostitutas que visitaba ocasionalmente, cosa que nunca fue con Blanca.
Por eso esa noche en que se entregó a Andrés, se sintió rara, cuando él acarició sus pechos y la besó en su parte más húmeda del cuerpo, llevada por la lujuria, acabó haciendo cosas que consideraba solo para las mujeres de la calle. Al día siguiente se fue en silencio, avergonzada, no entendía quien era esa mujer que había compartido el lecho con ese hombre con el cual había pasado la mejor noche de su vida. Tardaría un mes para que aceptara volver a salir con él, porque ese día en que se conocieron no sabía que había pasado, que extraña fuerza la había poseído, era la primera vez que había actuado conducida por su instinto, sin importar las consecuencia de sus actos. Se acercó al cuerpo de su esposo y lo besó en la frente, todavía respiraba, pudo notar que sus latidos se extinguían con el avance del tiempo. —Que estés bien, querido— dijo y se dirigió al baño. Se contempló al espejo y dejó escapar una hermosa sonrisa. Admiró las arrugas de sus manos, las cuales habían sacado adelante a cinco hijas, diez nietos y tres biznietas. Había hecho de padre y madre a la vez, su marido extraviado en la memoria de una riqueza que le habían robado, se sumergió en el billar, el alcohol y las mujeres. Convirtiéndose en un hombre, burdo, brutal y violento. Calmando su insatisfacción por la vida, en el cuerpo sumiso y frágil de Blanca, que por amor a sus hijas había soportado la bestialidad de un hombre que tenía el alma muerta.
Trabajó, vendió, pidió, suplicó, lloró, todo lo que pudiera hacer para que a su familia nunca le faltara un techo, una comida. Hasta una vez había dejado que un carnicero gordo y manchado de sangre, acariciara con estupidez su cuerpo. Un día en que su marido perdió todo su salario en un casino, donde a había ido con su amigos.
—Por qué no conocí a Andrés antes, tal vez mi historia hubiera sido diferente, solo quiere complacerme, me hace sentir joven, jamás pide y me agrada. Por Dios, tengo miedo, cuando se aburra de mi cuerpo viejo y cansado, y se marche. No importa, al fin podré morir después de haber sido amada, aunque sea solo por unos meses. —Pensó mientras se alisaba su vestido y cogía su maleta.
Dos veces intentó escapar de la tiranía de su esposo, pero el destino la golpeó a su vez, y la obligó a soportar la vida que ella misma había escogido, cuando dejó que Miguel le arrebatara su virginidad entre unas matas de café. La primera vez ocurrió cuando Ángela, la segunda de de sus hijas murió, en uno de los absurdos atentados de Pablo escobar, cuando éste estaba en guerra contra Colombia. Siendo incapaz de soportar su dolor de madre y la indiferencia de Miguel, tomó sus cuatro vestidos, a sus hijas y se fue de casa. En esa época la sociedad gobernada por los hombres, se lo impidió, un tipo viejo y güevon, le dijo: “No arriendo a mujeres solas, porque después me llenan la casa de hombres”, a si que sin poder arrendar una simple pieza para ella y sus criaturas, regresó con la cabeza agachada a su casa, su marido ni siquiera se dio por enterado, llevaba tres días bebiendo, celebrando que al fin se había ganado un chance. Dos días después el premio ya no existía, el dinero lo tenían doña Inés la dueña de la tienda de la esquina y Erika una prostituta, que lo había llamado papacito hasta que el último billete pasó a su sostén. La segunda vez que lo intentó fue cuando conoció a Enrique, el gerente de la oficina en la cual trabajaba como recepcionista. Fue un amor platónico, llevaban saliendo por dos meses y Blanca había decidido que para estar con él debía dejar a Miguel. Dos días antes de su fuga, resbaló por las escaleras. Y en el hospital donde le dieron los primeros auxilios le informaron que estaba embarazada, le dijo al médico que era imposible, que estaba planificando y que tenía cuarenta y dos años para volver a ser madre. Pero la llegada de Helena cambio su vida y la última de sus hijas, la ayudó a soportar por dos décadas más la presencia del hombre que ahora se moría en la cama.
Dudó por un instante cuando escuchó el claxon del taxi, Andrés había llegado por ella. Tenía temor, creía no ser merecedora de tanta felicidad. Una parte de ella deseaba que no hubiera venido, que la hubiera dejado en este lugar, en el que estuvo toda su vida, en el cual se sentía segura, tranquila. El latir de su corazón, la sacó de su trance y le hizo recordar que Andrés la hacía sentir viva. No sabía que pasaría mañana, como tomaría su familia la muerte de Miguel, que dirían sus hijas que se fuera con otro hombre y si tendría que vérselas con la justicia; sus miedos y sus dudas, las mando al carajo. Apretó con fuerza la maleta, cerró la puerta y como si fuera una adolescente que se fuga con su novio, corrió hacia él, dejó que la rodeara con los brazos y lo besó en la calle, en público, enfrente de todas sus amigas, las viejas chismosas del barrio, para que tuvieran de que hablar, para que se dieran cuenta que Blanca Peña era capaz de devorar a un hombre más joven que ella. Cerró la puerta del taxi y Miguel exhalaba su última bocanada de aire, antes de morir.
Cambiar un consorte poco dotado de virtudes por otro hombre más dotado, incluso de virtudes… No es la primera madurita que encuentra el amor verdadero en el color (de los ojos, claro) de un hombre y en el tamaño de su, de su, de su corazón. Suerte
¡Qué bueno un compatriota por estos lares! Reflejas la triste realidad de muchas mujeres, esta al menos encontró escapatoria.
¡Felicidades y suerte!
Espero que Blanca, tu exsuegra favorita, no dejase de ser tu suegra por un mecanismo similar al de tu relato. Bromas aparte, se lee con facilidad esta historia de una frustrada «cougar» (creo que es así como se les llama ahora) que finiquita de forma bastante traumática una relación de años con un consorte dotados de pocas virtudes. Creo que al relato le ocurre lo que otros comentaristas ya han mencionado respecto a algún otro cuento presentado al certamen: es pretendidamente maniqueo, imagino que con la intención de estimular la sensibilidad del lector y ponerlo así de parte de la protagonista.
Creo que le falta un poco de revisión, en particular con el uso de las comas y puntos. Me permito sugerirte otra redacción para esta frase:
«En esa época, la sociedad gobernada por los hombres se lo impidió. Un tipo viejo y güevon, le dijo: “No arriendo a mujeres solas, porque después me llenan la casa de hombres”, así que, sin poder arrendar una simple pieza para ella y sus criaturas, regresó con la cabeza agachada a su casa. Su marido ni siquiera se dio por enterado. Llevaba tres días bebiendo, celebrando que al fin se había ganado un chance.»
Suerte para el Conde Soreselat