176- Odio a todo el mundo. Por Dave R’dingan
- 30 octubre, 2012 -
- Relatos -
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Reprimía sus ansias de matar a base de comida. Siempre había tenido mal carácter, y sentía un odio acérrimo hacia la sociedad en general, y hacia cuantos le rodeaban en particular.Ya en la adolescencia mostraba esas tendencias homicidas, pero en contra de lo que se pudiera pensar en un hombre con su aspecto, poseía una increíble fuerza de voluntad. Sabía que matar no estaba bien, y que además un crimen le supondría una completa ruina para el resto de su vida, así que jamás se había manchado las manos de sangre. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza intentarlo. Cuando le entraban ganas de matar a alguien, cosa que ocurría bastante a menudo, corría a la nevera, o a una tienda, o a un bar, y se daba un atracón. Sólo así lograba calmarse. No era de extrañar que estuviese tan gordo. Comía a todas horas. Cada vez que alguien le dirigía la palabra, cada vez que tenía que contestar una llamada de teléfono, cada vez que alguien de su familia acudía a casa a visitarle. Incluso cuando veía la televisión. Odiaba tanto a esos malditos tertulianos de sobremesa que era capaz de almorzar tres o cuatro veces seguidas. Obesidad mórbida, le decían los especialistas, pero él sabía que tan sólo eran odio e ira acumulados durante décadas.
Aquel día fue a la consulta del médico. Nada especial, una visita rutinaria. Llegó tarde, como siempre. Cada día tardaba más en desplazar su enorme cuerpo, por lo que ya no era capaz de calcular el tiempo que necesitaba para alcanzar su destino.
―Pase, señor Bonilla. El doctor le está esperando ―le dijo la enfermera al abrirle la puerta.
―Siento el retraso.
―No se preocupe.
La enfermera cogió sus cosas y se marchó. Hacía rato que había acabado su jornada, según parecía. El señor Bonilla entró en la habitación donde se pasaba consulta. La visión del médico le produjo un hambre atroz. Tan joven, tan bajito y menudo, con ese aspecto casi infantil, a pesar de la cuidada barba que lucía. El señor Bonilla envidiaba la belleza de aquel hombre. Le envidiaba, y por eso mismo le odiaba a muerte. Tampoco terminaba de acostumbrarse a aquel doctor. Era hijo de su médico de toda la vida, ahora jubilado, y no hacía más de seis meses que se había hecho cargo de la clínica del padre. Este nuevo médico tendría su misma edad, unos treinta años, y medía poco más de metro sesenta. A diferencia del padre, que exhibía una prominente barriga, el hijo era bastante delgado, cosa que le irritaba aún más. Y no parecía que fuese a seguir los mismos pasos que el padre en lo referente a la alopecia. Odiaba a ese hombre desde el primer día en que lo vio. Se podría decir que era cinco o seis veces más pequeño que él, sin miedo a exagerar, y un millón de veces más atractivo, sin duda alguna.
―¿Cómo se encuentra, señor Bonilla? ―le preguntó, con una sonrisa que se notaba fingida.
―Como siempre ―respondió el paciente, intentando no parecer malhumorado.
―Bueno, señor Bonilla, ya conoce el proceso. Desvístase y empecemos con las mediciones.
El paciente se quitó la chaqueta, colgándola en una percha que había en una esquina. Las manchas de sudor de las axilas eran tan grandes que casi llegaban hasta la cintura. Un fuerte olor inundó la habitación. El médico no intentó disimular su desagrado. Mientras el señor Bonilla se desabotonaba la camisa, cogió un bote de ambientador y pulverizó por toda la sala una suave fragancia a limón. El señor Bonilla, ya en calzoncillos, le dirigió una severa mirada reprobatoria.
―No me gusta que haga eso, doctor.
―Lo siento ―se disculpó el médico―, no pretendía ofenderle. Pero debe reconocer que el olor es fuerte. Mis más sinceras disculpas.
―Ha sido ofensivo.
―Ya le he dicho que lo siento. ¿Podemos empezar? Le tomaré la tensión.
―Estará alta, por el disgusto que acaba de darme.
El médico no le escuchó. Puso mala cara al hacer la medición. Anotó los resultados en la ficha, y cogió la cinta métrica. Le indicó al paciente que subiese a la báscula. Al ver la cifra marcada, repitió el gesto de antes.
―La cosa no mejora, señor Bonilla. Su tensión sigue alta, y ha vuelto a coger peso. Debe usted concienciarse. Si no quiere someterse a cirugía, debe al menos intentar seguir una dieta.
―No como por gusto, sólo cuando el hambre me impide hacer vida normal.
―Ya hemos hablado de eso muchas veces. Sé que me miente en cuanto a la comida, las cifras no engañan. Mírese ―le obligó a observar su flácido cuerpo ante un espejo―. ¿De verdad quiere seguir así el resto de su vida? No, ¿verdad? Sobre todo porque de seguir así, el resto de su vida va a ser un muy breve lapso de tiempo. Su corazón no aguantará si sigue engordando. Mire sus pechos ―alzó uno con la mano, dejándolo caer―, mire sus brazos, sus muslos, por no hablar de su vientre.
Con cada palabra, el doctor apretaba fuertemente una parte de su cuerpo. Nunca antes le había ocurrido. Con el anterior médico, todo era cordialidad. Tocaba sus carnes, sí, pero con delicadeza. Era uno de los pocos a los que no odiaba. Pero este medicucho estaba propasándose. Cierto era que desde su primera consulta había ganado casi veinte kilos, pero eso no le daba derecho a tratarle de ese modo. También era verdad que siendo el último paciente de la semana había tenido que esperarle casi una hora, pero eso seguía sin justificar ese comportamiento. Y el colmo fue cuando le cogió la barriga con ambas manos y la sacudió hacia arriba y hacia abajo, acompañando el movimiento con un muy desafortunado comentario.
―Sea sincero ―le dijo sosteniendo en alto su enorme tripa―, ¿cuánto hace que no se ve el pene, señor Bonilla?
No le contestó. Agarró la cabeza del médico con las dos manos y la apretó contra sus inmensos senos. Sintió la textura áspera de la barba del médico en su piel y disfrutó de la sensación. El médico intentó soltarse, pero no pudo. La diferencia de tamaño entre los dos hombres jugaba en su contra. Los golpes que el médico asestaba en su fútil intento de liberarse no causaron a Bonilla el más mínimo dolor. Y por primera vez en muchos años, no tenía hambre. Ni pizca. Mantuvo la cabeza del hombrecillo contra su pecho durante al menos diez minutos, hasta que estuvo seguro de que ya no se movía. Notar el cuerpo del médico tan inerte como sus propias carnes le provocó la mayor satisfacción de su amargada vida. Soltó la cabeza, y el cuerpo se desplomó. Estaba muerto, no había duda. Entonces tuvo una erección. No recordaba cuánto tiempo hacía desde la última. Se bajó el calzoncillo y se miró en el espejo. Su miembro se le antojó diminuto en comparación con la barriga. Un corpúsculo entre sus piernas. La excitación no tardó en desaparecer.
―¿Para eso quería que me viese el pene, para que me deprimiese aún más? ―pensó en voz alta.
Fue hacia la mesa del médico y guardó su expediente en el archivador. Se vistió tranquilamente. La humedad de la camisa le dio un poco de asco, aun sabiendo que se trataba de su propio sudor, así que cogió el ambientador y se embadurnó de arriba abajo. Se colocó la chaqueta, y salió de la consulta como si nada.
Ya en la calle, dudó hacia dónde ir. Tras meditarlo unos minutos, comprendió que el acto de barbarie que acababa de cometer era la solución, lo que siempre quiso hacer y nunca se atrevió. Entonces decidió visitar a sus padres. Tardó casi una hora en llegar. La madre le recibió en ropa de casa. Estaba cocinando. Olía bien. Bonilla comenzó a salivar.
―Arturo, hijo, qué alegría, ¿cómo no avisaste de que venías?
―Hola, madre.
―Estaba cocinando para el fin de semana. ¿Quieres tomar algo?
―No, gracias. ¿Está padre en casa?
―No, salió a un recado. Vendrá a media tarde, supongo.
Arturo Bonilla se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla.
―¿Te importa lavarme la camisa, madre? He sudado mucho y huele mal.
―Claro que no, hijo, ahora mismo. Dámela.
El hijo se quitó la prenda, y cuando se la ofreció a su madre, agarró la cabeza de la mujer, igual que había hecho con el médico, y la apretó contra su cuerpo hasta que logró asfixiarla. Esta vez fue más rápido. Arrastró el cadáver hasta el que había sido su dormitorio mientras vivía con ellos, y allí, sentado sobre la cama, esperó pacientemente la llegada de su padre.
El hombre no tardó en llegar.
―Querida ―dijo al entrar―, ¿dónde te metes? Me parece que se te está quemando algo en el horno.
El padre era mucho más corpulento que sus anteriores víctimas, así que no se arriesgó con un ataque cuerpo a cuerpo. Le atizó en la cabeza con todas sus fuerzas usando un candelabro, atacándole por la espalda. La sangre comenzó a formar un charco, que a punto estuvo de pisar. Robó algo de dinero y las pocas joyas que poseía la madre y salió de allí.
En la calle la gente le miraba mal. Ya estaba acostumbrado, pero esta vez además iba sin camisa, y la chaqueta no tenía la anchura necesaria para poder abrochársela, por lo que no sólo su tamaño llamaba la atención. Algunos cuchichearon al cruzarse con él.
Regresó a su piso. Estaba exhausto, pero a pesar de no haber probado bocado desde la mañana, no echaba en falta la comida. Se desnudó y se tumbó en el sofá, que crujió bajo su peso. Francamente olía mal. Palpó con desagrado todo su cuerpo, pensando en su futuro.
―Sólo hay una salida―dijo en voz alta.
Rebuscó en la cocina y agarró un cuchillo de trinchar carne. Salió al descansillo y llamó a la puerta de enfrente, ocultando el cuchillo tras su cuerpo.
―Arturo, ¿qué narices haces en bolas? ―preguntó el vecino, abriendo los ojos como platos.
―Tengo un problema y necesito ayuda, ¿puedo pasar?
El vecino le hizo un gesto para que entrase. Se asomó al pasillo, por si alguien había visto la escena. No le apetecía que nadie murmurara cosas raras. Al fin y al cabo, se trataba de un obeso maloliente entrando desnudo en su casa. Eso no podía traer ningún comentario bueno. Pero parecía que no había nadie más. Los dos hombres nunca habían tenido demasiado trato, a pesar de llevar siendo vecinos varios meses, pero ante la extraña situación, no supo negarle la entrada. Quizás ese gordo tan raro que vivía enfrente estuviese de verdad en un apuro.
―¿Y bien? ―preguntó una vez dentro, algo avergonzado, sin saber si debía mirarle o no.
Arturo no medió palabra. Le clavó el cuchillo una y otra vez. Al vecino no le dio tiempo ni a gritar, se desplomó formando un gran charco de sangre. Arturo buscó un bolígrafo y papel. Escribió una nota que dejó en la nevera, sujeta por un imán en el que había un dibujo de una sartén con patatas y chorizo.
―Muy propio ―murmuró, haciendo referencia al imán.
La nota no tenía mucho sentido, se notaba que era un pensamiento improvisado.
«Odio a todo el mundo. A este desgraciado también, aunque él no tenía culpa de nada. Los otros sí, desde luego, pero es que en mi bañera no quepo, y una vez le oí decir que tenía una enorme.
Ya no tengo hambre.
Fdo., Arturo Bonilla Cuenca».
Llenó la enorme bañera del vecino con agua hirviendo. Era una de esas de hidromasaje en las que caben varias personas. Se metió dentro, haciendo rebosar una gran cantidad de agua, y se cortó las venas.
Llevaba todo el día en ayunas, y las muertes habían saciado completamente su hambre, pero calculó que tendría que matar a varios cientos de personas si quería recuperar su peso ideal.
Y le pudo la pereza.
Tu narración atrapa aunque ¡como deja el cuerpo! por lo menos a mí. Es un mérito crear esa convulsión en el lector. A pesar del estado en que me has dejado me voy sin olvidarme de premiar un buen realto. Suerte
zorte
Ahora, por fin, comprendo el porqué de estos michelines que se han colgado alrededor de mi cintura. Sé que han venido para quedarse, para estrangularme, para reprimir las ansias que tengo de… Bueno, voy a ver si desayuno algo que ya van siendo horas. ¿el relato? complejo en su sencillez, con un retrogusto a sangre fresca que permanece en el paladar. Otra copa, por favor, Suerte.
«Reprimía sus ansias de matar a base de comida». De manual: frase perfecta para acaparar la atención del lector desde el arranque del relato. A riesgo de contradecir a los médicos, lo que padece el protagonista es más bien «odiosidad» mórbida. La descripción del asesinato del médico es espeluznante. No me avergüenza reconocerlo en público, pero la frase con la que más me he identificado es cuando dice aquello de: «¿Para eso quería que me viese el pene, para que me deprimiese aún más?». Extraña forma de adelgazar eligió el gordo de Arturo, con una «dieta» más peligrosa para sus semejantes que para él mismo. La frase de cierre, redonda
No te daré lecciones de ortografía y gramática porque veo que podrías dármelas tú a mí sin mayor dificultad.
Mucha suerte (y poca hambre)
¡Muchas gracias a todos!
Tenía un día malo cuando lo escribí, jeje, pero en realidad yo soy muy amable, sociable y optimista, que no os engañe el relato.
Dies Irae, me gusta pronunciarlo más o menos así:
/deiv árdinguen/
¡y espero que al final te decantes por «magnífico»!
Un saludo
🙂
¡Qué masacre! Es como las películas esas en las que muere hasta el apuntador. Tan duro como descriptivo.
¡Suerte!
Ups, Dave R’dingan (¿cómo se pronunciará eso?)
Su relato sí es políticamente incorrecto. Y tremendo. No hay peros, aunque no sé si me parece magnífico o un horror, o ambas cosas. Supongo que de eso se trata.
Suerte en el certamen.
-Odio a mis padres, a mi mujer, le odio austed, odio a…
-¿Y a mí qué me cuenta?
-¿No es usted el médico del odio?
-Del oido, señor, del, oido.
Viejo chiste que casa con tu relato. En fin, confío en que los obesos/as del mundo no se inspiren en esa solución.
Me ha entretenido tu relato con final inesperado por la holgazanería del protagonista. Suerte