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186- Ustiones ejemplares. Por Sesostris III

            El censor leyó deprisa las últimas páginas del libro. Sus ojos pasaban fugaces sobre las líneas como si fuesen los potentes focos de la policía buscando a un fugitivo en la oscuridad. De repente, casi sin darse cuenta, su mirada se precipitó hacia el abismo blanco de la página. Había acabado de leer la novela. Decepcionado, cerró el libro con violencia.

            Nada. No había encontrado nada. Nada de nada. Ni una sola frase que pudiera incitar a la revolución socialista, ni una velada mención anticlerical, ni un escondido llamamiento a la disidencia, ni una sola clave oculta que propugnase el magnicidio, ni siquiera la más sucinta inmoralidad carnal. Nada con lo que justificar la censura del texto. Sin embargo, la novela era espantosa. Era zafia, pueril, rastrera, sencillamente inenarrable. La lectura le había provocado un punzante dolor de estómago, como si mientras leía, un berbiquí empapado en ácido clorhídrico le hubiera ido perforando las vísceras.

            Se removió un poco en su poltrona. Sus carnes suculentas apenas le permitían sino ligerísimos movimientos una vez se había acomodado. ¿Qué hacer con aquella novela? El censor se consideraba un hombre justo. Ni el más celoso de sus colegas hubiera podido argüir algo acerca del libro. El problema era que infringía otras leyes distintas a las del Estado. Aquel horroroso infolio atentaba contra la inteligencia, contra cualquier código artístico imaginable y, simplemente, contra el buen gusto. Y es que además de por un hombre justo el censor se tenía a sí mismo por un lector de gran sensibilidad. De hecho, en más de una ocasión se había deleitado con la lectura de obras que luego había prohibido, obras subversivas o incluso explícitamente inmorales, pero de evidente valor artístico. En aquellos casos le había dolido casi de forma física redactar los áridos informes que justificaban la prohibición del libro y hasta la apertura de un proceso judicial contra el autor. Qué se iba a hacer, al fin y al cabo el trabajo era el trabajo, y como se decía el censor dura lex, sed lex. Pero esto era peor. Dura lex, sí, pero la lex no preveía qué hacer con los libros tan mal escritos. Él también había tenido alguna vez tentaciones de escribir, sí, pero tras ponderar con objetividad sus aptitudes se había abstenido de engendrar bodrio alguno. El censor pensó que si todo el mundo hubiera hecho lo mismo no tendría ahora aquel insufrible dolor de estómago.

            Dos tímidos golpes en la puerta interrumpieron sus reflexiones.

            —¿Señor?

            —Pasa, hombre, pasa.

            Se abrió la puerta y bajo el marco apareció un individuo vestido completamente de negro como si se hubiera caído dentro del tintero, escuálido de malcomer y cegato por la insuficiente luz de la oficina. Al censor a veces se le olvidaba la existencia de su secretario de tan insignificante que éste era. La imagen era tan previsible que ni siquiera levantó la cabeza para mirarle.

            —Que si empiezo ya con lo del archivo.

            —Hombre, pues tu verás. Con lo que hay que hacer ahí si quieres acabar algún día mejor será que empieces.

            —Sí señor.

            La figura de negro seguía bajo el marco de la puerta, como si necesitara más órdenes para empezar a trabajar. El censor levantó ligeramente la mirada. El secretario se puso más rígido aún de lo que normalmente estaba. Al censor le pareció que cada día le costaba más ver la figura oscura del secretario, como si éste estuviera cada vez más delgado. O quizá fuese el mismo censor el que estuviera perdiendo visión.

            —Y ya te lo digo. Hoy no te vas hasta que no esté todo en orden.

            —Sí señor.

            —Pues hala, hala, desfilando.

            El secretario masculló un tercer sí, señor y se esfumó.

            El censor le siguió despacio, dando cada paso sin ganas, dejando caer todo su peso cada vez que apoyaba una pierna. El secretario ya había desaparecido dentro del diminuto cuartucho del archivo. El censor metió la cabeza en el cuartucho y apenas pudo ver la oscura silueta de su subordinado. Parecía una araña larguirucha a la que de repente le hubiera dado por ordenar aquel caos de legajos y cartapacios.

            —Y que todo quede en orden —añadió el censor.

            Le pareció escuchar un débil sí, señor desde debajo de una montaña de papeles.

            El censor volvió a su despacho. Encendió un cigarro y pensó qué hacer. Mientras meditaba, antes de que la cerilla se apagase, comenzó a arrancar las páginas del libro y las fue quemando una a una. El dolor de estómago fue remitiendo.

            Cuando hubo terminado con aquella ustión tan terapéutica acomodó de nuevo sus carnes en la poltrona. Bueno, ya se sentía mejor. Aquella novela nunca existiría para la comunidad lectora. Y no se había censurado, ya que legalmente no era posible hacerlo. Había sido ejemplar en el cumplimiento de su función. Porque su deber era velar porque los libros estuvieran dentro de la legalidad, desde luego, pero como lector cualificado que era también tenía la obligación moral de evitar que la mala literatura se propagase, sobre todo si era tan mala como aquella novela que por otra parte tan bien había ardido.

            El censor volvió a acomodar su copioso cuerpo en la poltrona. El bienestar que proporciona el deber cumplido es inigualable, pensó. Cruzó las manos sobre el regazo. Cerró los ojos e intentó distraerse. Le gustaba relajarse entre lectura y lectura, dejar la mente en blanco antes de juzgar el siguiente libro. Se recreó en aquella felicidad cándida hasta quedarse dormido. Durante el sueño, sin embargo, se empezó a encontrar como si fuera uno más de aquellos inverosímiles personajes de la novela, enfangado en aquella prosa pantanosa.

            Un estruendo le despertó. Seguramente al secretario se la había caído algo en el archivo. ¡Pardiez, qué hombre más torpe! El sueño le había dejado el regusto plomizo de la mala lectura en el paladar. Sobre el despacho aún flotaba pesadamente el olor a chamusquina como un recuerdo pegajoso y desagradable.

            El censor abrió el libro de registro y buscó al autor del infame infolio. Leyó un nombre que le sonó como otro cualquiera. Se recostó en la silla y repitió mentalmente el nombre. Era un nombre vulgar, anodino, insípido, como no podía ser de otra forma. El caso era que le sonaba. Pero no adivinaba de qué. El censor se agitó pensando que a aquel individuo pudiera darle por perseverar en su empeño de escritor, pudiera quizá escribir otra novela como aquella, pudiera incluso estar escribiéndola en aquel mismo momento.

            Un nuevo estruendo se escuchó en el archivo. ¡A saber qué habría tirado ahora aquel majadero del secretario! El censor regresó violentamente a sus cavilaciones. ¡Pues sí! ¡Su secretario! ¡Aquel nombre vulgar era el del sujeto invisible con el que compartía oficina! Así que aquel imbécil era el mismo que había perpetrado el mayor tostón que el censor había leído en su vida.

            El censor sacó de un mueble una botella de orujo casero. Pensó que le vendría bien para el ardor. Echó un buen trago. Luego fue empapando con paciencia cada hoja del libro de registro.

            Exhaló un largo suspiro como si estuviera muy cansado y con el libro debajo del brazo se dirigió hacia el archivo. Efectivamente, el secretario había tirado un par de cajas y un caos de papeles invadía el cuartucho. El censor encendió una cerilla y la acercó al libro de registro, que se inflamó de inmediato. Luego lo arrojó al interior del cuartucho.

El secretario apenas tuvo tiempo de girarse antes de que se cerrara la puerta. El censor dio dos vueltas a la llave y se alejó unos pasos. Pensó en cuánto tardaría en arder el archivo, con millares de papeles, carpetas y anaqueles de madera. Por fin, comenzó a oír unos gritos. Eran súplicas, sollozos. El censor sonrió. Eran frases de la misma laya que aquellas que jalonaban la horrible novela. Supo entonces que había hecho lo correcto. Sintió cómo la úlcera se le cerraba sin dejar siquiera una cicatriz. Encendió un cigarro. Luego fue a llamar a los bomberos.

9 Comentarios a “186- Ustiones ejemplares. Por Sesostris III”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    Algo me dice que si se hicieran oposiciones al puesto de Censor aparecerían muchos candidatos que llevan pegados en la piel ese papel, aunque no lo sepan. Mucha suerte.

  2. Lovecraft dice:

    Otro relato estupendo. Muy recomendable su lectura. Excelente descripción de personajes y argumento muy original, contado con su punto de humor y misterio a partes iguales. Me encantan los finales infelices, pero los de este tipo: sagaces y mordaces a partes iguales.

    Muy buena aportación, Sesostris III (Sesostris I y II debieron enseñarte muy bien).

  3. El asesino de Morfeo dice:

    El argumento me ha enganchado, si señor, me ha llevado a otro final del esperado y he de decirte que mucho mejor del que yo, impaciente, le había dado. Por poner un pero te diría que, en la primera parte, encuentro un poco reiterativa la descripción del secretario…pero quizás sea porque yo quería saber lo que iba a pasar y ya tenía claro el perfil de los protagonistas.
    No me hagas mucho caso; soy un lector impaciente. Tu historia me ha enganchado…y ese final (muy, muy bueno) me ha dado en los morros por mi impertinencia.
    Mucha suerte

  4. Peregrina dice:

    A veces lo importanto no es qué ocurre sino como se cuenta, y desde mi punto de vista lo has narrado de manera formidable. Me ha gustado mucho.

    Suerte

  5. caos dice:

    Como dijo Coll, si lex es lex, entonce café con lex. Y después de esta tontería te diré que me ha gustado tu relato y que, en mi opinión, está redactado con oficio. Suerte

  6. Dies Irae dice:

    Buenas tardes, Sesostris III.

    Me ha gustado mucho tu censor, tan coherente consigo mismo. Bien narrado, bien llevado hasta su desenlace. Muy bien. Enhorabuena.

    Un saludo y suerte en el concurso.

  7. Majica dice:

    Me ha impresionado. ¡Cuidadín, que viene el censor!. Un relato muy logrado. ¡Suerte!

  8. Aljibe dice:

    ¿Se trata de una indirecta para que no se nos ocurra enviar un mal relato al certamen??????… En vista de cómo las gasta, prometo repasar el mío hasta que quede a gusto y modo del señor censor. Palabrita del niño Jesús.

    Suerte!

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