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202- Eclipse. Por Akuario

El hombre que tengo frente a mí subió al tren un minuto antes de la partida. A paso inseguro avanzó por el estrecho pasillo en busca del sitio que indicaba el pasaje que en una de sus manos estrujaba. Al hallarlo no pudo contener un suspiro reconfortante y sonrió, con infantil disimulo, como si temiera que pudiera reprenderlo por su alarmante tardanza. Sin perder tiempo, lo mejor que pudo, acomodó sus maletas en el portaequipajes encima de nuestras cabezas. Con aire de cansancio se dejó caer en el mullido asiento de cuero rojo para no más ponernos en marcha quedar dormido.

Ahora, dos horas después, despierta.

— ¿Dónde estamos?

— Próximo a la estación de Macuriges.

— ¿Está segura?

— Sin duda alguna –afirmo, pero mis palabras no le resultan fiables. Una sombra de duda nubla su frente. Inquisidor acerca el rostro a la ventanilla, hasta casi rozar con la punta de la nariz el cristal polvoriento, y examina el exterior.

— Pero, ¿por qué nos hemos detenido?

—   No sé.

— Bueno, ahí se acerca un empleado, quizás pueda informarnos.

El hombre nos dice lacónico: «Una rotura en la máquina» «¿Algo serio?», indaga él. «Bueno, si lo es o no, nada puedo asegurar. Por lo pronto ya trabajan en la avería. Tal vez no demore más de diez o quince minutos, ¡vaya usted a saber!». Y a toda prisa se aleja dejando a sus espaldas una estela de comentarios alarmantes.

— A lo mejor no es un asunto grave –digo optimista.

— Ojalá.

Envuelto en la tenue luz que ilumina el vagón su rostro adquiere un semblante de visible preocupación.

Es un hombre de cuarenta años, tal vez frisa los cincuenta, pero aún de apariencia suculenta. Una barba incipiente, descuidada, da al rostro un aspecto bohemio. Sus ojos, como dos botones negrísimos, refulgen bajo una sombra espesa de largas pestañas que contrastan con las cejas menos pobladas. Una chaqueta de cuero ciñen su torso para delinear una figura que evoca esas raras estatuillas de delicadeza primitiva expuestas en museos, ante las cuales, a duras penas, se puede evitar la tentación de tomarlas y echar a correr a casa, para en la soledad de nuestra habitación entregarnos a ella en una irrefrenable oleada de ternura, solo posible en el éxtasis supremo del deseo.

— ¿Va usted lejos? –pregunta de repente cuando me atrevía a curiosear entre sus piernas.

— ¿Yo…? Hasta la última estación.

— ¡Uf! Todavía queda lejos.

— Sí, tengo por delante un largo viaje.

— Yo bajo en la próxima parada.

—  Entonces, pronto estará en casa.

— Quisiera creerle –asiente y mira su reloj–. Pero llevamos cerca de veinte minutos detenidos en este desolado rincón y… nada de ponernos en marcha nuevamente.

— Bueno…, ¡con estos trenes nunca se sabe!

— Si, nunca se sabe –repite dubitativo, al tiempo que, mira entorno nuestro y comenta-: Nos dejaron solos en el coche.

— Así parece.

— ¿A dónde irían todos?

— Allí están –digo golpeando en el cristal de la ventanilla.

— Pero, ¿qué hacen fuera?

— ¡Caramba! – me pongo de pie y, tomándole del brazo, lo conmino a seguirme.

— ¡Hey, muchacha!…–protesta a mis espaldas, pero se deja llevar sin mayor resistencia por el estrecho pasillo que apenas iluminan un par de bombillas.

Al final del coche asomo la cabeza por una de las puertas abiertas y miro hacia lo alto. Afanosa deslizo los ojos por el cielo. «Por aquí no, ¡aquí no!», y voy al otro extremo.

— ¡Qué lástima! Demasiadas nubes.

—   Vaya…, entonces todo este alboroto para nada.

—   Quizás más tarde.

— Bien, pero ahora, por favor, suélteme el brazo y podré retornar a mi asiento.

Obedezco sin apartar mis ojos de los suyos. Mi mano se desliza lentamente por su antebrazo hasta sentir la dureza de la muñeca donde percibo el latir acelerado de su pulso. Acaricio, con la yema de mis dedos, la áspera palma de su mano en un intento fugaz de adivinar los misterios ocultos en las líneas que marcan su destino. Finalmente, dejo escapar su meñique de entre mis dedos con la angustia del naufrago que pierde su tabla salvadora en la inmensidad del mar.

Por un tiempo impreciso quedamos en silencio al borde de la escalerilla.

De pronto, un fuerte silbido rompe ese instante y los viajeros se apresuran en subir al tren. Diligente tiende la mano a una señora gorda que con dificultad consigue trepar, a una mujer molesta por la pérdida de una zarcillo reliquia familiar, y a un chiquillo fastidioso que, de un tirón, sube a la FC Barcelona vs Rayoplataforma.

— Eh, ¿a dónde va? –digo al verle dar unos pasos rumbo al pasillo-.  Mire, ya la luna resplandece en lo alto.

Dubitativo retrocede.

— ¡Qué suerte la nuestra! –continúo-. Aún queda una franja oscura. Sí, claro, poca cosa, pero no deja de ser una contemplación hermosa, ¿verdad?

Él sonríe, va a decir algo, pero justo en ese momento la maquinaria del tren despierta de su letargo. Un temblor sacude el vagón y, sin saber cómo, quedamos abrazados en un inverosímil equilibrio.

Reanudamos la marcha.

Al fondo del coche, sin respirar apenas, permanecemos ajenos al traqueteo infernal que estremece al tren. En su avance, los rieles  se pierden en la distancia, reluciendo débilmente como lingotes de un azul gastado e infinito.

Entre sus brazos puedo percibir los temblores que agitan su cuerpo. Todo en él irradia un calor dulzón, contagioso; expande un olor a sudor, a tierra húmeda, a perfume barato, para mezclarse en un torbellino afrodisíaco que trastorna mis sentidos. Al fin, lejos de poder evitarlo, me pierdo en su boca ansiosa de la tibieza de sus labios. Pero este fue un beso torpe, tal vez tímido, un primer beso vaporoso por el que no se espera recibir nada a cambio. Sin embargo, basta para desatar en él una violencia voluptuosa, desenfrenada. Y en un vaivén de cuerda floja, presas del arrebato impredecible, nos entregamos al gozo que consume el deseo abrasador de la carne.

Poco después, apenas escasos minutos que pudieron parecernos eternos, se libra con delicadeza del abrazo que nos une y va al otro extremo de la plataforma. Retraído en la intimidad de sus pensamientos deja que el aire bata sobre su rostro y alborote sus cabellos en un retozar mortificante.

Luego de intentar estirar las arrugas de mi vestido y ajustar con firmeza la horquilla al moño de mi peinado, vuelvo los ojos al cielo.

— El eclipse terminó, ¡mire qué bella esta la luna!

Él se acerca y mira hacia lo alto.

— Sí, es cierto.

El tren silba ensordecedor una y otra vez.

— Ya casi llegamos –advierte-. Mejor voy por mis maletas

De prisa desaparece por el pasillo. Toma su equipaje y regresa de inmediato.

— Siga conmigo –le pido.

Su mano acaricia mi rostro.

—   ¿Alguien le espera?

    — Por favor, no… –su dedo índice roza mis labios-. Todo sobrevino de repente. Fue sublime, mágico, como el eclipse de luna, pero… ya pasó.

El tren aminora la marcha.

— Bueno…, al menos, ¿cuándo le volveré a ver?

— No lo sé…, quizás en dos, diez, veinte años, acaso un siglo cuando la tierra nuevamente se interponga entre el sol y la luna.

—   Pero, ¡si ni siquiera sé su nombre!

—   La próxima vez será.

Desde el borde de la escalerilla, aferrada a la manija de la puerta, lo veo alejarse por el andén. Con torpeza se abre paso entre gente que se abrazaba, besa, o da prisa en abordar. En último momento, se detiene. Voltea el rostro y sus ojos parecen buscarme, pero es tarde. Lentamente el tren reinicia la marcha y la estación se esfuma en la oscuridad de la noche.

4 Comentarios a “202- Eclipse. Por Akuario”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    Esto es lo que en mi pueblo se llama ‘uno rapidito’, aunque parece que la moza se quedó con ganas de más. Bien hizo el hombre en bajarse y perderse entre el resto de personajes de la estación antes de que ella le planificara sus próximos veinte años. Suerte.

  2. Lovecraft dice:

    Un encuentro casual relatado en el tono lánguido de los poetas románticos mas incorregibles: «Retraído en la intimidad de sus pensamientos deja que el aire bata sobre su rostro y alborote sus cabellos en un retozar mortificante.». Akuario, no temas: hay un público muy amplio que disfruta con este tipo de historias y esta forma de contarlas. Seguro que es del gusto del jurado.

    Suerte

  3. caos dice:

    Es lo que nos suele ocurrir a los hombres apuestos cuando viajamos en tren, barco o avión: las mujeres nos acosan hasta que, a pesar de una heróica resistencia, consiguen su lascivo propósito. En fin, es dura la vida del guapetón. Por cierto que me ha entretenido el relato. Suerte

  4. Laurentina dice:

    Consigues que veamos todo como si sucediera ante nuestros ojos. Pero me quedo con ganas de algo más.

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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