210- El reino unido de Lucía. Por Silvestre
- 2 noviembre, 2012 -
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Madrid, enero 2012
Toda la cerveza salió por mi nariz cuando me dijeron que se había terminado. No podía creerlo. Me lo contó Virginia este sábado mientras tomábamos cerveza. Fría y con mucho gas, como se bebe en España.
Por Virginia nos conocimos.
Casi escribo que parece que fue ayer, pero hubiera sido pura inercia. Ha pasado una eternidad, casi seis años, y todo mi mundo es diferente. Fue entonces cuando empezó a cambiar. Yo iba con dos amigas, Diana y Virginia, un billete de ida, un macuto a la espalda y con la certeza de ser Sal Paradise en el camino. Aterrizamos en Reino Unido, en el gris Londres y todas las señales de las que nos fiábamos nos llevaron a Edimburgo en un épico viaje en auto-stop, como habíamos soñado tantas veces. El viento iba corrigiendo mi fotografía de lobo solitario de veinte años, petulante y sin nada que aprender, sólo trotando libre y fuerte por el mundo. Esperaba besar a muchas viajeras, pero el amor me parecía una ilusión engañosa, la debilidad tramposa que provocaba aferrarse a la seguridad y cerraba los ojos frente a la vida.
Aunque hubiera lucido mejor en mi diario de viajero contar que dormimos en un parque, quedé encantado con que la culpa de rebajar la aventura y concedernos cierta comodidad no fuese mía; la tía de Virginia trabajaba con la madre de alguien que era amigo vuestro, o algo parecido. Por esa casualidad (“¿causalidad?”, diría Leticia, vuestra amiga hippie) terminamos en vuestro pequeño piso de la mágica calle Grassmarket, esa donde colgaban a la gente como espectáculo en pleno centro de Edimburgo; “no hace ni dos siglos del último ahorcado”, nos decíais divertidos. Nosotros no conocíamos a nadie en la ciudad ni teníamos ningún lugar a donde ir. Y vosotros nos acogisteis. Recuerdo cada detalle del momento en que entré a esa casa: el olor (dulzón olor a gas tan característico de Reino Unido), las paredes lisas, la moqueta roja, cada cuadro, cada dibujo, los libros en la estantería, las notas pegadas por las paredes o en la nevera. Yo no había visto nunca nada igual, pero todo tenía una lógica extraña y no era cursi; lo sé porque yo era hipersensible a eso, tenía un resorte que saltaba ante cualquier exceso de ese tipo, una especie de alergia a la pomposidad sentimental. Veníamos con nuestras pequeñas botellas que nos habían dado en el avión, y a vosotros os pareció una fiesta que viniéramos unos desconocidos de conocidos con unas botellitas de vino. Comimos un arroz con verduras -creo que sólo había pimientos- que a todos nos pareció un prodigio. Y el vino nos alcanzó para llenar medio vaso, suficiente para embriagarnos, calentarnos los corazones y celebrar la vida. Os reíais y tú, Lucía, permitías una tregua pequeña en castellano, aunque Allister no se enterase. “Así practica mi sudafricano, que alguna vez vendrá a mi Madrid y hablará con mi gente”. Todo era tuyo Lucía, y nos lo contabas: la felicidad inesperada, tu año de erasmus prolongado, la aventura, el breve sol, tu chico-guiri, tus nuevos rincones interiores, tus amigos, y todo lo vuestro, claro. Y te emocionabas por cualquier idea; “¡vamos a un pub de la Escociaprofunda que hay aquí cerca, lleno de Benny Hilles y holligans de tripa gigante, y en donde seguro tocarán I Would walk 500 miles de los Proclaimers!”, y eso lo decías como si estuvieras hablando de montar en una nave espacial o ir a un parque de atracciones teniendo otra vez ocho años. Y yo, testigo de esa felicidad, me estaba enamorando.
“Si alguna vez amé, si algún día después de amar amé, fue por tu amor. Lucía”.
Fui al baño para abrir la boca de admiración, porque en ese momento estaba aprendiendo a sorprenderme de todo, pero aún no era capaz de hacerlo delante de nadie. Para mí, esos días fueron como descubrir un tesoro que no sabía que existiese. Yo no sabía que el amor pudiera ser así para alguien, en realidad pensaba que no podía ser nada bueno para cualquiera que no fuese yo.
De vuelta a casa ibais abrazados por las calles de piedra, agradeciendo todo una vez más y mirando a la misma altura de los ojos esa parte del mapa. Diana y Virginia celebraban el barro del camino, pero yo estaba hipnotizado; no podía dejar de miraros, todo estaba moviéndose. Tendría que admitir que era posible ser niños y ancianos a la vez, que el amor diera alas, que pudiera ser un afán en lugar de un reposo, que de pronto todo fuese posible y, lo más difícil: admitir que yo -el gran vividor viajero-, aún no había aprendido a besar. Comprendí muchas cosas después, conceptos cercanos a los tópicos que cobraban su sentido entonces: que puedo aprender algo de cualquiera, que la ternura puede ser la fuerza más poderosa, que merece la pena estar en el camino aunque la meta se aleje. No sabes cómo me costó entonces estar obligado a hacer turismo por lugares tan comunes. Sin mi equipaje de misterio.
Confieso que intenté escucharos en vuestra habitación y no lo conseguí. Me conformé con leer todos vuestros mensajes hasta aprenderlos de memoria. No había conocido a nadie que mantuviese una nota durante meses en la nevera con la lista de la compra en la que hubiera escrito algo así como: “marmita, té, pan, leche. Y además compra fresas. ¡Que pase el día pronto para estar juntos! Te quiero”.
Unos meses después, y en vuestro (y en aquel entonces ya mi) Edimburgo conocí a una chica argentina que me destrozó el corazón. Fue la primera vez que era capaz de que me pasase; ya no era invencible, de pronto era vulnerable. Fue tremendo, horrible, vertiginoso, tormentoso. Fue maravilloso.
Compartimos con vosotros dos noches y un día. Intercambiamos los correos electrónicos. “Nos mantenemos en contacto, ¿eh?”. Nunca nos escribimos. No sé qué os pasó, Virginia me habló de alguna tercera persona o algo así. Y del desgaste.
No puede ser.
No tengo ni idea de qué ha ocurrido, pero, ¿cómo ha podido ser? ¿Qué habéis hecho con todas vuestras pruebas de amor?; con las cartas; con los mensajes de vapor de agua en los espejos del baño; con las toneladas de notas; con las ganas de querer a vuestros amigos; con vuestras extrañas bromas que sólo entendíais vosotros. Con los sueños. Es verdad que desterré el melodrama de mi vida desde esos días, pero es que tengo el corazón atravesado. No quería enredarme entre frases de boleros, o embriagarme de desamor. No era eso, pero algo me ha poseído al enterarme. Algo que desterró la cerveza de mi nariz y las entrañas de mi cuerpo.
Lucía, ¿qué voy a hacer yo sin ti con él?
Querido Silvestre,
inevitable que al leerte me sienta una viajera mas descubriendo y viviendo todos esos momentos, tu manera tan directa y desnuda de describir las escenas, los sentimientos, tu mirada al mundo me conmueve de sobremanera, y hace que lo único que desee después sea seguir leyendo t e
Suerte
Me ha gustado mucho este relato, porque parte de un hecho simple como una estancia en casa de unos desconocidos para componer una historia sobre el amor, contada además de una forma sensible pero no sensiblona, cercana y sencilla. ¡Enhorabuena!
Hola Silvestre:
Quiero hacer un comentario que honre a tu relato. Porque verdaderamente me ha conmovido.
Me ha conmovido esa forma de entender el amor, tan pura, tan bonita.
Me parece muy inteligente la manera que tienes de enfocarlo, creando y cuidando un concepto a mi vista maravilloso: estar enamorado del amor.
Gracias sinceramente por este regalo de relato, y te deseo mucha suerte
Las historias de amor más apasionadas son las que suelen tener finales más inesperados Me ha recordado a otra canción de la misma época: todo tiene su fin. Suerte.
¡Muchas gracias por los comentarios amables!En cuanto tenga un rato leeré con ganas los que habéis (y/o han) colgado por aquí.
Una especie de peculiar relato iniciático con una extraña historia de amor ¿a tres bandas?. Interesante propuesta.
«…la más bella historia de amor que tuve y tendré…»
Hola, Silvestre.
Cayendo/Huyendo de la cursilería y los lugares comunes, linda historia. Nadie quiere enredarse entre frases de boleros, pero el amor romántico es así de inevitable. Entonces, es mejor relajarse y disfrutar. Eso es lo que he hecho yo con tu relato.
Gracias por compartirlo y suerte.