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212- El cielo no puede esperar. Por Isótopo

      Se le borró el dolor y, el cuerpo, liviano, inició la caída libre de las pesadillas pero sin el final abrupto de las mismas. Aterrizó sobre una superficie muelle como tarta de malvavisco, y propulsado por la dulzura de ésta, recuperó su posición vertical. Se encontró a sí mismo abandonando una estación de tren, con puertas historiadas sujetas por dos vigilantes jurado con tronco de plastilina y corbata de cristal. Maravillado, el cerebro que alentaba los movimientos de aquel sumario de músculos, huesos y vísceras, ordenó a las extremidades inferiores adentrarse en un sendero acotado por guijarros de un blanco que hería bajo la luz de una luna inmensa, la misma que había conducido a Hänsel y Gretel de vuelta al hogar desde el bosque hambriento.

      Olía a lilas de una noche de verano con templadas rebecas de quietud y grillos para los hombros que las quisiesen. Se adivinaba un caserón decimonónico, cubierto de hojas pétreas, ventanales curvilíneos presididos por cariacontecidas cariátides y balconcillos en rotonda volante que vomitaban luz macilenta teñida de valses y risas. Una puerta de madera quejumbrosa se abrió como por encanto, y una silueta negra se recortó en el umbral.

      —Buenas noches, señora Leocadia. Espero que el viaje haya sido de su agrado.

      —Huy, ¿es usted San Pedro? Con todos los respetos, se parece usted una barbaridad al artista este, cómo se llama… Ah, sí, el Clargable. Perdóneme, es que estoy un poco aturdida, sabe. Como es la primera vez que me muero… Ay, lo que acabo de decir, como si me fuera a morir más veces.

      Un “nunca se sabe, querida” salió de debajo del bigote picarón de aquel galán.

      —Apreciada dama, no anda usted desencaminada. No soy el actor protagonista de Lo que el viento se llevó, sino el personaje, Rhett Butler. ¿Qué significa Butler en español? Mayordomo. Pues eso soy yo: el mayordomo de este hotel. Y ahora, déjeme que coja su mochila y la conduzca a sus aposentos.

      —Anda, llevo una mochila colgada a la espalda. Pero si yo no tengo más que una maletita.

      —Todos llevamos una mochila a cuestas, querida.

      —¿Esto es el cielo entonces? Me lo imaginaba de otra forma, la verdad, y pensé que me recibirían padre y madre.

      —Acomódese y escúcheme con atención —dijo mientras la empujaba con suavidad hasta  un sofá de terciopelo rojo—. Esto no es el cielo.

      —Ay, no me diga que estoy en el infierno. Que yo no he hecho más que pasar fatigas, criar a mis hijos y portarme bien con todo el mundo.

      —Esto no es el cielo. Es su antesala. Es la oportunidad para que personas que como usted, Leocadia, han tenido una vida anodina, carente de emoción, disfruten de una aventura extraordinaria antes del adiós definitivo.

      —Vaya, así que va a ser verdad que me voy a morir otra vez. O que aún no me he muerto del todo. Pero si yo no me quejo… He tenido un buen hombre a mi lado y he podido disfrutar muchos años de mis hijos y de mis nietos.

      —Ahora no le puedo revelar más detalles. Descanse y mañana lo entenderá todo, querida —susurró ofreciéndole galante el brazo.

      La ayudó a subir la escalera de caracol que llevaba a la primera planta.

      —¿Qué es eso? ¿Un piano? ¡Qué bien suena!

      —Los huéspedes celebran una fiesta, pero yo me encargaré de que no perturben su sueño.

      —¿Hay alguien de mi edad?

      —De toda edad, sexo, nacionalidad y condición. Mañana los conocerá durante el desayuno.

      El mayordomo abrió la puerta que conducía a una cámara hecha de madera y papel mimosamente pintado, presidida por un lecho con dosel de volutas doradas. Leocadia se acercó al espejo oval que despuntaba tras una jofaina, para comprobar si era ella la que aparecía allí.

      —Qué bonito es todo esto, señor…

      —Llámeme Rhett, querida.

      —Ay, Rhett, precioso de verdad. Y lo mejor de todo es que no me duele nada, con la artrosis que yo tengo.

      —Me alegro de que todo esté a su gusto. Descanse. Aquí le dejo la llave.

      La cogió y se dijo:

      —101. Capicúa, como me enseñó mi Andrés. Qué palabra más bonica.

      Recorrió con sus ojos grises cada muesca en la madera y se llenó los pulmones de la cuidada mezcla de barniz, lavanda, calor y calma. Había allí una puerta que daba a un baño en mármol y metal, con profusión de toallas, alto techo estucado y bañera colosal. Se asomó y el desagüe le pareció un ojo extraño que quería atraparla. Asustada, corrió a meterse en cama. No podía existir tanta belleza sin una mancha oscura. Se santiguó, respiró hondo y se durmió.

      Un rayo juguetón se le posó en la cara al despuntar el alba y no paró hasta despertarla. Hizo sus abluciones matinales en el lavabo, pues el reparador sueño no le había borrado el vértigo al asomarse a la bañera. De la mochila brotó un vestido de seda malva hecho a medida, que la acariciaba a cada paso que daba. Arrancó un par de flores secas de un enorme ramo acostado en un cesto y se las clavó en el pelo. El espejo le devolvía su imagen de moza casadera. Arrobada por su

propio reflejo, no oyó acercarse a las tres majorettes que la bajaron, cantando y bailando, al comedor.

      —Ay, muchachas, y vosotras, tan jóvenes y tan hermosas, ¿también estáis muertas?

      —Sí, señora, sí. Entonando el himno de nuestro país en la final nacional de rugby. El escenario cedió ante nuestros entusiastas saltos.

      —Ay qué lastima. ¿Cómo es que os entiendo, si yo no hablo inglés? Porque vosotras sois de los Estados Unidos, ¿verdad?

      —Sí, señora. Aquí todo es posible. Salen las palabras de nuestras bocas y un traductor simultáneo las traslada a nuestros respectivos idiomas.

      —Pues sí que está esto bien organizado, sí.

      En el salón, Rhett Butler se deslizaba diligente, repartiendo sonrisas, café y té, al tiempo que señalaba a la alegre algarabía las fuentes repletas de medias lunas, tostadas aún humeantes, mermelada de toda textura y sabor, quesos y racimos de uvas. Leocadia se sintió mal, pensando que qué necesidad tenía ella, muerta, de llenarse así la tripa, habiendo tantas personas que…. Era una inmoralidad. El mayordomo de película advirtió su gesto contrariado, que achacó a algo bien diferente.

      —¿Echa usted en falta su tostaíca con aceite y tomate, señora Leocadia? Sus deseos son órdenes para mí. Ahora mismo se la traigo.

Y volvió al punto con lo prometido.

      —Tengo una curiosidad. Mi habitación es muy hermosa, pero en la bañera hay algo que me da un poco de miedo. El desagüe parece un ojo que me mirase.

      —Es usted la que puede mirar a través de él.

      —No entiendo.

      —Usted es de Madrid, ¿no?

      —Sí, aunque yo en realidad me crié en un pueblo de Albacete.

      —Yo le digo lo que me han puesto en el guión: “De Madrid al cielo, y un agujerito para verlo”. Desde ese inofensivo agujero puede usted seguir las evoluciones de los familiares que aún tiene por ahí abajo.

      —De Madrid al cielo, sí, pero usted me ha dicho que aún no estoy en el cielo. ¿En qué quedamos? Es que a mí este trajín me divierte un rato, pero ya me empiezo a poner una miaja nerviosa.

      —Francamente, querida, para pertenecer a una generación de privaciones se muestra usted un tanto quejosa.

      Le convenía callarse. Aquello le olía a chamusquina, aunque no fuese la del Averno.

Rhett la condujo hasta un ático, un remedo que desentonaba con el resto del caserón. Al abrir la puerta, escapó al exterior una vaharada de humo, alcohol y sudor rancio. Con un gesto de repugnancia aún en los labios, fue presentada al Escritor Frustrado y Atormentado. Así, con todas las letras. La buena mujer prefirió no indagar si es que el buen hombre estaba sin cristianar o no había sido merecedor de mejor nombre. Rhett habló en su lugar:

—En toda existencia hay algún hecho digno de mención, a destacar negro sobre blanco. Por ínfimo e insignificante que parezca, aquí dejamos que pase por el tamiz del Escritor Frustrado y Atormentado. Este cuartucho miserable es el entorno natural de esta criatura, especie abundante en la Tierra. Cada semana acogemos una, y le damos la oportunidad de mantener una charla con los huéspedes. Encuentra la inspiración, y así logramos un doble propósito, una vela que se enciende por los dos cabos: el de la persona que podrá leer su historia y el del poeta que la trenza. Dos momentos de gloria.

—Así pronto nos quedamos sin vela, me temo —dijo Leocadia con mala leche.

—Rhett no ha empleado más que una metáfora —murmuró apocado el escritor—. Estoy un poco obnubilado, porque a falta de la absenta de los poetas malditos, un simple cigarrillo en tan poco espacio multiplica su pernicioso efecto por mil. Pero qué digo pernicioso. Es mi alimento como de los dioses el maná. Si mi mente no está del todo ofuscada, le diré, sin miedo a errar, que Amis retrata en Tren nocturno a una mujer que el protagonista vislumbra asomada a su ventana cada atardecer, cuando el metro sale escupido de la boca de la tierra a un cielo sin nubes. Con toda seguridad fue una persona real la que sirvió de inspiración y en su pequeña vida no tuvo tiempo de enterarse de que se había colado en la mente y en la obra de un escritor. Usted, en cambio, señora Leocadia, sí va a contar con ese privilegio.

—Si me disculpan, me gustaría salir a tomar el aire.

—Tranquila, señora Leocadia. Son muchas emociones de golpe. Al final de este pasillo encontrará usted una pequeña puerta que da  a un hermoso balcón.

Un cielo anaranjado, verde, amarillo, cuajado de celofán y puntos de luz que más que estrellas parecían diamantes, restalló como una bofetada de fantasía en la mejilla de Leocadia. Aquel era un ocaso galopante que parecía querer matar el mundo para después resucitarlo. Una chica preciosa se mecía en un columpio.

—Eh, tú, niña, ¿cómo te llamas?

—Lucy. ¿Y tú?

—Yo Leocadia. ¿Te puedo llamar Lucila, hija?

—Sí, claro. ¿Y yo a ti Leo?

—Como gustes. ¿Cuántos días estuviste aquí?

—Yo me vine directa al cielo.

—¿Y eso?

—Fui famosa en vida. No te suena la canción de Los Beatles Lucy en el cielo con diamantes, ¿verdad?

—No. ¿Por qué te la dedicaron?

—De chiquitita era compañera de pupitre de Julian, el hijo de John Lennon. Me hizo un dibujo, se lo enseñó a su papá, y él me compuso una canción.

—Qué bonico.

—Sí, y con los años, descubrieron el esqueleto de la primera homínida y le pusieron el nombre de la chica de la canción, o sea, el mío.

—Famosa por partida doble. Y a mí, porque dicen que mi vida no ha sido interesante, me tienen medio loca. Si te impulsaras con el columpio y me dieras la mano, podría irme contigo. El cielo no puede esperar.

—No hay derecho a que no puedas descansar en paz. Agárrate fuerte.

Y Leocadia voló como un Ícaro sin alas que se derritieran al calor de los ojos de Lucy, dos soles dorados.

—Leo, te voy a contar un secreto. Mira a través de mi caleidoscopio mágico y dime qué ves.

—A Rhett discutiendo con el pobre escritor, a las majorettes, hasta mi cuarto. ¡Y mi baño! Pero ¿qué es esto?

—Gran Hermano. Cámaras por todas partes. Salen como los periscopios de un submarino en cuanto detectan la presencia de huéspedes. Transmiten 24 horas de vuestra no-vida en televisión. Ni muertos os dejan descansar. Todo por la aborregada audiencia.

—Tenemos que conseguir que este chisme nos grabe a nosotras y que esto se emita en la Tierra.

—Gran idea. Unos amigos nos podrán ayudar

En el resumen nocturno, lo primero que se vio fue un corte de mangas interestelar ocupando todas las pantallas, fueran de plasma o no.

54 Comentarios a “212- El cielo no puede esperar. Por Isótopo”

  1. isótopo dice:

    Queridos o queridas Bonsai, Dies Irae y Pigmalión:
    Qué comentarios más alentadores, tan llenos de palabras bonitas, las únicas que saben producir vuestras plumas y de cariño del bueno. Después de medio siglo sin pasearme por aquí me acerco y me encuentro con esto. Muchas gracias. Tan solo espero poder implicarme más en la próxima andadura y volver a encontrarme con seres tan generosos.
    Un beso,

    Isótopo

  2. Bonsái dice:

    Isótopo:
    Un relato que me hace verte como la GRAN ESCRITORA QUE ERES!!
    Es un verdadero encanto y creo que alguien ha debido estar un poco cegato para que no tengas un puesto entre los quince mejores!!! Pero yo te lo doy!!!! Y al cielo!!!!
    Un enorme, pero enorme abrazo y beso.

  3. Pigmalión dice:

    Te hacía en el cielo de los triunfadores,pero como ha dicho Dies » no están todos los que son». Sigue escribiendo, enhorabuena.

  4. Dies Irae dice:

    Quizá sean todos los que están, pero desde luego no están todos los que son. El cielo de Isótopo es uno de ellos. Estabas en mi quiniela, muy muy arriba. Este relato lo voy a guardar para cuando necesite urgentemente una sonrisa, un poquito de magia, un columpio.

    Muchas felicidades y muchos éxitos. Llegarán, no tengo ninguna duda, escribiendo así.

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