230- Breviario de inquietudes de la clase media post-apocalíptica. Por Deimos
- 3 noviembre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, inquietudes, relatos
- 4 Comentarios
Mi vecino (el Sr. Burman) siempre vestía su bonete rojo, raras eran las veces en las que se lo podía ver sin él, símbolo del orgullo por su clase, historia, ascendencia, regularidad tributaria, membrecías y demás presumibles fuentes de satisfacción para un viudo ya entrado en años que, precisamente, usa un bonete rojo.
Imagino que sentía un módico afecto hacia mí, el exiguo saludo que cada mañana me profería no me daba margen para especular algo diferente. En una frívola publicación que había leído hacía mucho tiempo atrás encontré la barata y humillante conclusión a la que algún encargado del relleno de algún extinto semanario había llegado sobre que la calaña de gente que nos rodea es un parámetro justo para tasar la calidad de nuestra vida pasada, remembranza que me obligaba a exhumar desde las más aletargadas latitudes de mis entrañas un diario sentimiento de vergüenza y pena al ser tan escaso y descuidado mi trato con el Sr. Burman evidenciando con esto que yo no era realmente la persona de junto indicada para este penúltimo tramo de su vida.
Integré su vecindad durante mucho tiempo, imposible saber cuánto exactamente porque para entonces su inquebrantable rutina, su perpetuo y apartado semblante y el hecho de no haber recibido una sola visita hacían del cómputo de los días y las noches a su lado un ejercicio poco realista, en su diminuto jardín tampoco había plantas que confesaran un cambio de estación. En una de mis pocas interlocuciones verbales con el Sr. Burman (que se dio justamente estando él en su jardincito) le pregunté con una honestísima sensación de intriga cual era el uso de la vasta colección de objetos que tarde a tarde lustraba hasta sacarle brillo, es difícil de creer pero su insulsa geometría similar a la de unos boomerangs de diferentes tamaños no lograba persuadirme de que tuvieran una finalidad ni remotamente discernible, antes de hablarme me miró durante unos segundos como sepultándome en su desdén.
“¿no sabes lo que son?”
Le contesté que no y que me moría por saberlo pero en vez de ilustrarme liberó un profundo suspiro fatigado seguido por unos ademanes que se batieron entre la indiferencia y la irritación, como no podía ser de otra manera allí se acabó la plática.
Si nuestro vínculo ya podía considerarse lo suficientemente adormecido en el tiempo que acabo de evocar también podría decirse que durante los últimos diez o quince años en los que compartimos el aire pasó a ser inexistente, ahora si todo había empezado a cambiar, era frecuentemente visitado por unos caballeros de intensa formalidad durante las primeras horas de la mañana y luego ocupaba el resto del día en llenar una infinidad de papeles membretados, actividad que lo exigía hasta dejarlo dormitando en su silla de jardín. No se trataba de alguien entregado a los cánones de una senilidad corriente, el Sr. Burman parecía sentir un apego insoslayable al rellenado de formularios, lo hacía con tanto cuidado que a veces, cuando su irreprochable caligrafía se desviaba, caía en desesperante turbación y demandaba a los elegantes burócratas que lo visitaban cada mañana la elaboración por triplicado de los documentos originales aunque esto les significara arduas horas de trabajo y le masacrara su bolsillo. Su rostro también cambió. Es difícil de explicarlo pero en ocasiones luego de haber invertido toda su larga tarde y parte de su corta noche en asentar hasta el último de los pormenores que los documentos le demandaban se le adivinaba un fugaz gesto de retozo un momento antes de quedarse dormido mientras el fiel tubo de su jardín continuaba agasajándolo con rasgones de fluorescencia.
Cuan nítido y preciso se conserva mi recuerdo de aquella mañana en la que la luz del cielo se abría paso torpemente entre los intersticios que nacían y se cerraban en las alturas, tanto ella como yo testigos indiferentes de un erguido Sr. Burman que aguardaba inmóvil y embebido de una pintoresca solemnidad auto-coronada con su sempiterno bonete rojo. Se había ubicado en el centro medular del caminito de piedra que llevaba de la vereda hasta su puerta soportando el impertinente vuelo de una mosca a la que no ahuyentaba por no interrumpir la escena. Un automóvil se detuvo lentamente en frente suyo y un par de hombres salieron a su encuentro con agitadas manifestaciones de alborozo entregándole un fajo de (aparentemente) valiosa documentación y un vivificante apretón de manos mientras uno de los visitantes tomaba nota certificando el éxito de la entrega, luego procedieron a retirarse en su vehículo antes de que el Sr. Burman le dedicara una lágrima al mundo circundante que parecía haber tenido reservada durante los años de interminable gestión papelera para luego rematar con una briosa salutación ritual al horizonte en que se yo que expatriado dialecto.
En lo sucesivo se aficionó a un estilo de vida austero y nudista, contemplaba con emoción prácticamente todo, las nubes, las rocas, las hormigas y cualquier otra cosa que le rodease, de hecho fue en instancias de la petrificada incertidumbre que sentí al darme cuenta de que me observaba desde su jardín vistiendo únicamente su bonete con expresión gozosa mientras mantenía sus pies en una fuente de agua, y en el momento en que esto comenzó a perturbarme, cuando le dediqué por mi parte una mirada de pasmo y seriedad que se prolongó durante gran parte de la tarde hasta que el Sr. Burman se levantó de su reposera y acercó su apenas respetable humanidad hasta mí abrazándome sentidamente llegando inclusive a confiarme una importante fracción de su peso.
“¡Mi vecino!”
Exclamó sin soltarme.
“Sr. Burman”
Dije sin poder soltarlo. Pasó a informarme sobre cuánto me apreciaba mientras yo asentía con cara de funcionario aplaudido, lo disfruté al menos de una difusa manera, continuó evocando tiempos difíciles y a personas que patentemente le resultaban libertinos indeseables refiriéndose a su fisonomía esquinada, su sonsonete cachazudo y a su supuesto encanto por la variante sureña de la jota zapateada con los espasmos de repugnancia propios de quien estuviese afectado por un problema de drenaje séptico al tiempo que se paseaba en frente mío abrigado solo por el aire y su bonete hilvanando inquietantes relatos de muy frágil coherencia.
Este (mi único encuentro sustancioso con el Sr. Burman), finalizó con una invitación emparentada con la súplica que mi impúdico vecino me extendió, por la madrugada abordaríamos una nave que nos llevaría lejos y calmaría su impaciente arrebato de mostrarme su logro luego de la inacabable tramitación que había llevado adelante y me serviría para satisfacer el moderado dejo de curiosidad e interés que abrigaba por ver el origen de su cambio de actitud.
Efectivamente sonaron tan puntuales como pueden llegar a ser (pues coincidieron con los aullidos de mi despertador) el sonido de mi puerta siendo golpeada y las despabiladas exclamaciones del Sr. Burman.
Nos deslizamos a una prodigiosa velocidad casi suspendidos sobre unos rieles rectos como una flecha, la atención que recibíamos por parte de un par de señoritas androides que nos ofrecían toda clase de servicios propició la ira del Sr. Burman que al tercer intento de entregarnos un menú de tabletas para el goce o el sueño fueron despachadas a coléricos gritos incesantes que se prolongaron incluso mientras las insensibles autómatas se alejaban por el pasillo. Evidentemente el Sr. Burman prefería que lo dejaran absortarse en la ociosa lejanía rica en signos de advertencia, humeantes remanentes edilicios atestados de infantes curiosos y semáforos aun tratando de subordinar la inútil chatarra amontonada alrededor a su régimen de tonos prohibitivos, preventivos y permisivos que se reflejaban en el impoluto cristal de nuestra cabina y en la convexidad de su agriado rostro.
Cuando ya llegados al insoportablemente ruidoso destino propuesto me dispuse a seguirlo por sus intrincados senderos hasta que dimos con el vecindario (algo más tranquilo que el resto de la urbe) donde me comentó que descansaban sus venerados ancestros, me señaló varias construcciones de piedra cuyas cuidadas insignias contrastaban enormemente con el resto de los cartelitos derruidos y ya escasamente legibles que abundaban alrededor. Su prisa mermó y finalmente nos detuvimos cuando nos encontrábamos cerca de un sepulcro abierto que contenía su fotografía, su nombre completo y un lema que exaltaba el sacrificio aunque no recuerdo en qué forma específica, nos sentamos uno al lado del otro, bebimos la infusión de sabor prácticamente imaginario que el Sr. Burman acostumbraba y los astros hicieron su camino.
El Sr. Burman salía de su casa a la misma hora cada día, luego de haberlo sentido tan pleno en el lugar de sus padres y abuelos no era un misterio para mí hacia donde se dirigía con su bonete rojo sin dejarse amedrentar jamás por los fuertes vientos o la peligrosa lluvia corrosiva tan frecuente por estos entonces. Una noche como cualquiera vi llegar un automóvil de color azul justiciero cuyas potentísimas luces ya se anunciaban a lo lejos hiriendo la oscuridad con intermitentes puñaladas, de su interior salieron quienes derribaron a patadas la puerta de mi vecino y se quedaron haciendo guardia hasta que se hizo de día cuando la puesta ya constaba de varios autos y personas similares. Por supuesto me acerqué a preguntar sobre la incierta bienandanza de mi vecino, había perecido como tanto deseaba, permanecí cerca por requisitoria oficial por si acaso necesitasen hablar con la única persona capaz de aportar algún dato de interés sobre el Sr. Burman. Los detalles de su deceso llegaban de a poco vía radiograma mientras una multitud de huraños mortales con aspecto secundario ya esperaban el momento de encarnizar una brutal competencia para instalarse de a múltiplos de diez en la casa del difunto morador en el instante mismo que la ley la abandonara.
Llegaron turbias noticias sobre una congregación bastante similar a esta que se dio a perturbar la sacramental quietud del vecindario predilecto del Sr. Burman con difusos ruidos de tambores y gritos demandantes de toda calaña, a partir de esta información y del suficiente conocimiento que adquirí sobre la dudosa lozanía interna de mi desafortunado hombre de junto pude vislumbrar inequívocamente su espantosa defunción, antes de su final hasta puedo verlo atravesando la aglomeración con la lentitud requerida por su abrumadora densidad ante un atónito silencio pincelado a lo largo del camino recorrido expresando lo inaudito de ver su bonete rojo entre la andrajosa masa mortificada, su presunto rostro de estupefacción al haber visto alrededor de una quincena de organismos muy probablemente desmembrados ocupando ilegítimamente su espacio se convirtió en una imagen nocturna recurrente para mí, quizás porque amparaba algún tipo de cariño que me fuera absolutamente inconsciente o me aturdiera su extrema idiotez al imaginarlo levantando sus numerosos papeles certificantes y exigiendo el desalojo de su nicho ante quienes no se conmoverían ni en lo más elemental con semejante reclamo, por estas y algunas otras razones resulta casi seguro para mí que terminó despedazado a mordiscos hasta el punto en que sus esparcidos restos no llegarían a identificar con justicia a un ser humano.
Mis nuevos vecinos son gente sin peculiaridades, silenciosos y ajenos a absolutamente cualquier cosa que los rodee, en ocasiones hallo dificultad para entender que las personas que se masacraron entre sí por ocupar la residencia o protestaron en la necrópolis y llegaron a trozar al Sr. Burman en cientos de partes son las mismas que lanzan dados sosegadamente durante todo el día, comparten adminículos para la alimentación con sus perros y demás alimañas, duermen pacíficamente hacinados en el jardín y no parecen tener nada para decirse.
No voy a repetir lo que ya te han dicho otros comentaristas. Sólo recordarte que también existe el punto y seguido, y que no conviene abusar tanto de los adjetivos. Me resultó demasiado farragoso y difícil de leer. Lo siento.
El título del relato ya indicaba de alguna forma que había que tomar aire para leer de un titón y sin tener ni tan siquiera un segundo para respirar la totalidad de los párrafos en los que se detalla la extraña relación entre el señor Burman y su vecino poco amante de gentes que no tienen peculariedades específicas y nada que decirse permaneciendo ajenos a todo lo que pasa a su alrededor… ¡aire! Suerte.
¿Son vecinos de tumba? ¿Están todos muertos? ¿O es que realizan breves incursiones al otro lado? Interesante e intrigante, retratas muy bien a un personaje como el señor Burman. Empleas un vocabulario muy rico que quizás debieras dosificar. No soy quién para dar consejos, pero incido en lo de algunas oraciones que son muy largas que comenta el compañero. Te lo digo porque a mí me ha pasado siempre, y aunque intento corregirme, me sigo perdiendo en los vericuetos de mi verborrea. Escribes muy bien, pero con algunas pausas, creo que se podría seguir mejor el relato. Es un comentario bienintencionado.
Te deseo mucha suerte,
Isótopo
Una visión bastante peculiar de las relaciones entre vecinos. Las oraciones, aunque a veces son un tanto largas, son bastante claras. Saludos cordiales y mucha suerte en el concurso,Deimos.