251- El Ocaso de Don Luis. Por Maguiar
- 5 noviembre, 2012 -
- Relatos -
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El viento empujaba dos hojas secas frente a sus ojos y él las seguía con la mirada hasta que se perdían por la pendiente. Don Luis era un hombre de ochenta y dos años, cifra que delataba más que el paso del tiempo, los achaques que éste suele traer consigo. Sus mayores dolencias eran un fuerte lumbago que no le daba respiro, así como profundas puntadas que eran como rayos golpeando su pecho. A veces respiraba con dificultad; en ocasiones le costaba pararse; había días que no tenía fuerza para levantarse de la cama. El padecimiento era su vida; la muerte era su espera. Muy a menudo experimentaba la sensación de ahogarse, y cuando el pecho se le cerraba decidía entornar los ojos y erguir la cabeza, como si tales acciones mitigaran su padecimiento. Quizás le ayudaba, así como inhalar y exhalar con cierta improvisada disciplina, la cual le permitía renovar el aire de sus pulmones. El ahogo lo visitó una noche de la que no puedo decir nada distinto de las otras. Desde su jubilación, más aún luego de que su esposa muriera, se sentaba en el umbral de la puerta, apoyando su viejo bastón de madera a un lado de la silla. Así contemplaba casi inerte la muerte del día. No había renacimiento en cada respiración, sino que contemplaba resignado un mundo que hace mucho le había dado la espalda. Algunas veces dejaba su cuerpo para ir tras algunos recuerdos, sus recuerdos. El deseo, la juventud, los anhelos, todo se conjugaba en pretérito para Don Luis. Durante gran parte de su vida repitió que los años pasaban cada vez más rápido. Pero hubo un momento en que su tiempo se detuvo y el calendario comenzó a regirse por el hastío y la resignación. Era la recta final y la marea esperaba instrucciones de la luna. Aquella noche le correspondió a un día jueves, mas él nunca lo supo. Años, meses, días, minutos eran para aquel hombre longevo semejante a palabras para quien olvidó su lengua. Eran las 6 y media de la tarde, hora en que habitualmente se levantaba de la silla con dificultad. Después apoyaba su mano derecha en el bastón y con la izquierda tomaba el mate y la caldera. Luego recorría con gran parsimonia el largo pasillo en dirección a su apartamento, para desaparecer de nuevo en el sueño que se prolongaba hasta el día siguiente. Pero aquel jueves no entró a su casa, sino que se mantuvo frente a su acotado espacio de observación. Éste era una angosta calle de piedra que permanecía desierta, por tanto, al igual que su principal espectador, se alimentaba de recuerdos. Sólo algún sorpresivo visitante caminándola, tal vez escapándose del vértigo impersonal de las avenidas céntricas, quebraba su monotonía. Los relojes marcaron las siete y media de la tarde cuando el panadero del barrio profirió: “Buenas tardes Don Luis”. La respuesta del anciano a este saludo fue similar a los otros. Inclinó la cabeza en símbolo de asentimiento y promesa de seguirle la pista hasta que se perdiera de su campo visual, ya sea por un giro en la esquina o porque pasó a la cuadra siguiente. Otra vez el dolor golpeó su espalda y presionó los pulmones. Por un momento apagó su registro del universo, implorando que el martirio terminase. Cuando menos lo esperaba, una leve brisa acarició su rostro y jugó con sus plateados cabellos. Esta brisa le devolvió poco a poco el aliento, aunque no pudo devolverle la sonrisa.
Me preguntó si Don Luis amó y fue amado. Si sintió compasión por los seres humanos. ¿Quién es Don Luis? Es la interrogación que me surge al leer las líneas anteriores, la misma que él repetía para sí aquella noche, cuando una pelota rozó su pie. El dueño de ochenta y dos abriles levantó la vista y se encontró con la figura de un niño que estaba parado a pocos metros de su sagrado sitial. El pequeño experimentaba una disyuntiva: dudaba entre ir buscar lo que se le había escapado o aguardar que el señor mayor se lo devolviese. Ambos frente a frente, inexpresivos, iniciaron una silenciosa batalla. Para quien peinaba canas, el pequeño manchaba con gotas amargas de nostalgia el blanco paño de su atardecer. Alba y ocaso, dos colores opuestos en la paleta, pero complementarios en una pintura.
Infancia desafiante y altanera –le dijo.
Detrás de los cinco años, los pantalones rotos y la camisa sucia, el infante no entendió lo que el señor le quiso decir. Pues sólo quería su pelota, o sea, su juguete.
El veterano la hizo rodar con su bastón en dirección a donde estaba el pequeño. Ésta se detuvo en los destartalados zapatos de goma de su dueño.
– Cuando usted era niño, ¿jugaba al fútbol? Preguntó el chico. Sus mejillas se contrajeron como arrepintiéndose en el acto de haber hablado.
Don Luis no respondió, ya que uno de los ataques sobrevino. Sí pudo regalarle al pequeño uno de los últimos gestos de amor que tendría para dar. Fueron segundos en que ambos sonrieron. En seguida los dos marcharon en silencio. Uno a seguir jugando, el otro, de alguna manera, también. El anciano utilizó la silueta del niño para colorear aquella etapa de su existencia, con intención de viajar hacia la más hermosa ingenuidad. ¿Gotas amargas de tristeza? Sí, gotas envenenando su tranquilidad, gotas que se evaporaban al tocar el recóndito lugar en donde ardían los recuerdos. Gotas que sin querer lo atormentaban y daban cuerpo a su recordación. Era un lluvioso amanecer en casa de su madrina Carmen. El valetudinario hombre era un niño que petrificado frente a una ventana contemplaba el cántico de la lluvia. Como por impulso, salió corriendo en dirección al patio para recoger los juguetes, los cuales había dejado tirados la tarde anterior: un trompo gastado, un trencito hecho con latas y la vieja pelota de trapo, regalos de su tío Amilcar. Los tomó y no le importó mojarse, pues solían decirle que la lluvia es agua bendita que El Altísimo derrama desde el cielo. Agua que purifica todo cuanto existe. Más de setenta años después se preguntaba si eso era sentirse vivo. “Por más que me pregunte al respecto no obtendré ninguna respuesta”, sentenció para sí. Despertó y respiró profundo. Y un ligero gesto de dolor se dibujó en su rostro. Las arrugas de su cara se agudizaron mientras intentaba enderezarse con dificultad. Tomó con resolución el bastón y apoyó la otra mano en la pared. La noche llegaría muy pronto y esto era lo único que él deseaba. Intentó incorporarse, pero un escalofrío lo dejó inmóvil. El día pareció escaparse con más rapidez que lo habitual, la oscuridad lo había reemplazado en miserables segundos. Ya no había brisa, ni sonido, ni caricias. El dolor desaparecía por completo. Nadie oyó el eco sordo del bastón que al caer golpeó el asfalto. Luego de dejarse llevar por el último ocaso, Don Luis no necesitó luz para llegar a su cuarto.
La esencia de un relato breve: una escena, una fina loncha de vida, en este caso la última.
El niño ha chutado la pelota y la ha encalado en el tejado del jurado: suerte.
Yo quiero darle otra lectura al final del cuento: la muerte se presenta a Don Luis en forma de niño, con su guadaña convertida en una pelota. Podría ser, ¿no?
Suerte y larga vida
Enternecedora la estampa del niño y el anciano. Brillante el juego entre la luz y la oscuridad. Nostálgia silenciosa. Suerte
Hola, Maguiar.
Un relato que lleva, sin prisas, al final acordado. Una narración hermosa, lo he leído con gusto.
Suerte en el concurso.
Bella estampa desbordante de ternura. El anciano conjugando en pretérito; el niño conjugando en futuro. Un brevísimo cruce de caminos. Una luz que anunciaba la oscuridad total. Mucha suerte.
Éste es uno de esos relatos que están pintados con color ocre. Produce nostalgía y melancolía a la vez. Me gustó mucho. No obstante, quiero hacer dos pequeñas observaciones sobre el estilo: la maquetación distrae demasiado (sobre todo las sangrías excesivas y los renglones deshilvanándose) y las horas del reloj, importantísimas en algún momento de la narración, no son expresadas con uniformidad (a veces aparece, por ejemplo, las 6 y media y luego, no muy adelante, las siete y media). Mucha suerte, Maguiar. Buen trabajo el tuyo.