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263- Todas las respuestas. Por Pedro Blasco Tena

Incorporada en la cama, sobre una montaña de almohadones, miro a través de la ventana. Fuera, la tarde es gris y ventosa, como las de aquellos otoños cargados de lluvia de mi niñez. El pequeño Rubén se asoma a la puerta de mi habitación, con sus grandes ojos castaños abiertos de par en par.

—Pasa, cariño.

Se hace el remolón, pero al fin cruza el umbral y se acerca. De repente, se para en su sitio y se gira a medias. Escucha el silencio con concentración, tras el portazo lejano que lo ha sobresaltado. Sabe que no debería estar allí.

—¿Le acercas a la abuela esa caja de ahí? ¿Sí?

El niño —mi bisnieto, en realidad— asiente y coge la caja de cartón que descansa sobre el arcón de madera. Avanza con cuidado, más por el volumen que por el peso de la caja, y la deja sobre mi regazo. Empieza a abrir la boca, pero huye asustado cuando oye su nombre gritado desde el piso de abajo.

Bajo la vista hacia la caja. Levanto la tapa, rebusco entre papeles y fotografías hasta que encuentro un trozo de tela, con unas iniciales bordadas. Lo acerco a mi cara y aspiro…

 

Recuerdo bien el día en que me prestaron este pañuelo, porque a menudo el dolor es un buen aliado de la memoria. Fue en esta misma casa, un edificio de dos plantas que era a la vez negocio y hogar de mis abuelos, y que ahora me pertenece. Mi hermano Pablo y yo solíamos comer los sábados con la abuela y la tía Irene, y nos desfogábamos corriendo por la casa todo lo que nuestros padres no nos dejaban en nuestro pequeño apartamento.

Un sábado de verano, mientras Pablo pateaba el balón contra una pared del patio, yo me entretenía explorando la planta alta de la casa: un museo de trastos antiguos, lleno de polvo y telarañas. Alarmada por un crujido de las vigas de madera, suspendí la expedición y bajé volando las escaleras.

Me detuve en seco antes de entrar en la cocina.

Había sentido un olor vagamente reconocible, metálico y seco, acompañado de un escozor intenso y tan repentino que pensé que había recibido un golpe. El olor me traía imágenes difusas —una de mi madre llorando, abrazada a mi abuela muy seria y vestida de negro; otra de un cruce en la calle, lleno de gente, con el destello de unas luces anaranjadas al fondo—, todas ellas familiares aunque no fuera capaz de ubicarlas en mi corta memoria.

Al entrar en la cocina, vi como mi abuela se desplomaba a cámara lenta delante de la pila: las piernas flojas bajo su cuerpo, la cazuela escurriéndose de las manos hacia el suelo, la mano derecha apoyada sobre el pecho.

El sonido de la cazuela al romperse contra el suelo me espabiló. Salí corriendo hacia el comedor, casi chocando con mi tía en la puerta de la cocina.

—¡Ya habéis hecho una de las vuestras, tú y tu herm…!

Me apartó a un lado con un movimiento brusco y se acercó a mi abuela murmurando: «¡Ay, no, no, no!». La seguía un hombre con todo el aspecto de los vendedores que solían visitar la tienda de mis abuelos. Me miró con extrañeza al pasar por mi lado, observando con desagrado —o eso pensé entonces— la hemorragia nasal que yo intentaba contener con la palma de la mano.

Mi abuela murió en su cama unos minutos después.

Al lado de la cama estaban mi tía, un vecino practicante y el comercial, que en ese momento se incorporaba tras haber musitado algo al oído de mi abuela. Le acarició la mejilla con delicadeza y se dirigió a la puerta, donde estábamos mi hermano y yo, con movimientos sigilosos.

Retirándome de la puerta, saqué el pañuelo de mi tía Irene del bolsillo justo a tiempo de taponar un nuevo sangrado. Cuando me volví, el hombre silencioso había desaparecido.

Desde ese día, y con más frecuencia a medida que iba creciendo, volví a sentir el olor metálico y seco en más ocasiones, aunque pocas veces con tanta intensidad. Casi siempre conseguí relacionarlo con un fallecimiento reciente. Sin embargo, aprendí bien pronto que era mejor guardar mis sospechas para mí misma. Y para mi madre sólo fui, en adelante, una niña propensa a recibir balonazos.

 

Dejo de aspirar el recuerdo y aparto a un lado el pañuelo bordado, que todavía conserva algunos restos de sangre.

Vuelvo a registrar la caja hasta que encuentro un saquito de papel amarillo con los bordes blancos: la siguiente parada de este viaje. Le doy la vuelta entre los dedos, miro el logotipo en uno de sus lados, y recuerdo…

 

Aquel día había parado a media mañana, entre dos visitas a clientes, en una vieja cafetería cerca del Parque Central. Mientras esperaba a que me atendieran, jugueteaba distraída con un sobre de azúcar que el cliente anterior había dejado en la mesa de mármol. Un olor familiar me trajo de vuelta, un olor más intenso incluso que el de aquella vez en casa de mis abuelos cuando era niña.

Por un momento me preocupé pensando que, esta vez, el motivo del olor podría ser yo, y comencé a sentir sudores fríos y un nudo cerrándose en la boca del estómago. Todavía era joven, pensaba, y creía estar perfectamente sana, pero eso no era ninguna garantía; además, hay miles de maneras de morir.

Me cambié de mesa, huyendo de la sensación, y entonces lo vi: un hombre de unos treinta y tantos, alto, delgado, con el pelo corto espolvoreado de gris, muy atractivo a pesar del traje oscuro algo anticuado. Se sentó en un rincón a dos mesas de distancia.

Me fijé en un pin que llevaba en la solapa: una máscara dorada. Cuando levanté la vista hacia su cara, me estaba mirando con una expresión de sorpresa y reconocimiento a la vez. El olor provenía de él, sin duda; la sensación de picazón era tan fuerte que me llevé la mano a la nariz, segura de que empezaría a sangrar.

Aparté los ojos y disminuyeron de golpe el olor y el escozor. A unos centímetros a mi derecha, sentí una voz:

—¿Me permites un momento?

No salté en la silla de milagro, creo que porque la tensión me había agarrotado por completo. Balbuceé que sí, apartando el bolso de la silla más cercana al desconocido, sin atreverme a mirarlo directamente.

—Mejor no —me detuvo—. Yo soy Ángel… Lo siento si te he hecho daño; si hubiera sabido que encontraría a alguien tan sensible, no hubiera entrado. Ahora tenemos que salir; estamos llamando la atención.

En efecto, los murmullos en el establecimiento habían disminuido y la gente a nuestro alrededor había empezado a moverse inquieta, mirando de vez en cuando en nuestra dirección. Hice un gesto negativo al camarero, que venía con mi café, y me dejé conducir a la salida.

Cruzamos la calle y caminamos por el parque en silencio, evitando los pequeños grupos de gente. Nos sentamos en un kiosco con mesas al aire libre, y tuvimos una conversación surrealista en la que lo bombardeé a preguntas. Confirmé algunas suposiciones, y descubrí lo equivocada que estaba en otras. Sin embargo, la mayoría de cuestiones quedaron sin respuesta: «No es el momento de contestar a esta pregunta, no estás preparada; lo siento».

Seguimos hablando y no pude evitar reírme cuando me dijo que hoy era su día libre, y que en esas ocasiones se sentaba en un rincón tranquilo a observar la vida pasar. Me explicó que todo era cuestión de organizar las guardias… No supe si creerle.

En un momento dado le pregunté quién decidía cuándo tenían que actuar, y contestó:

—Las cosas no funcionan así. Nosotros no actuamos, no provocamos nada. Los hombres, las enfermedades, el tiempo, la naturaleza lo hacen. Nosotros sólo estamos ahí… para acompañar.

No explicó nada más, ni yo se lo pedí. Adentrarse por esos caminos llevaba a aquellas respuestas para las que se suponía que no estaba preparada.

A partir de ese día, me encontré con Ángel con cierta frecuencia, aunque sin planificación alguna. En esas ocasiones, pasábamos un rato entretenido hablando de esto y aquello. Otras veces, como si lo percibiera, Ángel aparecía en los momentos en que andaba más perdida, con su sabiduría en un cuentagotas.

 

Antes de dejar el sobre de azúcar que guardé aquel día, leo de nuevo la frase impresa en uno de sus lados: «No entendemos el valor de los momentos, hasta que se han convertido en recuerdos». Siempre me pareció cien por cien aplicable a mi vida, en especial cuando dejé de encontrarme con Ángel tras unas décadas de inconstante relación.

Devuelvo el sobre a la caja y tomo del fondo un pequeño objeto metálico, con sombras de herrumbre. Con él en mis manos, revive el recuerdo de un día agridulce…

 

El día en que nació mi nieta Andrea, mi marido y yo habíamos estado esperando desde primera hora de la mañana fuera del paritorio, con nuestro yerno. Cuando ya estaban todos en la habitación, mi marido volvió al despacho y yo salí en busca de algo de comida.

Casi tropecé con Ángel al salir de la cafetería. Llevaba bata blanca, unos zuecos que chirriaban a cada paso y una carpeta en la mano. Venía de acompañar a un joven accidentado al depósito.

Nos abrazamos un largo instante.

—¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? —pregunté.

—Mucho; más de diez años. Y me alegro de que nos veamos, porque es posible que ésta sea la última vez.

Me explicó que, de alguna forma, se retiraba. Entre otras cosas, había tenido algunos problemas de disciplina por dejarse ver demasiado por gente como yo, con una sensibilidad especial.

—Pero no quiero aburrirte con explicaciones. Además, no tengo mucho tiempo.

Seguimos hablando unos minutos más, una actualización rápida mientras me acompañaba al pabellón de maternidad. Lo invité a acercarse a la habitación, pero rechazó el ofrecimiento.

—Mejor no. Ya tiene una abuela muy sensible; no me gustaría influir más en ella.

Me sorprendió que considerara un castigo aquello que yo siempre había visto como un regalo. No imaginaba mi vida sin el apoyo que había supuesto Ángel, y ello no hubiera sido posible sin esa especie de don.

Me acarició la mejilla y se fue hacia los ascensores, con la ligereza habitual en sus despedidas. Tras un par de pasos, se dio la vuelta y avanzó hacia mí mientras se soltaba la máscara de bronce de la solapa de la bata. Me la tendió en silencio y se alejó de nuevo con paso lento.

Yo me quedé en el pasillo, viéndolo marchar, con un millón de interrogantes por plantear.

 

Sostengo en la mano el pin de bronce. No tengo tiempo de limpiarlo, así que guardo el pañuelo en la caja y me coloco la máscara en el pecho del camisón.

Miro de nuevo por la ventana y me relajo hasta quedarme dormida.

Me despierta el olor que he añorado tanto los últimos años. Lo siento exactamente igual que aquella vez, hace casi ochenta años, en que temí estar sufriendo un infarto en un viejo café del centro. Pero esta vez no hay picor de nariz, ni sequedad; ninguna sensación desagradable.

Mi pequeña familia está a los pies de la cama, sin duda avisados por la unidad médica a la que estoy conectada, que habrá anticipado un desenlace inminente.

Llega más gente, dos, tres personas. Un joven habla con mi hija, otro ajusta unos controles en la consola del equipo médico.

Al fin ya lo veo, deslizándose entre mis hijos y nietos. Sabía que acudiría a una última cita.

El pequeño Rubén, agarrado a la pierna de mi nieta Andrea, observa la escena en silencio; un reguero de sangre se le desliza desde la nariz a la barbilla.

Ángel se acerca a mí, con una sonrisa serena.

Digo:

—Amigo… No has cambiado nada.

Él se inclina hacia mi oído y me susurra todas las respuestas.

53 Comentarios a “263- Todas las respuestas. Por Pedro Blasco Tena”

  1. Gracias por tus comentarios. Efectivamente, había muchas buenas historias, y sólo unas pocas plazas para las finalistas.

    Seguiremos escribiendo, y leyéndonos…

  2. Dies Irae dice:

    En este último recorrido, no puedo sino parar de nuevo a saludar a tu Ángel, Pedro. Otro de mis favoritos, para el que no encuentro otra explicación que el exceso de calidad del certamen al hecho de que no sea finalista.

    También sé que he de ver tu nombre en el lomo de un libro. Espero no perderme la ocasión de conocer entonces al autor de esta escalofriante maravilla.

    Buenos vientos y dulces senderos. Hasta la vista.

  3. Hola, aljibe.

    Gracias por leer mi relato.

    Saludos.

orden

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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