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265- Al final de la noche siempre hay un Quijote. Por Juan Sinculpa

En aquellas horas frías y secas de la madrugada, a pesar de tratarse de fin de semana, muy poca gente se dejaba ver por el casco viejo. Únicamente cuatro perdidos como yo que intentaban recordar dónde iban, sin importarles demasiado dónde estaban ni de dónde venían, y otros desgraciados del alba que con caras de ausencia y sueño en el alma caminaban apresuradamente en busca de su labor.

Fue al quedar solo, y dedicar algo más de dos segundos a pensar, cuando me sentí muy observador. Miraba para ver, y no para esquivar ni para evitar pisar o ser pisado como llevaba haciendo toda la noche. Nunca me había fijado tanto en el prójimo al volver a casa tras una velada largamente aprovechada, estirada hasta casi el amanecer y culminada con un idílico e idealizado final sorpresivamente feliz, por supuesto totalmente  imaginado y deseado, sin un ápice de realidad, como más tarde quedará patente.

Quedamos aquella tarde de octubre para celebrar que Pedro por fin había finalizado la carrera, ¡ya era todo un médico! Eso era algo que sin ninguna duda – merece una celebración  “ad hoc” – nos dijo con un forzado aire intelectual al recibirnos en su cervecería favorita. Antes de cenar ya tomamos las primeras copas en “la calle de la marcha”, como él llamaba a la calle Cuenca, tantas veces visitada en las noches robadas al deber (nuestro deber de estudiar), que se mantenía joven y permanentemente vestida de fiesta estudiantil durante todo el curso. Las tres o cuatro rondas iniciales consumidas a modo de aperitivo corrieron por cuenta de Pedro, pero luego le dejamos muy claro que el resto de la noche pagaríamos todos por igual; éramos una pandilla bien avenida cuando salíamos de solteros, en pareja la cosa resultaba algo diferente.  Después de cenar visitamos muchos bares antes de desembarcar en la discoteca de moda de la noche tardía, donde apuramos hasta la última gota del elixir festivo que aún nos quedaba por saborear, aspirando en vano a eternizar lo que ya presentaba un nítido final.

Se acababa el dinero, se acababa la energía, se acababa la noche. Sin darnos cuenta nos encontramos despidiéndonos, y cada uno emprendió el camino de su  casa, salvo yo, que como ya dije, me sentía especialmente observador. Y fue entonces cuando la vi, con su cabello recogido y una mueca de cansancio o aburrimiento en aquel rostro hermoso, muy blanco y lleno de pecas. He de confesar que parte de esta visión quizá no fuera fiel reflejo de la realidad, pues desde mi posición no podría apreciar tanto detalle ni con las facultades visuales en óptimas condiciones, algo que evidentemente no ocurría. No tenía intención de decirle nada, tan solo mirarla, lo que estaba haciendo con deleite y desde bastante lejos, por cierto. Ella seguía a lo suyo, ajena al voyeur que la contemplaba, hasta que aquel borracho tambaleante, un poco sin querer y un mucho intencionado, tropezó levemente con ella pretendiendo, sin conseguirlo, abrazarla aunque solo fuera en su caída sobre la acera. La chica llevaba unos auriculares puestos, de lo cual deduzco que no oyó ninguna de las lindezas que el deficiente bebedor le iba recitando. Solamente se percató de su presencia cuando sintió el primer y casi imperceptible contacto, momento en que lo apartó con un empujón firme y una mirada fría, amenazadora y autoritaria; fría porque aquella madrugada de octubre, el termómetro del rótulo de la farmacia que iluminaba de verde la esquina marcaba tres grados; amenazadora porque se sabía triunfante si la cosa pasaba a mayores y la fuerza física resultase necesaria: ella estaba serena, contaba con la energía del reciente desayuno y además, tenía una escoba; y también autoritaria porque a esa hora y en esa calle, de entre los pocos parroquianos que por allí nos movíamos, el barrendero (la barrendera en este caso) era la única persona que estaba un punto por encima de tanto noctívago, no en vano trabajaba para el ayuntamiento, tenía su estatus.

En ese momento vi las puertas del cielo abiertas y mi recientísimo amor platónico se disparó. Crucé la calle, avancé hacia ellos y me enfrenté al impertinente noctámbulo. Le pedí que se disculpara. Él se revolvió alargando un brazo, más como apoyo para guardar el equilibrio que buscando algún contacto, creyendo que mi único objetivo era hacerle un guiño heroico a la bella barrendera. Y tal vez en eso no se equivocara mucho, sin embargo, el inesperado encontronazo de su mano con mi cara, ayudado por mi precario estado de verticalidad, me hizo caer. Y aterricé con toda la carga de derrota que ello supuso, y con toda la ira que sirvió de combustible para la explosión de violencia en que se convirtió mi respuesta. Como un resorte me puse en pie, casi sin haber tocado el suelo. Miré a mi alrededor y me sentí el más estúpido del mundo: un pedazo de noche, ridículamente abatido por otro pedazo de noche mucho más ridículo y agotado. Pero, ¡por Dios!, si aquel despojo humano se mantenía en pie gracias a que estaba abrazado a la señal de prohibido aparcar. Se puede entender fácilmente el nivel de mi cabreo. Y encima la chica por la que nos enfrentamos se reía a carcajada limpia. Ahora que la veía desde más cerca, realmente tenía pecas en la cara. Me conmovió su risa sincera, mostrando unos dientes blancos y bien alineados. Sus labios gruesos, enmarcando una boca que me pareció perfecta, me cautivaron. Hasta que caí en la cuenta de que se reía de mí. La risa pasó de dulce a odiosa, de inocente a ofensiva, y me hizo sentir aún más ridículo. Y el bobo borracho también se reía. Peor no podía estar. Entonces arranqué, cogí carrerilla desde mis dos metros de lejanía, y bajando la cabeza a la altura del estómago, cual tozudo ariete avezado a derribar puertas infranqueables, embestí  a mi oponente con fuerza y puntería. Aquel seboso contrincante cayó abatido por la furia del león herido en que yo me había convertido. Se desplomó sobre un Ford Scort mal aparcado mientras todos los allí presentes (la bella barrendera, yo y una pareja de jóvenes que aparecieron poco antes y se daban un auténtico festín de besos y abrazos), oímos un tremendo “gong” fruto del golpe de su cabeza contra el capó delantero. Luego dio un par de vueltas, rodando por encima del coche, hasta que cayó por el otro lado sobre el rugoso embaldosado que luce la calle San José. La situación terminó con un sonido muy diferente al primero, aunque efectuado también por su apéndice craneal como instrumento solista en aquella sinfonía de despropósitos. En lugar del “gong” metálico anterior, ahora sonó un “clock” fuerte, seco, penetrante y un punto previsible; de esos golpes que el solo efecto de su sonoridad parece que ya duele, al menos a quien lo escucha, porque  a quien lo sufre le duele sin apariencias ni atenuantes, sino con toda su gravedad. Tan impactante fue, que la multitud de cuatro aún presentes en el lugar miramos instintiva e instantáneamente hacia el derrotado trasnochador. Su cara quedó pegada al suelo por la derecha, mientras la izquierda mostraba la boca torcida y el ojo entreabierto. La figura completa semejaba un muñeco roto: los brazos en posición inverosímil, haciendo como una zeta, y las piernas semi-dobladas y cruzadas a la altura de las rodillas. Parecía el último fotograma de aquella película tan triste que vi la semana pasada y había triunfado en Berlín; estaba rodada en blanco y negro y era todo un alegato contra la violencia gratuita. En ese momento, la pareja de jóvenes enamorados se largó de allí sin dejar de besuquearse.

Acababa de ganar aquel combate. Fui todo un caballero. Vi una dama en apuros y reté a su agresor. En buena lid nos batimos y al vencer me hice acreedor del amor de la princesa. Me acerqué al cuerpo del guerrero caído en la batalla y triunfalmente le di la espalda, recordando la imagen en blanco y negro de la película, aunque ahora se había añadido un rojo carmesí que saliendo de debajo de la cabeza formaba un reguero espeso alejándose calle abajo.

Cabeza alta, mirada al frente, paso firme. Todavía me acuerdo de cuando en el colegio de religiosos al que asistí de niño nos dieron esta consigna. Y debe ser verdad que la letra con sangre entra, pues esto no se me olvidó, ni creo que se me olvide  jamás. Con este porte regio y la elegancia del vencedor (así veía yo al héroe que pretendía encarnar y que acababa de derrotar al más malvado de los acosadores de una dama), di unos pasos al frente para acercarme a mi liberada princesa, con el único propósito de ponerme a sus pies. Entonces recibí un rápido escobazo, muy fuerte y contundente… Y no me acuerdo de más.

Acabo de despertar, me duele mucho la cabeza y esto tiene toda la pinta de ser un calabozo.

13 Comentarios a “265- Al final de la noche siempre hay un Quijote. Por Juan Sinculpa”

  1. elduc dice:

    Llego un poco tarde a este evento y te encuentras con ese escobazo jejeje
    Ahora habría que imaginar un juicio rápido con los tres protas y » el arma del delito», delante del juez contando cada uno su versión.Seguro que el juez se partiría de la risa.

    Muy simpático y ocurrente.

    Jesús elduc

  2. Lovecraft dice:

    A este Don Quijote le ha pasado lo mismo que al original:que ha salido escaldado de su hazaña, por mucho que le guiasen las buenas intenciones. Pero todavía, porque terminó vapuleado por una singular (y olorosa) Dulcinea. Relato divertido, no se puede negar.

    Saludos y éxitos, más que tuvo tu personaje

  3. rulfo dice:

    Pues sí, como alguien dice, un interesante relato para cerrar esta edición. Es curioso porque el subidón de alcohol (o lo que sea) a esas horas, hace que el personal se crea el rey de la fiesta. O un Quijote, como dices tú en el título. Bien escrita, con frases largas donde se ve la pericia del escritor. El final puede parecer simplón, pero, sea cual sea la gravedad del noqueado, es más que un inocente detalle festivo. A veces, en estas peripecias para demostrar la valía de uno, se complica la cosa hasta lo fatal.
    Suerte Juan Sinculpa

  4. Tomás dice:

    Un relato que tiene más lecturas que la mera descripción de un incidente. Con un lenguaje sencillo e impecable nos cuentas la distorsión de la realidad que produce el alcohol,las consecuencias de unas reacción desproporcionada por la misma causa y lo que es peor,el desastre no previsto ni deseado.
    Muchos asiduos a botellones, deberían leerlo despacio.
    Muy bueno.
    Suerte Juan «sin culpa».Ahí quedan mis estrellas.

  5. Pigmalión dice:

    Buen broche para cerrar el certamen. Tono trágico-cómico que aumenta con ese final abierto. Buena prosa y buen relato. Suerte.

  6. Dies Irae dice:

    ¡Salud, Juansinculpa!

    Mi enhorabuena por haber tenido la suerte de cerrar tan dignamente esta edición del certamen. Buena prosa, sin prisa pero sin pausa nos relatas un momento casi colectivo que me ha traído algún recuerdo hilarante también. En fin, que no fuese nada grave lo del contrincante, me adhiero al sentimiento general.

    Mucha suerte en el concurso.

  7. Hóskar-wild is back dice:

    Por un momento pensé que la mujer de madrugada de los auriculares era un bruja, por lo de la escoba. Pero no, ya no quedan brujas como las de antes. Sólo barrenderas desagradecidas y mileuristas. ¿Dónde acabaremos? Suerte

  8. Bonsái dice:

    Juansinculpa:

    Unas descripciones minuciosas y muy bellas. Cuidas los detalles y le has puesto humor.
    De una u otra forma todos nos sentimos identificados con lo relatado, creo.

    Hay que saberse reír de uno mismo o la vida pierde su gracia.

    Me da pena el vagabundo, espero que no le haya pasado nada serio.

    Buen relato.

    Un abrazo.

  9. Ganímedes dice:

    Tenía curiosidad por ver cuál era el último relato subido…Buen relato. Me gusta cómo describes.
    A pesar del tono irónico y gracioso, a mí me ha llegado sobre todo tristeza. Y respecto al vagabundo, me da a mí que ha pasado a mejor vida.
    Suerte en el certamen.

  10. caos dice:

    El final puede ser cómico o trágico, depende de cómo acabara el pobre borrachuzo. En ese final abierto, uno puede interpretar que el aspirante a heroicillo se ha pasado lesionanado gravemente, o incluso matando, a su oponente. Una de esas cosas que suceden con cierta frecuencia y de las que alguno querría volver atrás en el tiempo.
    Enhorabuena y suerte

  11. El asesino de Morfeo dice:

    ¡Dios, que pedete más lúcido! genial en las descripciones. No se cómo lo hace el personal, yo cuando bebo no soy capaz de describir ni un recuerdo. Y si me da por hacer de Quijote lo hago en estado de sobriedad, para luego abochornarme sin excusas.
    He pasado un rato estúpendo leyéndote. Mucha suerte

  12. Hombre sin abrigo dice:

    Buen relato. Me recordó mi época de estudiante. Creo que todos hemos pasado por algo así. Mucha suerte en el certamen, Juan Sinculpa.

  13. lamari dice:

    jajajajajajja

    Qué buenoo!!Dios mío en mi tierra no para de llover, tengo depresión, me han puesto una multa por estar mal estacionada( yo no, mi coche) y esto es que me ha dado un subidón de la ostia!!!

    Ay que ganitas tenía de reirme,la verdad que hay que tener paciencia porque es más largo que un día sin pan, pero merece la pena.

    jajajaj suerte

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