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40- El matadero. Por Lokita

       Hace tiempo que no me encuentro tan mal.  Me duele todo el cuerpo. Pero no es del alcohol, esta vez no, aunque reconozco que tenía que haber hecho caso a mi hija cuando, hace ya algunos años, me advirtió que la costumbre de tener el vaso de vermut al lado mientras pelaba patatas, aliñaba filetes o deshuesaba el pollo, no me llevaría por buen camino. Eso fue antes de irse de casa para empezar los estudios en la Universidad. Hace unos meses, cuando regresó para preparar las oposiciones, por más que intenté disimular, no tardó en descubrir que no podía pasar sin una copa, o, mejor dicho, varias copas al día para poder funcionar.

      Por este motivo, me obligó, con la tenacidad que la caracteriza, a visitar a un especialista y acabé afiliándome al grupo de la tarde de Alcohólicos Anónimos, con la idea de buscar un trabajo por las mañanas que me permitiese huir de esa soledad que me inducía, según el psiquiatra, a beber. No fue tarea fácil. En el pueblo no había gran cosa. Sólo abrigaba la esperanza de que el puesto de secretaria del matadero municipal, una vez se jubilase la señora que lo ocupaba, fuese para mí. Tuve suerte y, pasados unos meses, me contrataron para un periodo de prueba.

      Ahora, en el matadero y en medio de un silencio atroz, empiezo a escuchar voces que se acercan. Tengo miedo y frío. Sólo una parte de mi cuerpo está caliente, es mi espalda que roza algo tibio que me consuela. El efecto de las copas que empecé a consumir esta mañana temprano, se va desvaneciendo y empiezo a darme cuenta de la situación en la que me encuentro. Y no es nada optimista. Me parece ver que a unos metros de mi hay una mesa y varias sillas ocupadas por hombres que susurran. Pero no los puedo ver con claridad. Algo parecido a una nebulosa se coloca ante mis ojos. Están bebiendo cerveza. Las botellas vacías se estrellan contra el suelo a medida que van elevando la voz. Deben ser tres o cuatro.

      Poco a poco voy ubicándome y aclarando mis ideas. ¡Si no me hubiera llevado a escondidas aquella botella de ron de casa! Pero, no puedo ser cínica, ese no es el motivo. Si no me la hubiera llevado, la hubiera comprado en el supermercado.

                     ¿Estas seguro de que esta muerta?

                     ¡Joder! Dime como estarías tú si te hubieran envuelto la cabeza en una bolsa de supermercado como una col. ¡Y con la borrachera que tenía, con más razón!

      Estoy en la sala de despiece del matadero. A través del plástico, soy capaz de distinguir los ganchos que penden de las poleas del techo. Esa fue una de las cosas que me hicieron dudar a la hora de aceptar el trabajo. La visión de los cuerpos rosados, desnudos e indefensos de los cerdos, basculando al unísono de los ganchos como en un baile macabro, me removió las tripas nada más verlos. Pero no estaban las circunstancias como para elegir.

      Uno de ellos se levanta de la silla y viene hacia mí. Tengo miedo. No sé si podré aguantar la respiración lo suficiente como para que no sospeche que aún estoy con vida. Tengo a mi favor la postura, que les impide ver el débil vaivén de mi respiración. Estoy doblada sobre mí misma. Así fue como me dejó, molida de dolor, el de las botas de puntera metálica tras clavarlas en mi abdomen. Fue su manera de comprobar que estaba muerta. Estaba tan borracha que no pude emitir una sola queja.

      Entraron a media mañana para atracarnos. Saben que los sábados apenas hay gente y es el día en que se recibe la mercancía para toda la semana y el director efectúa los pagos a los suministradores. Pero este sábado el director no viene. Mañana se casa un sobrino y el trabajo se adelantó al viernes. Tampoco están los empleados que se encargan de meter los animales en los corrales. No hay dinero en la caja. Pero ellos no me creyeron cuando se lo advertí y están esperando a que aparezca el jefe. Están en un extremo del matadero, yo estoy en la mitad más o menos. Siento bajo mi cadera un dolor punzante que, según calculo, debe estar provocado por la zanja que atraviesa como una gran arteria el habitáculo, y que conduce la sangre de los animales descuartizados al vertedero.

      El bulto se va acercando, coloca su bota amarilla de goma, como las que usan los empleados del matadero, sobre mi cadera y me zarandea sin ganas, como por cumplir un trámite más, otro escalón en su cruel burocracia.  Pido al cielo que no se de cuenta de que la bolsa está rota y juro por Dios que nunca más volveré a quejarme del estado en que se encuentra el material del supermercado. Acerca su cara a la mía y rezo para que no descubra una lágrima que provoca mi miedo y que desemboca en mi sien derecha, humedeciendo el plástico.

                     En el fondo era mejor que estuviese borracha, como siempre. No se debe de haber dado cuenta de nada.

      Es la voz de Carlos, el que manejaba los cuchillos para rajar a los cerdos con esa pericia que me daba nauseas. Recuerdo aquella vez hace unas semanas que, sabedor de mis escrúpulos, me llamó a la sala con la excusa de darme un recado para el director. Estaba de brazos cruzados y, nada más verme entrar, accionó el botón de la cinta del techo. Un cerdo enorme apareció zarandeándose del gancho y se paró ante él. Sin dejar de hablar conmigo, cogió ceremoniosamente el cuchillo de la mesa y lo clavó en su abdomen. Un chorro de sangre que parecía no tener fin inundó el suelo. Intenté aparentar que no pasaba nada. A continuación, brotaron las vísceras del animal como un surtidor rojo cayendo con un sonido húmedo y apagado contra el suelo. Me miró mientras extraía el corazón del cerdo aún latiendo y lo sostuvo en la palma de su mano hasta que salí despavorida de allí. Estuvo riéndose de mí una semana entera. Después de aquello se fue de la empresa por motivos que desconozco.

                     Debíamos haberla creído cuando nos advirtió antes de golpearla que el jefe no vendría hoy.

      A ese otro también le conozco. No se su nombre pero se encarga de manejar la rejilla del escaldado del animal antes de meterlo con la polea en la máquina peladora. También acciona el torno. La primera vez que vi la máquina y quise interesarme por su función, me explicó que era como el torno de las monjas del pueblo. Pero que, en vez de borrachuelos, lo que salía de él cuando se empujaba la palanca eran puercos acabados de sacrificar, aún agitaban las patas cuando él los recibía para cortarles las pezuñas. Esta última frase la pronunció arrastrando las palabras con placer y mirándome de arriba abajo mientras me sacaba su asquerosa lengua.

      Mientras el hombre vuelve a la mesa y abre otro botellín, los demás bromean con la lengua trabada. Uno se cae de su asiento y los demás ríen a carcajadas. Cada vez están más borrachos. Especulan sobe sus próximos planes pero deciden esperar a que se les pase el efecto de las cervezas y el ron. Yo camino en dirección opuesta: cada vez tengo la mente más clara y el cuerpo menos dolorido. Muevo los dedos, que los tengo ateridos por el frío, y separo las muñecas comprobando que no están atadas como creí en un principio. Debieron pensar que no era necesario hacerlo si, además de que estaba borracha, me iban a asfixiar a continuación. Remuevo confiada mi espalda contra ese algo caliente que le sirve de apoyo. Indago con los dedos y noto el pelo de un animal bajo ellos. Creo que es el perro guardián. Recuerdo haber oído unos gemidos después de unos golpes. Miro de nuevo hacia la reunión pero no parece que nadie se mueva. Con miedo deslizo mis manos pegadas al cuerpo y aparto la bolsa cuidadosamente de la cara. Mis ojos se detienen en los tres cuerpos que rodean la mesa. Hay dos en el suelo y uno con la cabeza apoyada sobre la mesa. Miro a mi alrededor y sopeso la situación. El cuadro de mandos está sólo a unos metros de mí. Me coloco de nuevo la bolsa sobre la cara por si despiertan, dejando una abertura a la altura de los ojos y me deslizo como una serpiente sobre el suelo. Compruebo que la cámara frigorífica está abierta y los ganchos vacíos. Estoy decidida pero a mis dedos les cuesta obedecer. Cierro los ojos y pulso el botón. Un ruido chirriante que sale de la cámara me anuncia que la decisión está tomada. El que está apoyado sobre la mesa es el que maneja los cuchillos. Levanta la cabeza y yo pulso el botón haciéndose de nuevo el silencio. Se levanta con dificultad y tras comprobar que yo no estoy en mi sitio, zarandea sin éxito a uno de los que están desplomados sobre el suelo. Vuelve a mirar alrededor y camina zigzagueando hacia la cámara.

      Recuerdo las últimas palabras de mi hija cuando se marchó a recoger los certificados del título para presentarse a las oposiciones y decido hacerle caso: seré valiente y haré todo lo que esté en mi mano para que me hagan un contrato definitivo. Necesito curarme y que ella confíe de nuevo en mí.

      Me escondo tras el torno cerca de la sierra gigante que, cuando los cerdos salen de la máquina peladora, los parte de un solo tajo en dos, como si fueran de gelatina. El hombre se aproxima a la cámara y mira dentro. Al salir, apenas una mueca de espanto asoma a sus ojos cuando estrello la sierra contra su cabeza. No puedo decir que sienta placer al hacerlo, pero descubro que me he contagiado de la frialdad de los trabajadores del matadero. El cuerpo cae desplomado y acciono de nuevo el botón de la cinta. En sólo dos minutos he bajado la polea, he enganchado al de los cuchillos por el cinturón y lo he levantado hacia el techo. Pongo en marcha la cinta transportadora de nuevo mientras el débil movimiento de los ganchos vacíos llena de interrogantes el aire. Me acerco a la mesa a la vez que me agacho para aprisionar por sus cinturones a los hombres del suelo y engancharlos. Uno de ellos es el hijo del dueño del molino de aceite. Un desalmado que no trae más que disgustos a su pobre padre. Cuando lo levanto con la polea, entreabre los ojos pero vuelve a cerrarlos. Ya no tengo miedo. Pongo en marcha la cinta de nuevo mientras miro alrededor. Es como si, de pronto, reconociera a estas máquinas como algo mío, como algo que pertenece a mi mundo, a mi vida. Que ya no me dan asco y que forman parte de un trabajo que quiero mantener a toda costa.

      Mientras los cuerpos de los hombres abanican el aire del matadero con sus miembros laxos y pesados, abro del todo la puerta de la cámara y miro cómo entran en ella con parsimonia, como si de los componentes de un ballet se tratara. Me debato entre poner en marcha el termostato y bajar al mínimo la temperatura o simplemente cerrar la puerta desde fuera y llamar a la Policía. Hago esto último no sin antes dedicar un recuerdo a mi marido al ver los cuerpos perfectamente ordenados de sus ganchos. Él, que en gloria esté, también hacía lo mismo con sus pantalones.

9 Comentarios a “40- El matadero. Por Lokita”

  1. Sussan dice:

    Buen relato que me ha metido de lleno en un mundo espeluznante. Creo que necesito una cervecita y unas patatas para reponerme, ¡que tensión!
    Suerte Lokita, te dejo unas estrellitas sin bolsa ni nada.
    🙂

  2. Lotte Goodwin dice:

    Buenas imágenes, esos ganchos interrogantes, aunque he llegado a creerme lo peor al desfilar la sierra que podía partir a un cerdo en dos.
    Lo mejor, el final. Si hay alguien que encuentre a un hombre que cuelgue los pantalones, por favor, que avise.
    Suerte en el certamen.

  3. Dies Irae dice:

    Felicidades, Lokita, por este buen trabajo. Excelente ambientación, aunque jamás haya estado en uno, realmente lo he sentido a mi alrededor.
    Algún pequeño error tipo-ortográfico, y mira cómo se deben colocar las rayas de diálogo.
    Enhorabuena y un saludo.

  4. sacha dice:

    Es muy cinematográfico. Durante toda la lectura consideré los encuadres que propone la autora (¿por qué omite los contrapicados, la protagonista se pasa un buen rato en el suelo?) y decidí que sí: rodaría con cámara al hombro y objetivo de gran angular.
    Buen relato, llevémoslo al cine.

  5. Lovecraft dice:

    Otra aportación gore al certamen, con la espeluznante descripción de una despiadada y violenta venganza, culminada en un paroxismo frenético (valga la redundancia) sazonado de sangre y entrañas. El detalle de los pantalones del marido es como un irónico terrón de azúcar para suavizar el final del relato. A mí me parece bastante original.

    Lokita, con ese seudónimo, no me sorprende nada el tipo de historias que te gustan.

  6. Rulfo dice:

    Mujer alcohólica que, al fin, encuentra un trabajo en un matadero, aunque no le satisface demasiado. Pero no hay otra cosa, y quiere salir del alcohol y que su hija vuelva a confiar en ella. A lo largo del relato hay una descripción, a mi juicio, “animalista” del sitio: “La visión de los cuerpos rosados, desnudos e indefensos de los cerdos”, “Me miró mientras extraía el corazón del cerdo aún latiendo”, o “aún agitaban las patas cuando él los recibía para cortarles las pezuñas”. Pero ocurre el violento atraco, y tiene que defenderse. Utiliza los dispositivos que tiene a mano y acaba “reconociendo esas máquinas como algo suyo, algo que pertenece a su mundo, a su vida”. Incluso llega a decir: “ya no me dan asco y forman parte de un trabajo que quiero mantener a toda costa”. ¿Instinto de supervivencia? ¿Sobrevivir como sea, utilizando incluso los recursos y las tácticas del enemigo?

    Se lee agradablemente, aunque acaba con una mención a su marido, a la que no le encuentro el sitio. Hay un par de frases que me han desorientado un pelín. No sé si es sólo por buscarle un final más placentero. O algo tenía que ver el marido con sus borracheras o con alguna otra cosa. Aunque, según parece, el hombre colgaba debidamente sus pantalones. ¿O no? ¿O, acaso, me he perdido algo? En fin, tú mandas.

    Suerte Lokita

  7. Hóskar-wild is back dice:

    Miedo me da la protagonista (o la narradora o el narrador) por la cantidad de detalles del matadero. Está claro que no los ha encontrado todos en Google o en las novelas de Thomas Harris y me es más fácil imaginarle blandiendo un cuchillo que una pluma, por más que ésta sea más poderosa. Mucha suerte.

  8. Ms Rioja dice:

    Se lee el relato muy bien y me mantuvo el interés. El escenario es original:el matadero de animales convertido en matadero de personas.

    Es irónico que el alcohol es la causa de los problemas de la narradora pero al final es la borrachera de los atracadores que la salva.

    La descripción de como matan a los cerdos es para convertirse en vegetariano!

  9. caos dice:

    Ínteresante relato. En mi opinión, bien narrado, despierta y mantiene la atención en su lectura. Suerte

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