45- Ángeles de Otoño. Por Juan Bautista San Marco
- 7 octubre, 2012 -
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Cuando Daniel tenía once años, añoraba los días de otoño más que ningún otro niño de su edad. Disfrutaba ver a los árboles desnudos en sus ramas, libres de toda opresión que pudiesen significar sus incontables hojas, como si en su inocencia entendiera que se comportaban así para descargar todas las penas acumuladas durante el resto del año.
– El otoño es el momento en que los árboles lloran las amarguras del tiempo – decía con una seguridad incontrarrestable.
También amaba el otoño porque adoraba pisar las hojas marchitas una por una, sobre todo cuando se acumulaba una enorme pila delante del cerco de su casa de madera. Decía de eso que le agradaba pues, en aquel sonido, como de una crujiente galleta recién horneada, encontraba la vida dormida en esa estación perpetuada en el medio del sol y la lluvia.
Su madre no le hacía caso, mientras sus hermanos mayores, especialmente Rodrigo, solían molestarlo y le trataban con burlas y ofensas, porque lo llamaban un soñador.
Por supuesto, intentaban explicarle que su idea no era otra cosa que una simple fantasía de niño, lejos de fomentar su creatividad.
Solo su mejor amiga Verónica, de su misma edad y con quien se conocían desde los siete años, compartía esa percepción del mundo gris y disfrutaba acompañarlo cuando paseaba cerca de los límites del pueblo en que vivían, constantemente saltando encima de las hojas amarillentas y anaranjadas rojizas que les otorgaban los gigantes de madera en su temporada más silenciosa y siempre deteniéndolo al aproximarse demasiado al bosque cuyo sendero constituía la frontera del pueblo.
Eran compinches, como gemelos idénticos y por ello hacían todo junto. Se contaban los secretos mutuamente o se pedían consejo cuando no sabían cómo actuar e incluso y esto cabe hacerlo notar, consolaban sus penas esas veces en que estando en la escuela, eran hostigados por sus compañeros de clase.
Los motivos de estas manifestaciones de crueldad eran siempre los mismos, debido a los cuales se mantenían alejados de los otros y que constituían el gran celo de aquellas épocas y quizá de las actuales: ser diferentes a la masa absurda que no lograba –o no quería– respetar su visión del mundo.
Durante un tiempo, Daniel procuraba hablarles a sus hermanos de esos problemas, pero por lo general resultaba inútil; o no tenían intención de prestarle oídos o simplemente se lo quitaban de encima arguyendo que ya era grande y debía cuidarse solo, y en ciertas ocasiones, por querer ser divertidos, espetaban que le pidiera ayuda a las hojas y a los árboles.
Así que por obviedad, terminaba recurriendo a su amiga Verónica, que al igual que él, intentaba contarles a su padre y hermanas las agresiones de las que era víctima, mas le sucedía algo similar. No había tiempo ni ganas de darle un poco de atención.
Todos estos hechos los hacían estar normalmente tristes, alejados de las correrías inconscientes de sus congéneres y de sus familiares, por lo menos durante la temporada de escuela. Las vacaciones menos obraban un sutil respiro a sus dificultades, porque en casa eran evitados o fustigados.
Y como era de esperarse, tan solo con la llegada del otoño se sentían libres de opresión, pues por norma durante esos días se permitían estar lejos de sus casas y de su escuela. Creían, tal vez de forma correcta, que únicamente este los entendía a cabalidad.
Fue por ello, tras una larga época oscura de sus vidas, en las cuales la tortura de sus compañeros y la indiferencia de sus padres y hermanos se hicieron casi insoportables, que estaban tan felices cuando el otoño de 2002 se presentó haciendo su entrada triunfal.
Apenas salieron de la escuela, corrieron satisfechos y henchidos de orgullo rumbo a la entrada del bosque y se lanzaron casi de cabeza sobre dos grandes pilas de hojas que sus árboles preferidos les habían regalado paulatinamente durante las dos semanas previas al equinoccio.
Formaron ángeles con las hojas sobre la hierba, se la arrojaron a la cara tantas veces como pudieron y saltaron sobre ellas hasta desfallecer.
Ya muy entrada la tarde y estando prestos a regresar a sus casas –no del todo felices por esto– escucharon una multitud de pisadas proviniendo desde el interior del bosque, como si muchas personas hubiesen saltado desenfrenadamente en un largo camino de hojas o estuvieran brincando sobre un montículo amarillo y naranja.
Verónica quiso no prestar mayor oído a esto, pero Daniel se había alejado un tanto y parecía querer adentrarse en el bosque.
– Vámonos Daniel – dijo la niña, amontonando las hojas a un lado de los árboles – Es tarde y debemos volver.
Él no escuchó su recordatorio y comenzó a caminar lentamente por el sendero, pisando hojas de vez en cuando.
Verónica, muy a pesar suyo decidió seguirlo, tal cual hacía con todo.
Lo alcanzó justo cuando llegaba a unos matorrales casi tan altos como ellos y le dio la mano. Él se perturbó un tanto al verse sorprendido y viéndola a su lado, solo sonrió.
Ambos, sin siquiera haber estado allí, suponían que el bosque estaba desierto, no obstante su estupor fue mayúsculo al comprobar cuan equivocados estaban; más allá de esos pequeños arbustos, estaba un hombre de ropa andrajosa, tan raída como cabía esperar y que contaba con una barba grisácea, saltando y bamboleándose encima de un inmenso cúmulo de hojas que parecía no descender. En su rostro había alegría y esperanza, tanta que no podría decirse si eso era posible y aunque sus pies estaban descalzos, no mostraban nada de suciedad en ellos.
Los niños se miraron y sonrieron, sabiendo lo que el otro pensaba: habían encontrado a un igual.
Dejaron la seguridad de los arbustos y se acercaron al hombre, que al verlos abandonó su danza infantil y los miró de frente.
– Por fin decidieron entrar aquí– les dijo con una sonrisa – los estaba esperando desde hace tiempo.
Daniel y Verónica volvieron a mirarse, incrédulos.
– ¿Nos esperaba? – comentó el niño.
– Así es – contestó el viejo –, y desde hace mucho.
– ¿Entonces nos conoce? – esta vez habló la niña.
– Si, tu nombre es Verónica y el de tu amigo es Daniel, ambos tienen doce años, van en esa escuela de ahí – apuntó más allá del bosque, justo en dirección a su colegio – y están enamorados del otoño, tanto que las demás personas de su vida los hostigan, molestan, torturan e ignoran porque no comprenden su mirada diferente de este hermoso mundo. ¿Es así o me equivoco?
Ambos menores asintieron, asombrados de ser reconocidos por un extraño.
– ¿Cómo sabe tanto acerca de nosotros? – preguntó Daniel, un tanto desconfiado. En su mente de pronto surgió una duda y una sensación de peligro.
– Los conozco desde antes de nacer y sé que ahora, Daniel, estás sintiendo un pequeño atisbo de temor y de duda hacia mí, pues te extraña mucho que un hombre al que ninguno ha visto sepa tanto de Uds.
– ¿Cómo puede saber lo que estoy pensando? Nosotros no lo conocemos.
– Daniel tiene razón, no sabemos quién es Ud. Es muy raro que sepa sus pensamientos.
El anciano hizo una pausa y se sentó sobre el piso, apartando con las manos las hojas de su alrededor. Con un ademán, los invitó a sentarse junto a él.
Aún temiendo al extraño viejo, obedecieron la petición y se pusieron en el suelo.
– Voy a intentar responder sus cuestionamientos tan bien como pueda – susurró – Por un lado, no puedo leer tu mente, Daniel – dijo mirando al muchacho –. Y contestando su otra interrogante, es posible que Uds. no sepan quién soy, pero si han escuchado de mí a lo largo de sus vidas, conociéndome con otros nombres y a través de historias escritas en libros viejos y de boca de hombres sabios que quizás no sabían bien de que hablaban.
– Entonces ¿Eres…? – preguntó Verónica señalando hacia el cielo con uno de sus dedos.
– No – respondió el anciano todavía sonriendo –, no soy Él, pero si vengo de donde Él reina.
– ¿Eres un ángel? – cuestionó Daniel, escéptico de las palabras del viejo.
– Si – esto lo dijo con una dulzura que no dejaba dudas –. Mi nombre es Rafael, que significa “Dios sana”
– Antes dijiste que estuviste esperándonos – indicó Verónica – ¿Viniste por nosotros?
– Es correcto, Él me envió a cuidar de Uds. dos – Rafael les dedicó una mirada de compasión que descolocó a Daniel, quién preguntó:
– ¿Por qué razón Dios enviaría a uno de los príncipes celestiales a cuidar a dos niños ilusos como nosotros? No somos más que un par de muchachos ignorados y maltratados por los demás, no creo que valgamos tanto para importarle a Él.
– Él me envió a sanar sus heridas y a protegerlos de la incomprensión del mundo, y lo hizo precisamente porque les ama desde que nacieron – Rafael extendió las manos y se las ofreció a los niños.
– Pensaba que Dios no respondía a las plegarias de los Hombres – espetó Verónica, aceptando las manos del arcángel y mirándolo directo a los ojos.
– ¿De qué hablas? – preguntó Daniel, reticente a recibir nada del extraño anciano y observando a su amiga.
– Esto no te lo dije, porque conozco lo que opinas sobre Dios, pero desde hace un tiempo he rezado, cada noche, para que los otros no sigan lastimándonos – las palabras de la niña iban acompañadas por una energía inspiradora –. Estuve esperando una respuesta Suya con mucha fuerza y hoy creo que me contestó – se volvió hacia Rafael – ¿No es así?
– Él escuchó tus ruegos, mi niña – el ángel otorgó una calidez hermosa a su voz – y envió a uno de Sus siervos a brindar esperanza en sus espíritus.
Daniel soltó un espasmo de risa y se cruzó de brazos, todavía negando lo escuchado
– Yo no creo en Dios – dijo, volteando el rostro hacia cualquier parte.
– Y yo te digo que Él si cree en ti – Rafael permaneció con su mano extendida y dirigiéndola al niño –. Ha estado a tu lado cuando pensabas que nadie acudiría en tu ayuda, en esos días que te sentías solo, abandonado y herido, estuvo ahí para darte la mano y ponerte de pie, incluso aquel instante en que tus compañeros quisieron golpearte en el baño de la escuela y luego sin más ni más se marcharon.
Estupefacto, Daniel le otorgó una triste mirada a Rafael, con los ojos brillosos de lágrimas y por fin, después de dudarlo mucho, aceptó la mano del viejo.
– Ahora mis niños – murmuró Rafael – voy a sanarlos de todo mal y todo sufrimiento.
Acto seguido, los niños cayeron dormidos y tomados de la mano, mientras la aparición angelical se desvanecía en un remolino de hojas que ascendió al cielo.
A la mañana siguiente, un grupo de entre treinta y cuarenta personas del pueblo y que habían salido a buscar a los niños una vez que sus padres se preocuparon por su ausencia, los encontraron abrazados en medio del bosque y cubiertos por una manta de hojas que los protegieron del frío de la noche pasada.
Los llevaron todavía dormidos al pequeño hospital del pueblo, donde los atendieron y se dieron el tiempo, por primera vez en sus cortas vidas, de escuchar lo que tenían que decir.
Los niños, sanos del corazón, contaron la historia del día anterior.
Asombrados, los pueblerinos determinaron ir a observar el bosque, y allí hallaron la figura de un ángel dibujado por muchas hojas de los árboles de otoño.
Han pasado diez años de aquel día. Daniel y Verónica hoy son novios y viven aún en el mismo pueblo, donde todos los años se celebra la llegada del otoño con una fiesta en la que se brinca sobre montículos de hojas y se baila hasta caer exhaustos.
Por fin, es un pueblo feliz.
Lo ya dicho, por favor: ¡Marchando una de Guillermo Brown!
Una fábula infantil con tintes religiosos y desenlace sospechosamente feliz. Me alegra que los protagonistas superasen sus problemas escolares y estabilizasen su relación. Me mosquea que los habitantes del pueblo fuesen tan crédulos. Es una opinión.
Suerte; con el apoyo del santoral ya tienes bastante ganada.
Y colorín, colorado… Ya el seudónimo del autor da pistas de por dónde van los tiros (perdón por la violencia del término en una historia como ésta). Lo cierto es que creí que los ángeles y las vírgenes se aparecían ante niños lusos, no ilusos. Suerte
No termino de encauzar el tema principal del relato.
Por una parte el tema del acoso escolar que se ceba en niños con cierto perfil emocionalmente sensibles , que los hace vulnerables.Más vale prevenir que curar y eso es responsabilidad de papis.Ni poner una alfombra, ni responder a la violencia con violencia…Yo sé lo que me digo.
Y después viene aparece San Rafael y el pueblo es feliz.
Yo me quedo con esa estampa del otoño , los niños por el bosque pisando las hojas y oyendo desde estos restos de niña que aún le queda un poco de imaginación el crujir de las hojas muertas.
Suerte