46- Me acuerdo. Por Nela
- 7 octubre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, recuerdos, relatos
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Búscame cuando vuelvas, no te olvides. No me olvides.
Claro que no, ¡qué cosas tienes!
Y escríbeme si puedes o mándame alguna foto. ¿Sabes mi correo?
Claro que sí.
Y reza.
Todas las noches.
Eso es lo más importante. ¿Lo llevas todo?
Sí.
Ahora sólo hay silencio entre ellos. La multitud es atronadora pero no se dan cuenta. La estación es un enjambre de gente que va y viene, que ríe y llora, que se recibe con abrazos y se despide entre lágrimas. Ellos sólo tienen ojos el uno para el otro. ¿Qué más da? ¿Qué son dos años frente a la eternidad?
Puede que te olvides de mí.
O tú de mí.
Imposible. Te llevo aquí dentro. Mira – Y coloca su mano sobre su pecho.
No noto nada.
Es que se ha detenido. Se ha detenido hasta que vuelvas a mí.
Jaja – Él ríe divertido – estás loca y eso me encanta -, pero luego cambia la expresión y le busca a la mujer el pulso en la muñeca y no lo encuentra. Ríe nervioso. Por megafonía una voz cansina anuncia la salida de su tren en diversos idiomas. El hombre prueba con la otra muñeca, pero nada.
Una azafata se les acerca con simpatía y les urge a despedirse. Él nota un frío que le recorre la espina dorsal y le sube hasta la coronilla erizándole el cabello; eleva la mano temblorosa hasta el cuello de la mujer y busca un hálito de vida sin hallarlo. Ella lo abraza y roza su rostro helado contra el suyo y susurra dos palabras: Me acuerdo.
Como en un sueño, él se mete en el vagón; las puertas se cierran y permanece ahí en la
plataforma sin fuerzas para moverse. No es él el que se aleja, el que se marcha. Dos años. Dos años sin latir un corazón. Y desaparece. Imposible. Imposible soportar este dolor; los dedos de la mano se le han quedado inmóviles. Se fija en ellos. Son del color mortecino de la cera. Son dedos muertos. Helados. La sangre se acumula en la palma enrojecida. No. Amoratada. Casi negra. ¿Qué ocurre? Se frota las manos buscando alivio pero el dolor se intensifica. Se estruja los dejos con la otra mano y el dolor se hace tan agudo que se marea. Como puede, se acerca al asiento más cercano y se deja caer en él y tras unos segundos pierde la consciencia.
*
Odio las mudanzas.
Mejor ahora que más adelante con los niños.
¿Qué niños?
Los nuestros ¡no van a ser los del vecino!
Jaja, muy gracioso… Pensándolo mejor, no tiene ninguna gracia.
¿Y eso?
Porque están muertos.
¡Anda ya!
Que sí, que sí, que los he visto.
¿Dónde?
Arriba.
¿Arriba dónde?
En las ramas de los árboles. Prefieren los de hoja caduca porque reflejan su estado de ánimo. Los inviernos son tristes. Se desnudan cuando hace más frío. Son bobos.
Él la mira y calla. Le da igual la mudanza aunque piensa que un cambio le vendrá bien. Un lugar diferente con vecinos diferentes, con los mismos problemas y seguro que otros nuevos que el tiempo traerá con su malicia.
¡Pero sin relojes!
Ni un reloj en la casa, ni en su muñeca y él tiene que consultarlo en el móvil de cuando en cuando.
Al principio no habrá muebles. Sólo la cocina y una cama. Todo en cajas; y quien dice todo dice nada porque nada tienen, porque nada quieren.
¿Y los hijos?
¿Cuántos?
¡Todos! Mira, pon tu mano aquí, ¿ves? Me sobra. Tengo por lo menos para diez… o quizá haya sitio para más.
Que no, Claudia, que eso es taquicardia.
Es que me sobra.
Pero ellos tendrán su propio corazón, mujer.
No, no. Yo les iré dando el mío a pedacitos. Lo tengo demasiado grande, lo ha dicho el médico, ya lo sabes… ¿Tendremos diez habitaciones? Es que es muy importante que cada uno tenga su espacio.
Pues no creo, ¡qué ocurrencia!, una casa con diez habitaciones.
Luego su rostro se ensombrece. Teme desilusionarla. Es una casita modesta, aunque siempre será mejor que un piso.
¡Piso no, piso no!
La mujer no transige en esa cuestión. Siente que camina sobre otros y que otros caminan sobre ella y eso es un problema porque aborrece el circo. Ella no es equilibrista. Siente vértigo sólo de pensarlo y cuando oye los pasos del vecino de arriba corre a un rincón y se tapa los oídos. Ruidos, golpes, gritos. Portazos, radios, gemidos. Arriba y abajo, arriba y abajo y ella en medio sin poder salir.
Un día saltó por la ventana. Arguyó al bombero que la rescató de la rama del árbol que la radio del vecino estaba tan alta que no podía oír su propia voz. Que trató de chillar pero se hacía tarde para ir a la compra. Añadió que el ascensor siempre estaba estropeado, porque el primer argumento no pareció convencer al bombero.
Si no puedo oír lo que pienso, ¿cómo voy a pensar? Y si no pienso, ¿cómo voy a saber lo que hago? Abrí la ventana para oírme pensar pero la música seguía y seguía, así que me estiré hacia fuera todo lo que pude y me caí.
¿Qué pensabas cuando estabas en el árbol?
Que estaba frío. Que debía de tener mucho frío. Que todos deberían ser de hoja perenne porque así no me habría magullado tanto. Mira ¿ves? Aún tengo las señales. Aquí y aquí… y aquí también.
La casita está lejos pero bien comunicada. Reluce. Es de nueva construcción. Una sola planta, un patio trasero amplio y enlosado. Un aparcamiento. Lejos de todo. Lejos de todos.
Una, dos, tres, cuatro… cuatro habitaciones.
Bueno, en realidad sólo dos porque esto será el salón y esto el comedor.
Ella arquea las cejas y le mira incrédula. Pasea por la habitación y musita: “el salón”.
¿Y para qué queremos un salón, vamos a ver? En la cocina se cocina, en el comedor se come, en el dormitorio se duerme… ¿y en el salón? ¿Qué se hace en el salón?
Él la observa desde la puerta; abre la boca para contestar pero al no encontrar argumentos la vuelve a cerrar.
En el baño se baña – continúa ella -, en el recibidor se recibe, en el aparcamiento se aparca, en el lavadero se lava, pero… ¿y en el salón?
Insiste. Desea saberlo. Pero él permanece en silencio. Ella se deja caer al suelo muy despacio, imitando un paso de ballet y se queda sentada pensativa. Luego se le ilumina el rostro y le implora: ¿Puede quedarse así, vacía, por favor? Sólo durante un tiempo – añade para ser más convincente.
Pues claro, mujer.
Ella ríe satisfecha y extiende los brazos hacia su marido. Él se pone a cuatro patas y se dirige hacia ella despacio, conteniendo la risa. Cuando llega a su encuentro ladra y simula que la muerde en su cuello, largo y cálido. Ella se parte de la risa y se abrazan sin pensar en nada más, disfrutando lo más posible de ese instante de felicidad inconsciente. Demasiados años de lágrimas tienen a veces ese efecto. La necesidad de reír es tan inmensa que se busca la risa en los lugares más inauditos. Incluso en la locura. O tal vez, sobre todo, en la locura.
Un accidente; un hijo muerto; la incapacidad de perdonar o perdonarse; una separación; un tumor cerebral; una amnesia caída directamente del cielo; un volver a empezar de cero, como dos veinteañeros que ignoran que otros veinte los alejan de ese sueño de vida en común. ¿Y qué importa? Siempre se pueden tener veinte años en el corazón… si uno quiere, claro. Y él lo quiere. Y ella lo cree. Y todas las tormentas del pasado se las ha llevado el viento de la esperanza, el de los ojos nuevos.
Él sabe que vendrán borrascas, que habrá más años de gota fría, de árboles desnudos, de puertas que volverán a abrirse porque en realidad nunca se cerraron del todo. Pero él está dispuesto, está resuelto a ser feliz. Nadie puede impedírselo. Él iba al volante. Él no se fijó. Debía haber mirado por el retrovisor antes de dar marcha atrás. Pero no, ¡sí lo hizo!, sí que lo hizo. Está casi seguro. Y luego los gritos. Y luego el silencio. Y luego nada. Sólo periodos de ocho años. Ocho de amistad antes de la boda. Ocho de Víctor cuando murió. Ocho de separación, de huida. Entonces llega la enfermedad, la amnesia, la vuelta atrás. Nada ha sucedido si no se recuerda. ¿Y tú no te acuerdas,
verdad, mi vida? Pero y si un día recupera la memoria… ¿cómo reaccionará?
¡Víctor!
¡Dime!
¿Y si no podemos tener hijos?
Pues no pasa nada.
Sería horrible.
Claudia, cariño, no pienses en eso ahora. ¿Qué día es hoy?
Cuatro de Diciembre.
¿Quieres vivir ayer día tres, mañana día cinco u hoy día cuatro de Diciembre?
¡Hoy!
Pues vivamos hoy ¿de acuerdo? Cada día tiene su malicia, ¡centrémonos en vencer la de hoy!
Víctor oyó esa cita de la Biblia en la homilía de un triste Domingo de hace algunos años, de cuando vivía solo y lloraba todas las noches en su apartamento alquilado. Iba a trabajar, comía en un japonés, volvía a trabajar, regresaba a casa en metro, cenaba un bocadillo de queso y una manzana y se sentaba en el sillón para hacer terapia, meditación y sobre todo para rezar. El examen de conciencia le ayudaba a superarlo. A veces rompía a llorar, pero el llanto se espaciaba en el tiempo, hasta que un día dejó de acudir.
Cada día tiene su malicia.
Repitió. Había intentado hallar la cita pero nunca lo logró. ¿Estaría en el Eclesiastés? ¿O tal vez en los Proverbios? De cualquier forma él creía entender su significado y traía la frase a colación con frecuencia.
¿Cómo tratar a una mujer de cuarenta años que cree tener veinte? ¿Como si tuviera veinte? A veces se preguntaba cómo lo vería a él. No llevaba gafas a los veinte, ni lucía canas. Víctor se detenía a veces frente al espejo y trataba de verse como era de joven, pero no lo lograba. ¿Cómo funcionaba el cerebro de Claudia para lograrlo?
Casa nueva, hipoteca nueva. La casa está lejos del centro, pero bien comunicada por metro. La hipoteca. A Víctor no le quita el sueño pero tampoco se lo facilita. El trabajo está mal. Lo sabe. Es un riesgo. Pero estaba claro que no podía vivir donde antes. Demasiados recuerdos para él y demasiadas posibilidades de recordar para ella. Aquí son otros. Aquí pueden ser otros y volver a quererse como si nada y a este otro Víctor le ha ocurrido lo que a tantos en estos tiempos. Recorte de personal. Indemnización. A la calle. ¿No hay otra opción? Él está dispuesto a hacer cualquier cosa, aunque diste mucho de su capacidad y preparación. Sí es posible otra opción. ¿Cuál? La empresa va a abrir unas oficinas en tal país y hay varios puestos vacantes. Tendría que irse un
mínimo de dos años. Incluye alojamiento. Le mantienen el sueldo. ¿Le interesa? Él acepta sin pensarlo, sin permitirse pensarlo. Agarrarse a lo que sea. Y lo que sea está muy, muy lejos. El metro tarda cuarenta y cinco minutos hasta su calle. Tiene cuarenta y cinco minutos para dilucidar cómo explicárselo a Claudia. Nuestra vida en común comienza con una distancia de dos mil kilómetros entre ambos. Se lo mostraré en un mapa.
¿Ves? Son sólo dieciocho centímetros. A dieciocho centímetros todo es posible. Mira, extiende tu mano. Con lo pequeña que es y mide más que eso.
La mano de Claudia es cálida y suave; siempre huela a crema. La mano de Claudia yace inmóvil sobre el mapa. Él la coge y la besa.
Eso no lo puedes hacer a dieciocho centímetros – y deja caer una lágrima sobre el Mediterráneo.
Suerte
Muy triste y muy bien contado. Mantienes la atención y el onterés todo el tiempo. Enhorabuena y suerte.
Bonito relato y bien escrito, Nela.
Haces que el tiempo se enrede en sí mismo, en busca de recuerdos, en busca del olvido. Deja un halo de imposibilidad, de irrealidad. Quizá es un «pero» para mí. Quizá no.
Suerte en el concurso.
Un relato que atraviesa la pantalla, la piel, y llega al alma. Enhorabuena.
Suerte!
Es muy bueno, Nela.
Excelente relato de estructura circular que urga con maestría y con un estilo sobrio y sincero en los entresijos del dolor por la pérdida de lo más querido y por las consecuencias de esta pérdida en la relación de pareja. Excelente.
Bonne chance, Nela
Interesante, mucho, la forma de narrar el dolor más profundo que cualquier ser humano puede sufrir. Alejarse de formalismos en la estructura del relato produce sorpresas agradables, como ésta. Mucha suerte.
Nela, enhorabuena; tu relato me ha llegado muy dentro, me gusta tu forma de escribir.
Suerte
extraordinario relato,donde nos narra de manera clara la realidad,la vida misma del dolor y del amor.
Es que este narrador ha prescindido de cualquier elemento superfluo y ha ido al asunto; es decir que el asunto es autónomo, se te ofrece vivo, los ves diáfano, y yo lo estoy encharcando, al descubrir su tácnica desnuda. Le pido al autor que, por favor, con esta manera de hacer, nos dé el placer de una novela, aunque sea muy corta.
Es el dolor más devastador que un ser humano puede sufrir.Ni los hijos subsiguientes,ni las mudanzas como estrategía de afrontamiento.Ni regresar el tiempo…
Un tragedía que no vino sóla
«Una lágrima sobre el mediterraneo»
Se te hace un nudo en la garganta, espero no mojar el teclado…
Suerte