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59- Mis tardes con Rubens. Por Talia

La primera vez que mi cuerpo me arrojó la sospecha se me cortó la respiración. Me sentí un huésped dentro de la blancura suave de mi piel y sentí vergüenza. Me cubrí aún más con la sábana porque así, creí yo, que aquello no me sucedería más. Pero siguió sucediendo.

Todos los domingos mi madre me llevaba a la iglesia. Ella era una mujer devota, estrictamente religiosa y, lo supe tardíamente, atormentada por los pecados y los posibles pecados que se podrían cometer. Jamás olvidaré sus ojos casi en blanco luego de cada confesión. Muchas veces creí que intentaba imitar el misticismo exaltado de Santa Teresa de Jesús o el gesto piadoso y maternal de la Virgen María.

Vivíamos a pocas calles del parque del Retiro y cada domingo era un itinerario rígido, tan inflexible como era ella. Luego de escuchar misa, íbamos al Museo del Prado. Infaliblemente, las primeras que buscábamos eran las pinturas de Rubens. Se quedaba extasiada, absorta frente a Las Tres Gracias, tan extasiada como me quedaba yo. Mis ojos ávidos todavía, se estaqueaban a las carnes blancas de las mujeres que desde el óleo se metían por mi cuerpo y sobrevivían desnudas a mi sangre inaugural. Cuando volvíamos a casa, yo no podía pensar en otra cosa. No podía pensar en otra cosa más que en las nalgas inmensas y expuestas y al descubrirme mojado de un sudor espeso, me arrojaba a la cama a llorar. El resto del domingo debía estudiar, pero me era imposible. Con aire circunspecto recurría a un diccionario con fotografías que me había regalado mi padre y me arrojaba a las persecuciones nemorales y me sentía Vertumno detrás de una Pomona indecente y sin escapatoria.

Muchas veces escuchaba llorar a mi madre, pero no me importaba. Mi padre se había marchado ya hace tiempo, cansado dijo él, cansado, de tanta mojigatería, tanto discurso moralizante, tanta asfixiante religión.  El pecado y la conciencia de pecado pesaban en la atmósfera de mi casa. Mientras tanto a mí me dolía el cuerpo y las manos. La carga de mi culpa era tan pesada como un mundo lleno de catedrales góticas-  me sentía condenado.  Mi madre, sin saber que su adoctrinamiento me dejaba el corazón hecho jirones, me obligaba a confesarme todos los domingos. Y mientras inventaba pecados veniales para un cura sediento de penitencias, yo recreaba una y otra vez la visión de aquellas rosadas  carnosidades con las que me podría deleitar más tarde.

Una tarde calurosa después de nuestro acostumbrado paseo,  llegamos a casa exhaustos y luego de comer cada uno se fue a su cuarto. Una siesta no nos vendría nada mal, dijo mi madre. La prisa por encerrarme en el cuarto me sobrecogía. Me arrojé al lecho y una agitación húmeda, una ansiedad dolorosa empujaron mis manos hacia las piernas, hacia mis muslos que comenzaron a balancearse  indecentemente, como una barca sacudida por un viento perfecto. Por mi mente, entregada a un cielo superior, se superponían los sátiros, Calisto, Talia, Aglaya, Eufrosine y creí que no había placer más cierto y mas benigno que aquel que me producía la exploración de mi cuerpo. Nada tan bello puede ser malo, pensé y mis poquísimos años reventaron como si una madura fruta estrujada por mi mano.

Quizás porque la puerta se abrió con la delicadeza de una pluma, quizás porque ella lo había presentido o por un juego de azar, fui descubierto en plena aventura. Luego vinieron la gritería y la paliza.  No tuve tiempo a cubrirme porque ella, como accionada por algo que supuse que era algún demonio de su colección, se arrojó sobre mí y pegándome incansablemente con una zapatilla con suela de goma, me juró que lo que estaba haciendo era un pecado mortal, que iba a vivir mi eternidad en un purgatorio desde donde podría escuchar los lamentos de los condenados al infierno. Mientras gritaba y llorisqueaba partiendo el calor de la siesta con sus acusaciones,  anunció mi irremediable destino después de mi muerte. Mi pecado era imperdonable, imperdonable. Toda la ferocidad de sus concepciones y creencias me pusieron contra la pared y creí morir de horror, de pena y de vergüenza. Cuando por fin me liberé de sus alaridos y sus empujones, estaba aterrorizado. ¡Cuánto mal, cuánto mal debía haber  hecho para merecer aquella inculpación! Aseguró desvastada  que no había regreso, no había modo de subsanar tanto pecado, tanta sordidez.  Un asco por mí mismo creció en mí tan repentinamente que no tuve tiempo de pensar en mi padre. Creí que a mi alrededor crecían bestias apocalípticas de esas que ella gustaba de arrojarme cada vez que creía que le mentía o no rezaba las oraciones necesarias para poder merecer la vida. Sentí desmayar. Me vi temblando en el espejo y sentí, olí una repugnancia que jamás había sentido antes. Y entonces pensé que yo mismo me debía castigar, que si sufría como todos los mártires lo habían hecho, podría redimirme y redimir la vileza cometida. Corrí hacia la ventana y vi que por la acera caminaban familias risueñas, que el sol caía bellamente tras los árboles y  que los coches marchaban elegantemente por la avenida. Supe que yo ya no merecía toda aquella armonía. Tenía que castigarme, quizás lograría disminuir así mi cuota de pecado. Sentí que, quizás, quizás, si me deshiciera de mi sexo, eso inmundo que llevaba en mí, algo se podría remediar. Rubens se despeñaba conmigo desde un cuarto piso arrastrando con él a mi Talia y a mi Pomona. Por mi memoria, como en un remolino arrasador, giraba mi padre arrojando las estatuitas de santos por la ventana y el portazo final. En mi aturdimiento y mi miedo, veía  al cura instándome a rezar más padrenuestros, las estatuas inmensas que cobraban vida,  los angelitos semidesnudos riéndose con hilaridad por mis pesadillas, la maestra acariciando mi frente cada vez que temblaba antes de entrar a la clase de Catequesis. El llanto me ahogaba, y una creciente asfixia punzaba mi garganta y mis horribles genitales. Yo quería resarcirme, redimirme, limpiarme y entonces me apoderé de la tijera, la que usaba para la clase de Arte y decidí mi castigo. Debía mutilarme y ya está. Así estaría libre de seguir pecando.

Desperté en el hospital, en los brazos de mi padre. No había podido dañarme demasiado. Mi frágil humanidad no me había ayudado en aquella inmolación-  había caído desplomado, con convulsiones dijeron, con mi pequeño corazón galopando como un caballo salvaje. Mi madre al otro lado de la cama me miraba sin ver, nublada, mustia. Tenía un gesto de rabia contenida por algo que yo no comprendía. Me asombró que no llevara el rosario entre sus manos o que sus labios no se movieran mecánicamente como cuando rezaba en voz baja. Había algo diferente en sus ojos, una lúcida claridad que nunca había visto antes.

Raramente, aceptó que me fuera con mi padre por un tiempo. Mi padre me armó un cuarto lleno de posters de cosas de chicos y mi vida tuvo una suerte de redención, de bendita normalidad. Mi vida comenzaba a tener un matiz de cordura, una moderada libertad me impregnaba los días. Mi padre parecía haber rejuvenecido y disfrutaba de hacerme la comida o de llevarme a algún partido de fútbol, pero se sentía solo. Pasábamos los domingos caminando, riéndonos, hablando, pero siempre había un momento en que la tristeza le cambiaba el gesto. Las noches le pesaban como a mí, alguna vez, las catedrales góticas.

Un domingo después de comer decidimos dormir la siesta. Hacía calor y una atmósfera pesada, caliente de sol de Agosto lo subvertía todo. Escuché el timbre, pero la somnolencia estival me cerraba los párpados y me quedé en la cama escuchando cómo  mi padre se levantaba y abría la puerta. Pero el silencio absoluto que se produjo después, despertó mi curiosidad y espié por la puerta apenas entreabierta. Y no pude dar crédito a lo que veía. Mi madre vestida con un delicado y breve vestido con flores rojas que dejaba ver sus piernas, con los labios brillantes y el largo cabello suelto como Eufrosine, entraba en el salón.  Parecida escapada de los lienzos de Rubens.

Mi padre estaba absorto, inmóvil, creí verlo temblar. Ella se le acercó, lo envolvió con sus delicados brazos y lo besó tan violentamente que no le dio tiempo a nada. Temí que fuese un sueño más de los tantos eróticos que rasgaban mis noches y mis sábanas. Pero no, era real. Nunca mi madre había estado tan bella, nunca mi padre me había parecido tan feliz. Entonces cerré los ojos muy fuertes y a tientas me metí en la cama y fingí dormir, pero me eché  a reir. A reir con hilaridad. Y entonces supe que de todas las cosas que decían los curas, y aunque muchas de ellas  aún no podía discernir, una era cierta: los milagros existían. Seguramente Rubens también había creído en los milagros, por eso pintaba tan bien.

Aquello que estaba sucediendo con mis padres, yo ya lo había visto en alguna película.

Inmediatamente decidí reconciliarme con Dios y le pedí a Él y no a Morfeo que nos  ayudara a ser, otra vez, una familia. Si, porque mi reconciliación con Él era necesaria y las de mis padres, esos dos seres que se reían en el cuarto contiguo, también.

Y luego le dije a Rubens que volvería pronto a ver sus lienzos porque ya los echaba de menos. Y acaso me pareció que él me palmeaba la espalda y se quedaba a mi lado para que aquel domingo fuera absolutamente, absolutamente feliz.

5 Comentarios a “59- Mis tardes con Rubens. Por Talia”

  1. sacha dice:

    ¿Por qué a la madre le gustaban las pinturas de Rubens, los mórbidos cuerpos femeninos? No lo entiendo.
    Tampoco que le gustaran al niño,dada la moda actual.
    He de confesar que la expresión «sangre inaugural» me despistó y me llevó por unos derroteros (primera menstruación) que no encajaban.
    Y he de confesar que el final feliz (¿feliz?), esa mediocre seducción marital, me dejo indiferente y un poco hastiado.
    En fin, no me gustó, aunque reconozco el oficio.
    Suerte.

  2. Lovecraft dice:

    Precioso cuento iniciático con final feliz que nos habla de inocencia y perversión, de opresión y represión, de castigo y redención. Muy acertadas las continuas referencias a la mitología grecorromana. Hay un párrafo por ahí enmedio que convendría dividir en varios para agilizar la lectura.

    Enhorabuena por el relato.

  3. Hóskar-wild is back dice:

    Estas cosas pasan por escuchar todas las tardes a RADIO MARÍA (tendrán la emisora en el cielo porque no se pierde la señal ni en la casa rural más perdida del pueblo más perdido de la provinca más perdida) y rezar el rosario a diario en vez de leer un poco más. Pobre criatura. Me pregunto si luego siguió espiando a los papis por la rendija de la puerta… Suerte.

  4. lectora dice:

    Pues la mala interpretación de la biblia y de la doctrina de Jesus por parte de la iglesía por poco te lleva a la muerte chikillo.Y ademas estás en pecado de muerte por fantasear con las tres gorditas de Rubens.Y yo no me creo que de un día para otro tu madre tenga un giro sobre sí misma de 180 grados, un milagro?, eso sí.

    Suerte, suerte

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