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80-La vida de la niebla. Por Rapunzel

Laura se levantó. Descendió a la planta baja con una palpable señal de acrimonia en el rostro. La primera hazaña de Javier —que no se había levantado de mejor humor— había sido un portazo estentóreo que a Laura le amargó las ganas de desayunar.

 Cinco años de matrimonio, cinco años perdidos de una vida que a ella le parecía no haber disfrutado. Del jardín, la luz se filtraba amarillenta y se habían congregado algunas moscas aprovechando la puerta abierta. La mesa de caoba de la cocina lucía con puntos oscuros como único adorno, y Javier encontró en estas deposiciones el germen del día en su particular guerra con Laura.

Laura esgrimía sus razones, siempre las mismas: odiaba a la familia de Javier, los detestaba porque eran todos tan importantes con sus carreras y sus vidas de terciopelo, tan dominantes, que le hacían parecer una hormiga fuera del hormiguero. Una pintora frustrada. Además, las hermanas de Javier tenían retoños preciosos, niños rubios y listos de los que presumían en cualquier ocasión mientras ella, que llevaba cinco años intentando ser madre, se sentía vacía y yerma. Por eso, quizá solo por eso, a ella le resultaba tan fácil insultar a Javier criticando a su familia hasta la locura, hasta que a él se le inyectaban los ojos de deseos de humillarla, de agarrarla del cuello y degollarla como si fuera una gallina. Se habían perdido el respeto y cuando ya estaban bien envenenados los dos, cuando ya parecía que nada iba a solucionar aquello, venían las infalibles reconciliaciones, con un doble arrebato de pasión y lujuria, y volvía a fluir la sangre desde el corazón de las arañas. ¿Cómo si no iban a compartir una velada en casa de la hermana de Javier esa misma noche?

Llegaron donde su cuñada al atardecer. Inauguraba una casa nueva en la sierra. Si lleváis algo, que sean bebidas o postres, lo demás lo ponen ellos, le había dicho su suegra, que siempre se metía en todo. Así que Laura compró el mascarpone, la mantequilla, los huevos, el limón, el yogur, las galletas para la base, la gelatina y la mermelada de frambuesa, y confeccionó la especialidad de la casa: su irresistible tarta de queso. Y trabajo le costó mantenerla entera, porque cada vez que Javier abría la nevera peligraba la integridad del manjar.

La casa estaba a rebosar. Dos besos de bienvenida y las presentaciones de rigor.

Canapés, vino… poco a poco fueron dando buena cuenta de todo, entre palabras y risas, en medio de una nube blanca cada vez más espesa a causa del humo de los cigarros.

Laura parecía saborear los halagos que le dispensarían; al fin comprobarían por qué Javier siempre hablaba de sus platos. Y comenzaron a desfilar los postres y sus hacendosas creadoras, los elogios y las adulaciones, como una competición al más alto nivel. Todos, menos la tarta de queso. Cuando los convidados cataban los últimos dulces, Laura entró en la cocina; apenas quedaban unos cuantos platos, y el suyo no estaba entre ellos, ¿qué podía haber pasado? Entonces vio la frambuesa manchando el borde del contenedor de basura, se acercó y allí estaba su obra. Había protegido la tarta de las garras de Javier, la había tratado con esmero para que llegara impoluta, y ahora estaba desahuciada, como su propia estima. Se secó las lágrimas y llamó a Javier para mostrarle la afrenta. Él dijo que lo olvidara, que quizá se había caído al suelo… A ella se le abrió una herida en el estómago. Una más.

Y volvieron a casa bajo un silencio infranqueable que hacía más insolente el trayecto. Nada más entrar, se dirigió al equipo de música —cualquier cosa antes que seguir pensando en lo sucedido—. Y comenzó a sonar una voz arrulladora, en esa canción de la niebla que tanto le gustaba: Para verme mejor, cierra los ojos…

Durante los días siguientes, Laura comenzó a experimentar cambios en su cuerpo: se sentía hinchada como un globo, tenía sensibilidad en los senos, se levantaba con náuseas y no aguantaba su perfume. Tenía miedo, miedo porque los síntomas apuntaban a un embarazo, como tantas otras veces en las que al final era solo imaginario. Se había hecho a la idea de que pertenecía a una raza de mujeres estériles, como un caparazón que la mantenía a salvo, para no volver a escuchar que sufría del síndrome de Rapunzel. Y no estaba segura de si todo ello obedecía al deseo desbordado de ser madre o al temor de serlo.

Algunas semanas después las señales eran tan evidentes que decidió hacerse la prueba del embarazo. Cuando salió de la farmacia con el resultado en la mano, ya no era la misma. Llegó a casa y se plantó delante del espejo, se desnudó, observó los turgentes pechos y la naciente barriga. Sentía placer, un goce inusitado al acariciarse los pezones y notar la hinchazón de los senos y la redondez de la tripa. Le daba poder, el que nunca había tenido como mujer.

Ahora, Laura poseía un secreto, y no estaba dispuesta a desvelarlo. No todavía. Cesaron las discusiones y los desencuentros quedaron en stand by. Javier no podía creerlo, procuraba no ser él el detonante de nuevas contiendas y por primera vez entraba aire fresco a sus vidas. Javier salía hacia el trabajo y ella por la ventana, lo veía subir al coche y alejarse calle arriba. Reparaba en el jardín que tenía justo en frente: las hojas  habían adoptado colores cálidos y algunas estaban en el punto culminante de su belleza. Echaba de menos sus materiales de pintura, el lienzo del otoño se mostraba generoso. Por eso volvía la vista al interior de la sala, o de sí misma. Encendía un cigarrillo y se sentaba a escuchar: Yo estoy aquí como la niebla…

 

Pensó la mejor manera de comunicarle a Javier que iba a ser padre. De comunicárselo a todos. Y comenzó a tejer un sueño, maldito, pero un sueño.

La canción había terminado. Laura rebobinó hasta la pista 6 del CD: La niebla no sabe de reglas…

Tomó papel y lápiz y anotó lo necesario para organizar una cena familiar: aún quedaba tiempo para programarla y convocar a la familia de Javier en navidad. Sí, la navidad era la fecha más idónea. Javier no acababa de creérselo, le gustaba tanto la idea… hasta se prestó para ayudarla con todo lo necesario. Tenía que ser un éxito.

Laura buscaba la ropa adecuada para disimular su creciente embarazo. Después, frente al espejo, comprobaba el milagro del camuflaje. Su cuerpo se había convertido en un corazón que latía y le devolvía a la vida abriéndole los sentidos, hasta desatarle el deseo salvaje de pintar otra vez y desempolvar algunos de sus cuadros, exiliados durante tanto tiempo.

Aunque Javier nunca la hubiera apoyado, ella era consciente de su talento. Sus idas y venidas al sótano —pintaba a escondidas—, le habían cambiado la percepción de las cosas, por eso decidió renovar la decoración del salón.

Había cubierto las paredes con papel pintado en rojo inglés y colgado sus cuadros. Encima de la chimenea colocó el último que había pintado: un campo de abedules en movimiento, que escondía, entremedias de los troncos y al fondo, una casita blanca casi imperceptible. Sí, ese cuadro sería un digno invitado a la cena que serviría el mejor catering de la ciudad. El postre lo elaboraría ella misma. Una tarta de queso gigante.

Se pasaba los días entretenida con los preparativos, y cuando Javier regresaba del trabajo le rodeaba con sus brazos… De fondo, la música, como una prerrogativa: Deja que llegue a ti como la niebla…

Y llegó el día anhelado por Laura para mostrar a la familia de su marido lo que valía como mujer y como pintora. De una cosa estaba segura, no la despreciarían más.

Se levantó temprano, tenía cita en la peluquería y en la modista. Había elegido un vestido premamá, de pasarela, que copió de una revista. Quería lucir con todo esplendor su embarazo. Le había dicho a Javier que los camareros llegarían de un momento a otro y él debía estar en casa para recibirlos; además, su familia no tardaría en aparecer.

 De vuelta, con todo hecho, se contemplaba en el espejo de la puerta y no se reconocía, se había transformado pero, ¿sería capaz de enfrentarse a la jauría?

Buscó las llaves y respiró fuerte: debía serenarse y entrar con la cabeza bien alta. En el porche se escuchaba el murmullo que venía de dentro, podía identificar la voz de su suegra y la de Javier.

 Metió la llave en la cerradura y abrió. Le gustaba cómo había quedado su salón, aunque la familia de Javier recargaba demasiado el decorado. Enmudecieron cuando la vieron aparecer, y sus cuñadas enrojecieron de envidia. Laura avanzó saboreando cada mirada de incredulidad, y lo hizo con el gesto intransferible de quienes gozan de auténtica distinción, mostrando a todos la prominente barriga. Les confesó que guardaba la sorpresa para esa noche, y que su marido acababa de enterarse, como ellos, de que iba a ser padre. Javier se le acercó —ella brillaba con luz propia—, la besó y abrazó emocionado pero sin alterarse, sin creer del todo que lo que estaba viendo era real. Y una sombra acabó instalándose entre los dos.

La cena estaba siendo un éxito total, los canapés, la sopa, el besugo… y por fin vino la tarta, tan rica que repitieron. Y cómo lamentaba Laura no poder acompañarles, pero su estado, su peso, las recomendaciones del médico…

Un cuñado le preguntó por el cuadro de la chimenea, si eran abedules los árboles pintados y que dónde lo había adquirido. Entonces ella le explicó, delante de todos, que no solo no lo había comprado sino que los abedules habían salido de su cabeza, como el resto de cuadros expuestos. La mirada impertinente de los invitados, que no digerían bien que esas pinturas fueran suyas, simbolizó su mayor triunfo.

Pero Laura aún no había lanzado el broche final. Salió a despedir a los camareros y esperó unos minutos. Cuando volvió al salón, sus cuñadas yacían en la alfombra apretándose el vientre. Debajo de la mesa descansaban los cuerpos de los suegros, aún tenían los ojos abiertos. Los cuñados se habían desplomado junto a la ventana, arrancando la cortina que los tapó como una manta, a uno de ellos solo se le veían los pies. Pero Javier, Javier reptaba iracundo hacia ella, clavando la mirada en la barriga que aún le pertenecía. Y consiguió asirse fuertemente a las piernas de Laura, hasta helarle la sangre y paralizarla. Ella ladeó la cabeza en el único gesto humano de la noche y Javier acabó deslizándose sobre sus pies, inerte.

 Después, Laura se compuso la ropa y se acercó al equipo de música. Le dio al play. Comenzó a sonar la pista 6, como siempre:

Lo que no se puede decir no se dice

lo que no se pueda contar no se cuenta

la niebla es humo frío tras la fiesta…

Bajó al sótano a buscar sus útiles de pintura, esa formidable naturaleza muerta que le había proporcionado su tarta de queso especial, merecía ser inmortalizada.

 

Afuera, en la calle, la bruma desprendía unas gotas menudas que no llegaban a ser lluvia.

12 Comentarios a “80-La vida de la niebla. Por Rapunzel”

  1. Firmin dice:

    Hola Rapunzel, gracias por tu voto. Te deseo suerte para la final del jurado. Tu excelente relato merece estar entre los elegidos.
    Un saludo

  2. rapunzel dice:

    Muchas gracias a todos, por vuestros comentarios y vuestro tiempo.
    Suerte

  3. Avril dice:

    No me da tiempo de leer todo, pero tu relato me gusta. Yo creía que en el mío había demasiadas muertes, pero, se ve que mi protagonista era un simple aprendiz.
    ¿No había un programa en la televisión que se titulaba «Suerte y puntos». Pues eso.

  4. Bonsái dice:

    Rapunzel:

    Recuerdo que este relato me entretuvo y me gustó.
    Así que te dejo mi voto y diez estrellas.

    Un abrazo.

  5. Lotte Goodwin dice:

    Creo que una venganza tan terrible hubiera necesitado un tono más surrealista en todo el relato, algo que denotara un ramalazo de locura que, a la vez, le permitiera resolver con normalidad.
    Suerte.

  6. Hombre sin abrigo dice:

    La venganza es como un círculo: empieza y termina en un mismo punto, luego de haber visto una infinidad de lados. Me gustó mucho este relato. En realidad me tuvo en vilo. Felicidades.

  7. Bonsái dice:

    Rapunzel:

    En verdad muy bueno. Me he mantenido expectante, está muy bien narrado y tiene un final estupendo. Hasta he logrado imaginarla pintando esa naturaleza muerta.

    Los sótanos y homicidios están dominando el certamen.

    No te deseo suerte, no la necesitas.

    Un abrazo.

  8. Dies Irae dice:

    Hola, Rapunzel.

    Una escritura muy correcta (para mi gusto sobran las canciones, pero eso es cosa mía) y un argumento que ni con acrimonia me hizo presagiar su deriva.

    Pero… no me gusta el final. ¿Qué se supone que va a hacer la moza con su naturaleza muerta, con su prominente barriga, con las sobras de la tarta de queso? Eso no es un «final abierto», es un vale para unas vacaciones en El Dueso o, con suerte, en un buen loquero. Se merecía más sutileza en la venganza. Digo, no sé.

    ¡Suerte!

  9. sacha dice:

    Me interesó.
    Suerte.

  10. Hóskar-wild is back dice:

    ¿Qué se puede esperar de alguien que se levanta con signos de acrimonia, que rebobina canciones en un CD, que se cuelga con Buika y que pinta a escondidas en un sótano? Nada bueno. Sea como sea, pocas imágenes son tan gratificantes como ver a las cuñadas retorciéndose de dolor en el suelo. Suerte.

  11. Lovecraft dice:

    Ya van dos mujeres en lo que llevamos de certamen (una religiosa y otras seglar) que recurren al envenenamiento masivo para resolver sus problemas. Esta costumbre empieza a resultar preocupante. Escritura muy correcta en este caso; me gustó la ironía de la naturaleza muerta a que aludes al final del relato.

    ¿Así que el síndrome de Rapunzel existe? Nunca te acostarás sin sabe algo nuevo.

    ესპანეთის

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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