83- El joven de la fregona. Por Iñigo Montoya
- 16 octubre, 2012 -
- Relatos -
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Hacía frío en la calle. No en vano era finales de diciembre. Dentro, en cambio, se rozaban los treinta grados. Disfrutar del Interior era un placer y un lujo, pero sólo para unos pocos elegidos. La gente cantaba, reía, bailaba, jugaba, disfrutaba de la vida y sobre todo se vanagloriaba de estar justo ahí. A veces, tras escuchar ruidos del exterior, los invitados se miraban los unos a los otros y comentaban jocosamente: «¡Pobres infelices ésos de afuera!».
En cada fiesta se coronaba a la mujer perfecta. Ella era la princesa. Y debía poseer las dos cualidades que realmente importaban: belleza y sabiduría. La elegida bailaba con quien deseaba y era el centro de toda admiración.
Durante mucho tiempo el joven de la fregona, que sólo estaba dentro el rato que tardaba en ordenar la sala y cepillar el suelo tras finalizar cada velada, no entendía aquellas celebraciones, y ni siquiera consideraba la más bella a la que todos llamaban alteza. Sin embargo no se lo planteaba, al fin y al cabo él era del otro lado.
Cada noche llegaba solo, bueno con su fregona, y se colocaba en una esquina junto a la puerta esperando a que finalizara la gala y que se fueran todos para comenzar a barrer. Al principio pensaba que los invitados pasarían frío nada más salir, pero luego se dio cuenta de que no, porque les recogían enormes coches comodísimos que mantenían la temperatura y les trasladaban directamente a sus mansiones, donde también se estaba muy a gusto, por lo que prácticamente desconocían el exterior.
Sus amigos, de fuera todos claro, y que a veces le acercaban al trabajo ya que no sabía conducir, no entendían por qué aceptaba un empleo tan sucio y él, con un inocente gesto de hombros, les replicaba: «Si a mí no me importa limpiar», aunque reconocía que le gustaría hacer otras cosas: como viajar. De vez en cuando se imaginaba volando hacia diferentes lugares maravillosos que leía en los libros. Y es que al joven le encantaba leer y nunca salía de su hogar sin un libro en las manos.
Una tarde mientras se dirigía a trabajar, hojeaba uno de los miles de ejemplares que se pueden sacar de una biblioteca. No era de un autor muy conocido, y quizás por eso le llamó más la atención, pero nada más abrirlo le fascinó por las maravillosas descripciones de preciosos paisajes muy lejanos, con aguas cristalinas, arenas blancas y lunas brillantes. De repente, deseó con todas sus fuerzas viajar hasta allí, justo en el momento que traspasaba el umbral de la entrada principal del auditorio.
Aquella noche pasó algo insólito. Mucho tiempo después habían nombrado a otra heredera al trono. Desde su rincón, el chico de la limpieza intentó vislumbrar el rostro sin mucho interés, ya que para él seguramente no fuera la más bella. Sorprendentemente, en esa fría madrugada de diciembre, su expresión quedó congelada al observar al ser más cautivador que jamás había contemplado. Tal fue su estado de asombro que se quedó inmóvil, quieto, en medio de la salida, entorpeciendo el paso de los invitados que se iban a sus casas. Éstos, con sonoras carcajadas, se burlaban de su expresión grotesca, con la boca excesivamente abierta, como deformada, y le empujaban a un lado lanzándole el cubo y la fregona.
El joven se enamoró. Cada día, disimuladamente, llegaba un poquito antes de la hora, y hecho un ovillo en su esquina observaba el rostro angelical de la princesa. Sus amigos al principio se reían de él, de sus sueños de grandeza, aunque más tarde se preocuparon. Ya no salía con ellos, no se divertía y sólo contaba los minutos para ver de nuevo aquellos ojos que le eran imborrables en la memoria, como una fotografía perfecta.
Y ocurrió el milagro. Quizás fue el destino, pero una noche de tantas la infanta salió la última del Interior, y justo antes de llegar a la puerta, el tacón de su zapato se rompió y la tiara que lucía en la cabeza rodó por el suelo hasta los pies del joven. Éste, se agachó y se la entregó. Ella, con una leve sonrisa en los labios, le regaló un sencillo «gracias».
No se sabe por qué, tal vez por los ojos del tímido limpiador, pero un instante antes de pisar la calle la mujer giró su rostro y un impulso extraño le llevó a decir: «¿Quieres bailar?». Se quedó perplejo, avergonzado de amor, creyendo tocar su sueño. Sin embargo no pudo más que responder: «Yo no bailo con princesas». La más bella y sabia se colocó su corona y riéndose mientras se metía en el coche le contestó: «Lo que pasa es que no sabes, y nunca sabrás bailar».
Esas palabras le marcarían de por vida. En un impulso de rabia se dijo para sí que tarde o temprano aprendería a bailar. Día tras día se dedicaba a perfeccionar el baile en su habitación. No hablaba con nadie. Su obstinación le cambió el carácter, ya que dedicó todas sus fuerzas a convertirse en un gran bailarín, y su única motivación en el empeño eran los paisajes de aguas cristalinas, con arenas blancas y lunas brillantes, y la «fotografía» perfecta de la princesa.
Transcurrieron los meses y una noche cualquiera el joven llegó al festejo diez minutos antes de que acabara. Decidido como cuando quiso aprender a bailar, cogió de la mano a la protagonista del Interior y bailó con ella. No sabía apenas seguir los pasos, y la multitud se mofaba de él vociferándole que lo intentase con otra bailarina más a su medida: la fregona. Fueron escasos segundos pero cuando la princesa cerró los ojos, sintió que estaba en una burbujita de cristal y que bailaba, no como una simple princesa, sino como una reina.
A la vez que el torpe patoso soltó su mano, le susurró: «Ven conmigo a un lugar de aguas cristalinas, arenas blancas y lunas brillantes donde siempre estaremos bailando y te sentirás como una reina». La damisela abrió los ojos y salió del ensimismamiento observando a todo el gentío riendo, y con un gesto de soberbia y orgullo le gritó al pobre iluso que jamás volviera a tocarla con aquellas manos tan sucias que sólo sabían escurrir una miserable bayeta.
Al día siguiente se nombró a otra digna sucesora. Ella ya no era tan bella, ni tan sabia. Había pasado el tiempo. Cuando acabó la conmemoración, la predecesora felicitó a la nueva alteza y no pudo evitar, al salir por la puerta, volverse hacia donde debía estar el joven. Sólo había una fregona apoyada en la pared.
Aquélla, que fue una de las princesas más recordadas, ya no disfrutaba tanto en el Interior. No era todo tan feliz. Las horas eran ásperas y aburridas, y su único momento de placer llegaba justo antes de dormir cuando leía unas líneas de su libro de cabecera.
Era diciembre y hacía frío. Venía de otra velada y después de desmaquillarse se puso sus gafas y se acomodó en la cama. Tomó el libro de la mesita de noche y lo observó durante unos segundos. Era extraño, muy grueso y empolvado, y no pertenecía a ningún autor famoso o respetado. No sabía cómo había llegado ese volumen a sus manos, pero tampoco se lo planteó mucho, lo abrió y comenzó a leer. Y recordó su último día coronada tras el punto final de un extenso relato que versaba sobre paisajes lejanos con aguas cristalinas, arenas blancas y lunas brillantes. Por la mañana, con gran decisión, hizo las maletas y rompió con todo su mundo para salir afuera. Y viajó. Y tras cientos de kilómetros llegó a un lugar donde las aguas eran cristalinas, la arena blanca y la luna brillaba como nunca había imaginado. Hacía frío, era diciembre, y no había nadie. Bueno sí. A lo lejos divisó una pareja con sus dos hijos paseando. La madre estaba con el pequeño y él, perseguía a la chiquilla por la arena. La niña, poco a poco, se acercaba involuntariamente a la que una vez fuera princesa, ya que venía corriendo de espaldas porque estaba jugando con su padre a pillar. Chocaron suavemente, y con un gesto de cariño maternal, la mujer le preguntó: «¿Estás bien, pequeña?». Mientras le respondía que sí, llegó el hombre que cogió a su hija entre sus brazos. Temis susurró a su padre: «Qué guapa es esa señora papá, parece una princesa». «Sí, aunque nunca llegará a ser una reina, como la mami», le respondió él acariciándole la larga melena.
La cría, de un salto, bajó del regazo de su padre y fue corriendo a abrazar a su mamá y a jugar con su hermanito. En ese preciso instante, la desconocida y el joven de la fregona se miraron a los ojos durante unos segundos eternos. Él la reconoció, pero no dijo nada. Dio media vuelta y esbozando una triste sonrisa acompañada de una lágrima resbalando por la mejilla se aproximó a su familia. Ella, en cambio, no se acordaba de aquel hombre que no parecía tan mayor para tener ya dos niños. Sí que sintió una sensación extraña en su interior, aunque no le prestó excesiva atención y sin más, alzó la vista y observó a la madre: una señora guapa, delgada, con una expresión que le recordó a la de una auténtica reina, pese a que vestía un abrigo negro desgastado y una raída bufanda verde. Y es que hacía frío, era diciembre.
Suerte.
Debo de reconocer que no acaban de convencerme los relatos con exceso de moralina, aunque bien cierto es que, con el paso de los años, toda princesa acaba convirtièndose en reinona. A ver si aprendéis, barbies de barrio. Suerte.
Un cuento de hadas donde la princesa es una fracasada y el príncipe azul una fregona. Diferente.
Suerte