84-La Maldición del Chino. Por Prímulo Garrigola
- 17 octubre, 2012 -
- Relatos -
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Recuerdo, con extremo pesar, aquella nefasta ocasión en que descendió sobre mi cabeza la denominada maldición del Chino, la cual me condujo a enamorarme muy desesperadamente de un viejo carrito rojo que, hacía no sé cuántos años, tenía mi primo Reinaldo parado en el frente de su casa…
¿Cómo? ¿Qué usted no sabe cuál es la famosa maldición del Chino? ¡Ah, bueno! Pero usted sí que está atrasado. Escuche, pues, entonces, y con suma atención, esta brevísima historia y lo sabrá:
Cierto día aconteció que un atracador, un ladrón de esos que roban a manos armadas y con muy sinceras intenciones de matar, llegó al comedor “Pica-Pollo”, perteneciente a uno de aquellos honorables ciudadanos de la patria de Confucio y Lao-Set, cuyo nombre ahora no viene al caso ni yo sé como pronunciar, y le dijo, a la vez que lo encañonaba con un tremendo revólver:
»Chino entrégame rápido todo el dinero que tienes o te mueres en el acto…
»El Chino, al ver el siniestro cañón del revólver, cumplió con el urgente requerimiento del asaltante y éste se retiró del lugar, tal y como llegó, tan raudo como la luz de un relámpago. El oriental, quien se sintió completamente impotente ante el asalto, tan sólo se conformó con gritarle, al maleante, con toda su fuerza:
»¡Ah, maldito ladlón! Ojalá que con ese linelo que hoy me lobaste te comples un calo bien, pelo bien viejo…
Y, desde entonces para acá, aquella se convirtió, camarada, en la ya archifamosa maldición del Chino.
A la verdad que, el maldito carrito rojo ése, se veía de lo más chulo1, estaba bien coqueto y paradito él. Por tal razón, tan pronto como lo vi, pensé en comprármelo para ir al trabajo y luego a la universidad y no pude evitar pensar en la inmensa cantidad de jevas2 que me levantaría con el solo hecho de adquirirlo. Pues, en muchísimas ocasiones, escuché a mis plásticas y muy exigentes compañeras de estudios decir que un hombre a pie, o sea, sin vehículo para transportarlas a ellas y a sus mejores amigas, no era más que un verdadero perro. ¡Bueno! De acuerdo con ese femenil punto de vista, con la sola adquisición de esa pequeña cucarachita roja, yo dejaría ya de ser un pobre e inútil realengo viralatas3 y pasaría a ser un verdadero hombre.
Recuerdo que cuando le manifesté a mi primo Reinaldo la intención de comprarle su diminuto y ya abandonado cacharrito rojo, pues en aquellos momentos él usaba un carro mucho más grande y confortable para transportarse, me dijo como si hablara en serio: Mire primo, yo, aunque usted no lo crea, quiero y le agradezco mucho a ese carrito y no quisiera tener que vendérselo a nadie por nada del mundo… Es más, mi ego, ¿sabrá usted que es eso?, prefiere verlo ahí, parado frente a mi casa, cual si fuera una preciada reliquia.
Yo, al escuchar esto, no me arredré y, entonces, le dije: Mire, primo, déjese de pendejadas, pues si yo le compro ese “carrancho” suyo es como si usted aún continuase siendo el dueño, así que le doy quince mil pesos, de ahí-ahí, por él…
Y en verdad que no sé qué pasó con el ego y el supuesto cariño de mi primo hacia su tan querida reliquia, pues casi me arrancó el brazo al escuchar tal propuesta.
¡Bueno! Cerramos el trato, y tuve que vender mi motocicleta nueva, con la cual iba al trabajo y a la universidad, una nevera y varios libros, para poder completar la alta suma acordada en el negocio. Y, para colmo de todos los colmos, también tuve que buscar mil quinientos pesos más para poder pagar una grúa y quinientos adicionales para calmar al mecánico que se pasó el día enterito tratando de prender mi carro, pues ya era mío y así lo había bautizado: mi carro.
Y así, remolcado por una grúa, más el mecánico y yo empujando, pudimos quitarlo del frente de la casa de mi primo Reinaldo y pararlo al frente de la del ya casi Licenciado en Derecho Primigenio García López, que, lógicamente, soy yo mismo.
¿Qué por qué me llaman así? ¡Oh, pero que cosas las suyas! Pues porque soy el primer hijo de mis padres. Y, por favor, ya no me pregunte usted más pendejadas si es que quiere que le termine de contar la interesante historia de mi carro.
¡Ay, señores! Allí comenzó para mí un largo e interminable vía crucis que no le deseo a nadie, pero que tampoco quiero ni siquiera tener que recordar. Tenía yo que comprar piezas constantemente para tratar de prender el carrito aquél. Tenía yo que pagar al desgraciado mecánico ése, cada vez que le echaba un ojo o le ponía las manos encima dizque para tratar de arreglarlo. Tenía yo que espantar a los muchachitos ociosos que querían tomarlo como un instrumento de sus juegos. Tenía hasta que controlar y corregir personalmente a las personas adultas que querían tomarlo como asiento, como motel nocturno o como vil tendedero de ropas recién lavadas. Y, a todo esto, yo seguía pensando en la gran cantidad de jevas que me levantaría en la universidad cuando mi carro estuviera funcionando correctamente.
Producto de los muchos gastos ocasionados por mi carro, comencé a tener problemas muy serios con mi casero José, pues ya no le estaba pagando el alquiler correspondiente, además de que, en verdad, no tenía con que pagarle; ya que, por faltas laborales acumuladas —también como consecuencia del mismo asunto del carro ése— me habían echado del trabajo. Además, había perdido (también por descuido e inasistencia) el semestre universitario. Y es que, en verdad, todos mis esfuerzos se habían concentrado en cuidar y tratar de habilitar mi tan querido carrito rojo.
Sucede, pues, que el casero comenzó a presionar para que yo le abandonara la casa, ya que los recibos de la luz, del agua y del teléfono se les venían acumulando y no había forma alguna de pagarlos. Tuvimos serios problemas, casi de justicia, pero gracias a Dios y a la muy oportuna intervención de algunos amigos comunes la sangre no llegó al río.
Por esos mismos días un muchachito, más malo que el diablo, llamado Jonás, cada vez que llovía, se le ocurría llenar el tanque de gasolina de mi carro con pura agua lluvia de la que corría por los contenes4. Y otro desgraciadito, un tal Petrus él, como queriendo hacer honor a su nombre, le había cuarteado a mi carro el vidrio delantero de una pedrada lanzada hacia él con muy certera precisión. Ante tan extrema situación vivida, yo estaba que me pasaba los días, más que amargado, aburrido hasta el mismo copete…
No obstante, recuerdo que, un buen día, se apareció un joven, de comportamiento muy extraño él (hasta medio demente me pareció el bendito muchacho ése), que decía estar dizque estudiando por correspondencia un curso de Desabolladura, Pintura y Reconstrucción de Vehículos y, delante de mi buen amigo Prímulo Garrigola, me hizo la siguiente proposición, envuelta en una pregunta que a la vez sugería una propuesta: Mire, señor, yo necesito comprarme un carrito como éste para desabollarlo, pintarlo y arreglarlo a fin de poder poner en práctica mis conocimientos y cumplimentar así mis estudios. ¿En cuánto usted me lo vende?
¡Bueno, mi hijo querido!, le respondí. Yo no vendo mi carro, pero de vendértelo a ti te lo vendería en lo mismo que me costó: quince mil pesos, ni uno más ni uno menos. Y le puntualicé enseguida: Y, quiero que tomes bien en cuenta que yo, tan sólo en mecánicos, piezas y mantenimiento en general, he gastado ya el doble de lo que di por él.
El joven me repuso: Mire, señor, yo le ofrezco tan sólo diez mil pesos, pues es todo cuanto tengo encima y, recuerde, yo sólo necesito esa antigua “carcachita” suya para poder practicar mi arte…
¿Cómo que esa antigua carcachita mía?, Le dije sumamente enojado. Tampoco me apoque mi carro…, y, por tal razón, concluí, muy molesto, con la recién entablada negociación.
Así que, dicho joven y yo, no llegamos a nada. Mi fatal orgullo se mantuvo impasible como una roca marina; pues, no era cierto que, después de yo haber gastado casi treinta mil pesos en mi carro, se lo iba a dar por mucho menos de quince a este pelafustán, aprendiz de desabollador, salido de no sé yo dónde diablo. Por tal razón terminé mandando al infierno al mencionado joven.
Al ver esto, mi amigo Prímulo intervino y, muy sabiamente, me dijo: Mire, Primigenio, aproveche usted esa oferta. Recuerde bien aquel viejo refrán latino que dice que “siempre sale un pendejo a las calles” y, ese muchacho, es el pendejo que salió hoy a las calles sólo para favorecerlo a usted. Pero qué va… yo, embriagado de muy petulante emoción, opté por mirar a mi amigo por encima del hombro, con muy altivo desdén, y, luego, me pavonee ante él cual si fuera yo un hermosísimo pavo real.
Pasó el tiempo y, ante la constante e implacable presión del casero y de los vecinos —los cuales consideraban, y con bastante razón, que ya yo abusaba de él— tuve que mudarme y, obviamente, quitar mi carro del frente de su casa. Lo paré entonces, frente a la casa de una hermana mía, específicamente en la bocacalle de una callecita sin salida, y no sé cómo diablo fue que vino a parar frente a la casa de mi mamá, una vieja cascarrabias que vivía casi a dos kilómetros de allí… Quizás tuvieron razón para rodarlo hasta tal lugar, pues ya yo me había refugiado con todos mis bártulos en la casa de mi madre; la cual al verme a mí allí, más, ahora, también mi maldito carro parado en el mismo frente de su casa, peleó, gritó, pataleó y se zapateó como una chiva rabiosa, pero, a fin de cuentas, no le quedó otra opción que soportarme.
Al otro día, bien temprano, llegó la policía a buscarme (claro que a casa de mi mamá buen torpe) y me conminó muy tajantemente a que fuera a retirar mi bendito carro del mismo medio de la avenida Padre Castellano (antigua 17), tampoco supe cómo rayo pudo éste ir a parar allí, a una de las más transitadas y, por ende, congestionadas avenidas de la ciudad de Santo Domingo de Guzmán…
Más que desesperado, exasperado, fui al lugar indicado por los agentes, retiré de allí mi carro (no sin antes pagar a quienes me ayudaron a moverlo) y buscando liberarme ya de la tan ofuscante maldición del Chino, fui en busca de Juliano (sí, del mismo mecánico ése que llevé cuando lo compré y el mismo que tantas veces había tratado de arreglármelo) y entonces, le oferté mi carro en la pírrica suma de quinientos pesos, la misma cantidad que pagué a los que me ayudaron a moverlo de la 17. Mas, éste me dijo que, en esos precisos momentos, no tenía ni siquiera un solo centavo arriba, y que, por tanto, me pagaría después…
Se lo fié, pues, y, Juliano, su nuevo propietario, agarró mi carro lo desguazó como a él le dio las benditas ganas y terminó vendiéndolo pieza por pieza. Lo último que este bárbaro vendió de mi carro fue el chasis, y la fundición que se lo compró le dio mil quinientos pesos por éste, pero el miserable mecánico ése nunca jamás me pagó lo poco que me adeudaba.
En tal sentido, tan sólo me quedé con la muy inmensa satisfacción de haberme liberado para siempre de la funesta maldición del Chino y también me alcé con aquel maravilloso honor de haberme desprendido, feliz y definitivamente, del hondo suspirar con el que, a cada ratito, me sorprendía a mí mismo lamentándome con el discursito aquél de: ¡Ay… mi carro!
Mis saludos afectuosos, Lotte Goodwin:
Gracias por su comentario y sincero deseo.
Reciba mis fraternos abrazos.
Es más un monólogo de El club de la comedia que un cuento, pero es verdad que te ríes.
Mucha suerte.
Mi saludos, Sacha:
Gracias por tus buenos deseos.
Recibe mis fraternales abrazos.
Mis saludos, Hóskar-wild is back:
Gracias por la atinada recomendación. Mandaré a Primigenio al polígono Cobo Calleja, a ver si le dan mejor rédito. Gracias, por leerme, amig@.
Recibe mis fraternales abrazos.
Mis saludos y gracias, Lovecraft, por su buen comentario.
Recibe mis fraternales abrazos.
Mis saludos fraternos, Aljibe. Gracias por dedicar parte de tu tiempo a leer mi relato. Me alegra que te haya gustado y que en él haya aprendido algo. Gracias del alma, reitero. Abrazos.
Suerte.
Mejor le hubiera ido a este pobre desdichado si lo hubiera llevado al polígono Cobo Calleja a ver si la pandilla de mafiosos que manejan el lugar (sustentados por los políticos locales, de eso no hay duda) le sacaban rédito. Suerte.
Mi carro me lo robaron, anoche cuando dormía. ¿Donde estará mi carro? Where is my car? Para maldición de verdad, de las que te cagas a la pata abajo, la de El Diablo en la Botella de Stevenson. Nada comparado con lo que le sucedió a este pobre hombre con su carro rojo, sin querer quitarle importancia a sus padecimientos.
Suerte para conjurar todo tipo de maldiciones.
Me gusta aprender palabras nuevas cuando leo un relato. En este lo he hecho, además, con una sonrisa en los labios.
Enhorabuena y Suerte!