La tumba. Por Estel

 

La tumba

Antes de irse, Namaa preguntó por qué prefería la tumba de arena solitaria y escombros, de granizo y heladas, de ciudades hundidas, a la tranquilidad del nuevo comienzo. No le dije que tenía otro comienzo en las manos: era la última, y por eso mi deber era quedarme; quedarme a cuidarlo.

Hacía décadas que el satélite se había convertido en el blanco de las ambiciones del llamado “emprendedor”, dueño de emporios transnacionales que en lugar de hacerse responsable de su hacer y deshacer (sobre todo de su deshacer) en el mundo, prefirió aceptar un reto más sencillo: expandirse otra vez.

A medida que la segunda gran migración se volvía más accesible, disminuyeron las preocupaciones del consumidor con respecto al lugar que dejaba atrás. El objeto de sus desesperadas ilusiones eclipsaba el sufrir que traían las condiciones insalubres en que su propia actividad desmesurada lo había sumido; no habría motivos de alarma o incomodidad cuando, tras pocas horas de su ingrávido viaje a través del cinturón de chatarra espacial, llegara a su alegre destino.

Mientras tanto, mis propios viajes se volvieron más y más penosos: los escasos rincones sobrantes, no exentos de la virulenta amenaza que había ocasionado la caída de los últimos reinos verdes, apenas albergaban otra vida que la que, vacilante, mendigaba el miasmático hummus en que se sumergían las raíces. Me di a la tarea de recoger cuantas muestras pude, y un par de veces mi presencia en estos parches de tierra aún fértil me costó más de lo que puedo contar.

La frente se surcó de arrugas, los cabellos crespos se vetearon de gris. Esperé, y recé, por que el resto del mundo se vaciara. Hasta que mis piernas no pudieron llevarme más lejos. Hasta que las familias más pobres hubieran perecido antes de poder comprar su “borrón y cuenta nueva”. Me escondí cuando el último convoy bajó para elevar a la última emigrante, aquella que había compartido mi techumbre durante los días oscuros y postreros. Nadie se dio cuenta de mi ausencia. Poco les importaba remover los despojos del hábitat que habían vuelto desechable. Para ellos, tanto su cuna como yo habíamos muerto.

Pero yo me aferré, apretando los ojos, al embrión del futuro que había arrancado de nuestro pasado olvidado. No le dije a Namaa. No dije nada antes de que se fuera, de que se dejara llevar por los tentáculos de la bestia insaciable que habrá de precederlos en el Cosmos… nunca volverán, ni ella ni los esclavos del emprendedor. Un mundo agotado y vacío es la única oportunidad que puedo darle a esta nueva esperanza. Las voces humanas hace mucho que habían sustituido los graznidos del cuervo como heraldos de ruina y destrucción. Ahora que tan sólo unas pocas de estas aves interrumpen tímidamente el desolado susurro del viento, enmudezco mi propia voz con el celo de una madre que vela sobre algún sueño próximo a romperse. Seguramente un día, mi carne servirá para fortalecer las jóvenes raíces, mis huesos nutrirán las débiles ramas, que empezarán a extenderse hacia el inveterado calor del sol. Y ante el silencio del amanecer todo volverá a ser posible.

 

Estel

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