El padre pecador. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales

Cuentos estivales (XX).

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El padre pecador.

       En otra mañana, Cholo, el bueno de don Pedro nos llevó aguas abajo del arroyo de Burete y nos fue explicando el detalle del bosque de ribera mediterráneo y su fauna.

       Nos explicó que la dificultad está en distinguir las especies, porque se entrelazan entre sí. De modo que conforme íbamos andando, se paraba junto a un árbol o arbusto y nos lo explicaba.

       -El bosque de ribera, es un ecosistema fundamental en la conservación del hábitat de muchos animales acuáticos –nos explicó el maestro- y es muy rico en variedades vegetales. ¡Mirad! –prosiguió- este es un álamo blanco y aquél arbusto, un rosal silvestre. Ved este gran olmo. ¡Magnífico! También son importantes las junqueras, pues mantienen los márgenes del cauce en las riadas. ¡Ay! ¡Un zarzal! Este arbusto es una zarzamora. Y este otro, una zarzaparrilla. Hay que tener mucho cuidado con las zarzas, que pinchan.

       -Este otro es un chaparro o cascajo. Muy, muy mediterráneo. He aquí una colútea, que tiene sus flores enracimadas. Y aquellos de allí, de la orilla, son chopos y a su sombra almorzaremos.

       Una vez sentados bajo la protectora sombra de aquellos grandes chopos, nos repasó la respiración cutánea de los batracios y nos habló de los topos, de las culebras de agua, de los invertebrados como las libélulas y mariposas y los coleópteros acuáticos; y, sobre todo, de las aves que allí anidaban y vivían, como la oropéndola, de tan vivo color amarillo, los mitos (con sus largas colas) y –el que más nos impresionaba a los niños- el pito real o pájaro carpintero. También vieron un ruiseñor bastardo y algunos carriceros.

       Y mientras comían su rebanada de pan y su tocino, acompañado de un buen tomate, el maestro les dijo, muy solemne: -y muy cerca de aquí, al otro lado de esa montaña, se produjo un milagro.

       -¿Un milagro? -preguntó sobresaltada la Teresica.

       -Sí, un milagro. Un milagro que obró un padre franciscano de Cehegín. Os lo contaré.

       Hubo un franciscano en el Convento ceheginero que era un verdadero santo. Se llamaba Francisco Yáñez Espín y predicaba el evangelio a todos los que vivían por estos parajes, alejados de cualquier templo.

       El padre Francisco, de familia muy conocida, era la verdadera representación de la humildad y por medio de él, Dios obró muchos prodigios.

       Un día de pleno verano, regresando de Bullas, donde había curado a un enfermo gracias a su fe, con sólo ponerle un guijarro sobre la cabeza, oyó las súplicas de un hombre, que se encontraba casi desvanecido. Se había perdido y llevaba varios días desorientado y deshidratado. El padre Francisco corrió hacia él a socorrerlo y, viendo que lo que más necesitaba era agua, removió unas piedras de una ladera del barranco donde estaba el moribundo y tocó con su cayado el suelo, brotando inmediatamente una fuente, con cuya agua atendió al hombre y le salvó la vida.

       Llevó a cabo muchas curaciones y dio consuelo a todos los habitantes de la zona.

       Este padre Francisco era tan humilde y santo, que él se decía de sí mismo que sólo era un pobre pecador. Y tanto lo repetía, que fue conocido como Francisco Pecador, el Padre pecador. Por ello, el arroyo que se formó al obrar la maravilla de hacer manar agua en estas tierras casi desérticas se conoce como barranco del Padre pecador. –Terminó de contar Don Pedro.

       Y los zagales, Cholo, impresionados con aquella historia, nos quedamos perplejos al pensar que el más santo de aquellos cehegineros, sea recordado por lo que nunca fue: un pecador.

       Y aún hoy, en la moderna autovía a Murcia, en el viaducto que cruza el cauce, se recuerda ese nombre: “Barranco del Padre pecador”.

       (Continuará…)

 

Gregorio L. Piñero

(Bosque de ribera mediterráneo de un arroyo. Foto de Marta Carnero).

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