El triunfo de la cruz. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (XVI).

el triunfo de la cruz

El triunfo de la cruz.

 

       -¿Tú sabes, Cholo, qué día es hoy, marinero de pacotilla? –Me preguntó mi pupilo.

       -Francamente, no me agradó el exceso de confianza. No habré navegado, pero no por culpa mía ni porque no sea ese mi deseo. Mis lectores saben que me hubiese gustado mucho el ser la mascota de un cabo gastador de la Marina de Guerra española. La suerte no me ha deparado ese sueño. Pero eso de pacotilla… No me parece ni correcto, ni educado.

       -Hoy es la festividad de la Virgen del Carmen. Y entonces me puso mi peto y mi lepanto, y me sentó junto a él a ver un vídeo de la Escuela Naval Militar, cantando la Salve marinera. Y a mí, esta excentricidad de mi pupilo, es la única que no sólo no me desagrada, sino que disfruto con ella.

       -Y, además –ha continuado- es la festividad del Triunfo de la Cruz. ¿Sabes por qué?

       -Y en esto, me ha dejado sin ladridos, pues no, no lo sabía.

       -En mi infancia –prosiguió- el día de hoy era muy celebrado. Y en Burete también. Después de oír misa en la ermita, oficiada por Don Calixto, el buen sacerdote que la regía, se hacía una pequeña procesión con la imagen de Nuestra Señora del Carmen y tras de aquélla, había músicas y bailes tradicionales, como en San José, que es el patrono de la pedanía.

       Luego, ya en el cortijo, los zagales comíamos los anisicos y caramelos de menta que nos habían dado en la fiesta. Y, sentados en los poyetes de alguna de las casas, tomábamos algo de merienda-cena que nos daban. Bien podía ser pan con una jícara de chocolate “Supremo”, que estaba riquísima y un vaso de leche de cabra, recién ordeñada y hervida, para evitar las fiebres “maltesas”.

       Me dice que, un día del Carmen como hoy, ya en la noche, el abuelo Gregorio contó la siguiente historia:

       -Fue el 16 de julio de 1212 –comenzó a narrar el abuelo Gregorio- cerca de donde hoy está el pueblo de Santa Elena, en Jaén.

       -¿Eso está muy lejos? –Preguntó la Marianica.

       -Está lejos, pero no muy lejos. Estuve allí en tiempos de la Guerra –le contestó.

       Tras la derrota en la batalla de Alarcos, los cristianos se sentían muy desmoralizados en su reconquista. Así que Alfonso VIII, rey de Castilla, con el apoyo del arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, solicitó al papa Inocencio III que predicase una cruzada para el perdón de los pecados a los que lucharan en ella; y, de este modo, hacer atractiva la participación de los otros reinos cristianos de la península ibérica. Y así fue.

       Se formó un gran ejército con las tropas de Castilla, las aragonesas de Pedro II de Aragón, las navarras de Sancho VII de Navarra y por voluntarios del reino de León y del reino de Portugal. También las órdenes de los Caballeros de Santiago, Calatrava, Temple y del Hospital. Llegaron ultramontanos de Europa pero, salvo los occitanos, no participaron en la batalla.

       Las tropas musulmanas, muy superiores, iban al mando del califa almohade Muhámmad an-Násir, que llamaban Miramamolín, hijo de Almanzor. Y puso su campamento de mando, sus reales, en lo alto de una loma, protegida por su temible guardia personal, que se entrelazaban entre ellos con cadenas, para no retroceder jamás.

       Al parecer, disfrazado de pastor, San Isidro se le apareció a la vanguardia del ejército cristiano, capitaneada por Don Diego López II de Haro, Señor de Vizcaya, enseñándoles un acceso disimulado entre las montañas para acceder al valle de los “Llanos de la Losa” o “Navas de Tolosa”, sin ser vistos por el enemigo: el “Puerto del Rey”. Una senda que resultó clave en la victoria, pues las tropas cristianas no fueron vistas por los moros hasta casi el momento del primer ataque.

       Aquel día 16, después de algunas escaramuzas de los días anteriores, se entabló la gran batalla. Cuando, a la tarde, se produjo la gran carga cristiana, aragoneses, castellanos y navarros, atacaron con tal ímpetu, que las fuerzas musulmanas retrocedieron en desbandada. Alcanzando entonces el real del Califa las tropas navarras, cuenta la leyenda que mataron a los miembros de la guardia de élite y cortaron las cadenas, por lo que Miramamolín, viendo en peligro su vida, huyó del campo de batalla y no paró hasta llegar a Jaén, donde se refugió.

       Las tropas cristianas hicieron un gran botín y frenaron la –hasta entonces- casi imparable expansión de los Almohades. Y, por aquella gesta heroica de las huestes de Sancho VII, el escudo de Navarra lleva las cadenas de las “Navas de Tolosa”, en recuerdo de su heroicidad. Y a la festividad se le conmemoró como el “Triunfo de la Cruz”, por la victoria cristiana.

       -Los niños, Cholo, embobados con la narración de la gesta, nos ensoñábamos recreando en nuestra imaginación aquel bravo e imparable asalto de las tropas navarras –me dijo mi pupilo.

       -Si bien, yo, lo de las cadenas no lo veo claro. Si estaban encadenados, mal podrían defenderse del ataque. ¿No les parece?

       (Continuará…)

Gregorio L. Piñero

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