Flipa en Madagascar. Anita Noire

Flipa en Madagascar

 

flipa con madagascar

«Cree que necesita ayuda. Puede que Margot no posea la inteligencia más aguda del mundo occidental, pero en cuanto conoce a un chico que afirma ser poeta, la primera palabra que le viene a la cabeza es hambre«.
Invisible. Paul Auster

La cabeza es una bola mágica en la que hay espacio para casi todo. Almacenamos cualquier ocas, incluso sin querer, como si ahí dentro, entre los veintiocho huesos que la conforman existiera un gran bazar en el que todo cabe y nada sobra. Tenemos e disco duro, el que llevamos sobre los hombros, lleno de chorradas que deberíamos poder licuarlas en forma de sudor, sangre o semen y librarnos de ellas para aligerar el peso de nuestro conocimiento más que extraño. Pero no es así. La mole se mantienen aunque no queramos y cientos de datos inútiles, sin gracia, sin valor alguno campan a sus anchas. Nadie está libre de tal cosa. Yo misma, ando todo el día a cuestas con un dugongo dando vueltas. Al principio «eso» no fue más un detalle en un relato que olvidé más pronto que tarde pero que, por algo que ignoro, quedó  florando por los entresijos de mi cabeza sin que hasta hoy volviera a aparecer.

En su momento, tuve que recurrir Google para saber qué era exactamente «eso» y que aspecto tenía. Un dugongo es un bicho rarísimo. Es un mamífero que vive en el mar y que, según leí en aquel relato, los marineros que navegaban próximos a las costas de Mozambique y Madagascar, en las noches de tormenta, confundían con mitológicas sirenas. Pero visto el animal no pude por menos que concluir que Hans Christian Andersen hizo mucho daño con su cuento «La sirenita» y de ahí que, ante la extraña imagen de un animal barrigudo, horrendo como pocos y con cola de pez, una concluya que aquellos marinos, ante el temor del azote marino, debían ponerse de ron hasta las cejas para que a su cabeza llegara la idea de aquellas hermosas y mitológicas mujeres que atan y desatan. Hasta en el peor momento el ser humano intenta rescatar algo bueno, algo que lo ate, o tal que vez lo desate.

Quizá sea una necesidad del ser humano el arrimarse a algo que aliente, algo que embruje y mitigue el dolor o incluso el camino al desastre. Puede que haya sido pensando en el marrón que nos ha tocado vivir, el que ha hecho aflorar el dugongo que desde hace tiempo habita dentro de mí. Vivimos tiempos extrañísimos para los que no estábamos preparados. Los de mi generación y posteriores, hemos sido los niños bonitos del siglo XX. Con un poco de suerte las preocupaciones se circunscribían al «más por menos”, a las comodidades low cost, y a un esfuerzo relativo entre grandes aspavientos. Pero el tortazo que nos ha arreado el coronavirus ha sido monumental. Nos ha cogido recreándonos en el sexo de los ángeles y ahora, desde casa, no sabemos qué será lo próximo que nos espera en esa mal llamada “nueva normalidad”.  Intentamos imaginar la vida un vez se abran las compuertas del confinamiento y aun no somos capaces de imaginarlo porque conservamos la imagen deformada de nuestra vida anterior.  Con un grado de ingenuidad que no se nos cura, pensamos que podremos volver a ella.  Pero todo aquello desapareció. La historia de la humanidad es la mejor hoja de ruta, pero pese a que las muestras que ya tenemos de la estupidez del ser humano, algunos cogen una flor en la mano y entonan los salmos de la bondad humana y la transformación que la pandemia va traer. Pero aquí estoy yo, que tuve la suerte de retener en mi cabeza la imagen de aquel ser más próximo a un hipopótamo que a una reina de la belleza animal, para recordar que las sirenas no existen y que la realidad es mucho más fea de lo que a veces estamos dispuestos a imaginar. Un dugongo en toda regla.

 

Anita Noire

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