Homenaje al camionero. Por Ana Mª Tomás

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Homenaje al camionero.

      No sé si recordarán la canción (igual los más jóvenes ni la conocen) que hace décadas popularizó Perlita de Huelva, titulada ‘Amigo conductor’. Toda ella era un canto, nunca mejor dicho, al trabajo silencioso y casi inadvertido de los camioneros. Y digo inadvertido porque, a no ser como en estos días, en los que las estanterías de algunos supermercados estaban totalmente desabastecidas, o las farmacias no podían proporcionar los medicamentos porque los camiones no habían podido llegar a su destino a causa de la nieve, no somos conscientes de la imprescindible e impagable labor que nuestros camioneros realizan.

      Si es palpable que, desgraciadamente, casi en ningún trabajo saltamos a ser noticia porque las cosas vayan rodadas, en el oficio de camionero esto se pone mucho más de relieve y solo los vemos en las pantallas de las televisiones cuando algunos agricultores franceses asaltan nuestros camiones de tomates o de fresas al entrar en suelo galo. O, cuando por culpa del nuevo caballo de Atila conocido por Covid, se quedan días y días y días con sus correspondientes noches, tirados en mitad en la nada, sin agua, sin comida, sin posibilidad alguna de asearse… O, como ahora, por culpa de la nieve, no pueden llegar hasta determinados lugares para aprovisionarnos de artículos de primera necesidad. No hay imagen alguna de grupos de personas esperando y aplaudiendo la entrada de camiones cargados de productos frescos a las lonjas o a las grandes superficies… aunque para llegar hasta ellos los transportistas se hayan visto condenados a sufrir y padecer la mayor de las odiseas. Es su trabajo, pensará —y dirá despectivo— más de uno. Y ejercer la gratitud y el reconocimiento debería ser el de todos los beneficiarios de ello.

      Un virus, un temporal de nieve…, un simple contratiempo no programado nos descoloca hasta extremos impensables. Todavía hoy, a estas alturas de la pandemia, me reconozco incapaz de entender esa loca compulsión de la gente a la hora de acaparar papel higiénico, para —¡cuánto contrasentido al canto, Señor mío!— salir al día siguiente a comprar un kilo de arroz o una barra de pan.

      Nuestra sociedad está infestada de contradicciones que, evidentemente, solo muestran las de los individuos que la formamos. Recuerdo que cuando me casé, mi abuela, mujer curtida en sobrevivir a las inclemencias de una guerra seguida por el fatídico ‘año del hambre’, se encargó de que tuviera en la despensa una tinaja de acero, de cincuenta litros, llena de aceite y me repitió hasta la saciedad que jamás, a pesar de las mejores épocas de bonanza, me quedara desabastecida de él, de harina, de patatas, de cebollas, de arroz y de legumbres secas. (También me enseñó a preservar de posibles gorgojos metiendo entre ellas hojas de laurel). Yo fui añadiendo algún que otro producto tan de necesidad como de capricho, como leche, o cerveza y chocolate. Y siempre he seguido su consejo, de forma que podría permanecer en casa sin pisar la calle al menos tres o cuatro meses. Mi madre me enseñó a amasar pan. Pero ahora, con cualquier tutorial de internet se puede aprender casi todo aquello que deseemos aprender.

      Sin embargo, en lugar de procurarnos una seguridad que venga de actualizarnos los conocimientos mas ancestrales que nos han permitido llegar hasta hoy merced al conocimiento de aquellas cosas —llámense comida, remedios medicinales de plantas o formas de abastecer nuestra despensa, y que nos han procurado mantener la salud— nos abandonamos a la ficticia seguridad que nos proporciona el supermercado, a la rapidez de un filete a la plancha, a la comodidad de una pizza congelada, a la inmediatez de un pan cocinado en una gasolinera… y, por supuesto, a quedar al pairo de una carestía importante si los camiones de reparto no llegar a tiempo de dejarnos en las estanterías nuestros platos precocinados. Ya, ya sé que en tantas ocasiones no hay más remedio que recurrir a la comida basura para poder subsistir dada la falta de tiempo y la velocidad en la que vivimos. Pero, como estamos viendo, parece ser que la vida nos está obligando, día sí y día también, a frenar esa vorágine y a enseñarnos que no solo de papel higiénico vive el hombre.

      Mientras escribo este artículo, me pongo de fondo la canción del ‘homenaje a todos los conductores’, y yo —que cuento entre varios de mis mejores amigos a algunos camioneros que siempre me han concienciado de lo duro que resulta su trabajo— repito como la cantante: «Y le pido a san Cristóbal, nuestro patrón tan divino, que sus manos os guíe salvos a vuestros destinos».

      Va por vosotros, queridos camioneros, y porque todos nosotros somos demasiados frágiles para enfrentarnos a una estanterías huérfanas de comida.

Ana Mª Tomás

La verdad.es

 

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