La Morciguillera. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (IX).

 

Cueva La Morciguillera

 

La Morciguillera

 

      -Cholo: ¿tú sabes lo que es un morciguillo? –Me preguntó mi pupilo.

Le miré con ojos de incredulidad. ¡Pues ni que fuese tonto! –pensé. ¡Claro que sé lo que es un morciguillo! Es un murciélago.

      -Así es Cholo. ¡Muy bien! Viene de morciego. Del latín mur-muris (ratón) y ciego.

      -Pues hay en Burete una loma o cerro –continuó- a la que llaman “La Morciguillera”, porque en ella hay una cueva atiborrada de estos insectívoros, que son los únicos mamíferos que pueden volar. Y también tiene su leyenda. Nos la contó el tío Salvador, padre de la Teresica y de la Marianica.

      El tío Salvador era de semejante edad al tío Bartolo. Algo más jóvenes que el tío Sebastián. También un trabajador incansable, su casa estaba más cerca que el resto de la era de trillar y uno de los que más ratos trillaba y nos subía al trillo. Los niños y niñas le admirábamos mucho. Y era el adulto que se encargaba de nosotros si dormíamos en la era.

      Aquella noche la pasaron en ella, envueltos en una manta tipo cuartelera sobre la paja. Y les contó la historia de la Morciguillera.

      -Les dijo que hacía muchos, muchos años, esa cueva era la entrada a unos pasadizos secretos que llegaban hasta el río Quípar. Así que era un lugar idóneo para esconderse, porque tenía fácil aprovisionamiento de agua y largas galerías para ocultar a un buen número de personas. Y –me explicó mi pupilo- resultó que en tiempos de los Templarios (en el siglo XIII, me precisó), los moros granadinos de Huéscar conquistaron el castillo de Bullas y saquearon y arrasaron todos estos campos. Los campesinos que sobrevivieron quedaron desamparados, huyeron y se refugiaron todos en la cueva de la Morciguillera. Lo menos eran veinte o treinta familias. Allí trataron de sobrevivir y comenzaron a reestablecer cultivos en la zona del valle y a obtener caza y leña a este lado de Burete.

      Pero desde el castillo conquistado de Bullas, los moros hacían salidas buscando víveres y ganados por los alrededores, y, estos parajes no se libraron.

      Por un descuido –continuó el tío Salvador- de alguno de los refugiados, el humo de una hoguera se hizo visible por una pequeña tronera de la cueva, que hizo el efecto chimenea. Los sarracenos lo vieron e hicieron una rápida incursión a comprobar el origen de ese fuego.

      Como siempre tenían vigías, uno de ellos les vio venir arroyo abajo y dio aviso. Apagaron rápidamente el fuego, pero era difícil ya no ser localizados.

      -Entonces, el sacerdote que estaba con ellos –dijo solemne el tío Salvador- puso a rezar a todos los refugiados una vieja oración del rito de los cristianos de cuando los visigodos. Una especie de Santo Rosario, suplicando un milagro que les protegiese, pues si eran descubiertos, de seguro serían acuchillados.

      Al poco, una bandada de miles de morciguillos llegó a la cueva y cegaron con sus cuerpos la entrada de tal modo que, cuando llegaron los moros, no sólo no pudieron entrar, sino que los bichos se lanzaron contra ellos agitando las alas e incluso mordiéndoles, regresando aterrorizados los moros a Bullas y jurándose no volver por estos pagos.

      Así se salvaron los refugiados y en la cueva sobrevivieron protegidos por los morciguillos hasta que, un tiempo después, los caballeros Templarios de los castillos de Alquipir, Canara, Caravaca y Cehegín reconquistaron la fortaleza de Bullas y los moros granadinos huyeron a sus tierras de más allá del Entredicho.

      De los acogidos en la cueva, algunos se quedaron instalados aquí en Burete. Otros fueron a otros campos de Cehegín. Sólo los pastores continuaron frecuentando los alrededores de Bullas. La fortaleza fue destruida para evitar que fuese de nuevo objeto de ambición y Bullas quedó, por un tiempo, despoblada.

      Cuando el tío Salvador terminó de contar su cuento a los zagales que se adormecían sobre la tierra ablandada con paja de la era, un morciguillo les sobrevoló veloz.

      -¡Mirad! ¡Mirad! –Gritó el Juanico. ¡Un Morciguillo!

      ¡Y otro! ¡Y allá otro! –También voceó el Tián.

      -¡Pues rezad antes de dormir! –Ordenó el tío Salvador. ¡Os protegerán el sueño, como hicieron con aquellas buenas gentes de Bullas! Buenas noches a todos…

      Y se quedaron durmiendo, disfrutando de su aventura.

      Me hubiese gustado estar allí con ellos, al lado de mi pupilo. Así que me acosté junto a su cama, viendo imaginarios morciguillos…

(Continuará…).

Gregorio L. Piñero

(Cueva de la Morciguilera. Foto de Javier M.)

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