Las maletas del viajero. Por Rubén Castillo

las maletas del viajero

Las maletas del viajero.

 

      Existe una magia inexplicable que te une de manera invisible con los escritores. Y es una magia que se advierte por regla general desde las primeras páginas suyas que lees (o que, en casos excepcionales, se conquista con tenacidad y paciencia). Si esa magia no brilla, es inútil que te empecines en avanzar por libros y libros del escritor: jamás lograrás entusiasmarte con él. E incluso llegarás a alejarte de su obra para siempre. No se trata (es necesario aclararlo) de desprecio o animadversión, sino de algo más sencillo: que has comprendido de una forma diáfana que no eres compatible con él. Con el paso de los años y de las décadas, yo he llegado el convencimiento de que soy incompatible con Milan Kundera, con Ernest Hemingway, con Gloria Fuertes, con Saúl Yurkievich y con algunos más. Insisto en que no se trata de desdén, sino de haber llegado a la conclusión de que nada me dicen sus obras y, por tanto, lo más razonable es que no vuelva a aproximarme a ellas.

      Acabo de descubrir que también me sucede con José Saramago. Hay algo casi de orden químico que nos separa. Cuando leí El evangelio según Jesucristo advertí que, salvo algunas escenas muy intensas, el resto me parecía bostezante. Cuando me sumergí en Todos los nombres no logré sentir emoción alguna. Cuando he tratado de bucear por su Cuaderno de Lanzarote (hace apenas una semana) me ha repelido su continuo exhibicionismo petulante, disfrazado de modestia (quebradiza e impostada). Y al entrar en Las maletas del viajero (que, por ser artículos de prensa, juzgué que podrían resultar diferentes) me he encontrado con el mismo vacío.

      De ese viaje apenas rescataría dos breves citas (“La verdad es sólo medio camino, la otra mitad se llama credibilidad”, “Soy un buen hombre, con una sola y confesada flaqueza de mala vecindad: la ironía”); el resto sé que lo olvidaré muy pronto.

      No me seduce Saramago. No me embriaga Saramago. En esas condiciones, se me antoja muy improbable que repita la operación de abrir de nuevo alguno de sus libros. Lo he intentado y no ha podido ser. Quizá la culpa sea mía, por qué no: lo admito, sonrío y cierro esta carpeta, quizá para siempre.

 

Rubén Castillo

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