Las tribulaciones de Cixí. Por Francisco Giménez

 

las tribulaciones de Cixí

Las tribulaciones de Cixí.

 

      La mañana del día de la Magnífica Nieve del año 1866 de nuestra Era Cristiana, la emperatriz viuda Cixí renunció a la silla de manos en que la trasladaban y recorrió por su pie las lóbregas callejas de la Ciudad Prohibida que separaban sus aposentos del Pabellón de Occidente desde el que regía los destinos del imperio. Al entrar en la sala que le servía de despacho comprobó que todo estaba en su sitio: una canasta de manzanas recién cogidas a cada lado del asiento (el suave aroma de aquella fruta le ayudaba a pensar); la mesa de teka orientada de acuerdo con las convenciones del Feng-Shui, y, sobre ella, la caja de madera de sándalo forrada de raso amarillo donde aguardaban los documentos sobre los que pendía una decisión, que casi siempre era terrible. Aquella limpia mañana invernal a la emperatriz le esperaba un informe que podría abrir la puerta a un ambicioso programa de reformas para el que ya disponía de un lema bifronte que dejaba traslucir el buen sentido práctico de esta mujer tan singular: “Fortalecer China para enriquecer a los chinos”.

      El documento recogía la memoria del viaje que un legatario acababa de realizar por 11 países de Occidente bajo encargo de la propia Cixí. Un año antes, la designación del secretario Bin-Ch’un para una tarea tan delicada había suscitado un gran escándalo en toda la cúpula administrativa del imperio, por tratarse de un funcionario de aduanas de tercer nivel, cuyos conocimientos de la tradición eran bastante superficiales. Pero la emperatriz estaba dispuesta a darle el justo valor a la falta de erudición de Bin-Ch’un: la misión necesitaba de alguien perspicaz y sensible a los avances técnicos y a los hábitos cotidianos de los occidentales; alguien con la mirada limpia y con la mente libre del peso del canon confuciano que constituía la base de la formación de los funcionarios del imperio desde la época de la dinastía Tang, seis siglos antes de Cristo: un corpus sapiencial abrumador capaz de suministrar un poema, una parábola, un mandamiento y un razonamiento pertinentes para orientar cada detalle de la vida pública o privada, y que imponía sobre el gobierno del imperio una suerte de planificación ancestral de la que la emperatriz se sentía tan prisionera como lo estaba en la propia Ciudad Prohibida. China convalecía como un viejo tigre exhausto y necesitaba cambios y soluciones eficaces, no máximas, ni crónicas, ni moralejas, ni reflexiones imperativas, por muy sabias y razonables que resultasen todas ellas.

      El periplo de Bin-Ch’un resultó un éxito desde todo punto de vista, y así lo reflejaba el tono entusiasta del informe: el funcionario reseñó su admiración por los museos, óperas, fábricas, astilleros, hospitales, zoológicos… En una fiesta dada por el Príncipe de Gales, Bin-Ch’un quedó profundamente impresionado por el baile y ofreció de él una descripción llena de brillo y de anhelos; le maravilló la iluminación nocturna de las ciudades, tanto como la independencia de criterio que mostraban las mujeres americanas y europeas; y le asombró sobremanera el ferrocarril, en el que llegó a viajar un total de 42 veces: “La sensación es magnífica, como si se volara por el aire”. Insistió mucho en que habría que copiar el sistema de canales, exclusas y bombeo de agua con que Holanda irrigaba sus campos y ganaba terreno al mar: “Si se usaran en las tierras de los campesinos de China, no tendríamos que preocuparnos más por las sequías ni las inundaciones”. Todo en Occidente parecía gustarle y la emperatriz Cixí compartía ese entusiasmo mientras leía el informe. Fue justo al final, en el capítulo dedicado a las costumbres occidentales, cuando Bin-Ch’un incluyó un párrafo en tinta roja que agitó profundamente el espíritu de Cixí: “A los occidentales les encanta estar limpios -advertía Bin-Ch’un con su caligrafía clara y airosa-; sus cuartos de baño y sus letrinas están inmaculados, y su vida se llena de gloria por ello. Pero. Una vez han concluido sus deposiciones, utilizan los periódicos en los que se informan diariamente para limpiar la suciedad de sus cuerpos. No parece que aprecien los textos escritos. El respeto a la palabra escrita es una enseñanza de Confucio, el mejor modo de guardar la memoria los antepasados de nuestra nación y, por encima de todo, una máxima del buen sentido chino.”

      La emperatriz agarró una de las manzanas y se la puso debajo de la nariz. Los desatinos que cometían los occidentales en sus cuartos de aseo desafiaban ciertamente al Cielo. Intentó sosegar su mente y se forzó a pensar en la riqueza que traería a China el trazado de una vía de tren que uniera Pekín con Moscú y con París. El olor de las manzanas produjo su efecto y tomó su decisión, tras lo cual, ordenó a sus eunucos que anularan la primera de las audiencias y que, en su lugar, la transportaran al templo dedicado a Guan Yin, «La que escucha los lamentos del mundo», de quien Cixí era muy devota. “Voy a necesitar que la diosa me ilumine para hacer fuerte a China, y que me perdone por destruir el alma de los chinos.”

 

Francisco Giménez Gracia

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Artículo publicado en el diario «La Opinión» de Murcia, el 30 de septiembre de 2020

 

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