Rebeldía
I.
Triste debió ser el reinado de Hades,
Que arrancó a Perséfone de su hogar en la Tierra:
Corona marchita de silencio y de pena,
Con sólo mudas sombras de séquito invisible.
¿Tan estulto es el hombre que el trono solitario,
Del dios de los infiernos obstinado persigue,
Como un cazador cruel azuzando a las presas,
Fulminando a capricho la vida de su estirpe?
Polifemos brutales, asesinos y ciegos,
Devorando insaciables esperanzas y sueños.
¿Tanto anhelan sentir el cetro entre sus dedos
Que en pago inmolarán cada uno de sus siervos?
Un rey sin reino es ilusión perdida,
Un árbol sin raíces, una voz sin dueño;
Voraz emperador en el desierto,
Mascando sin cesar sus finas sedas.
Titán cautivo, encarcelado en su poder,
De laxitud y certezas hastiado;
Náufrago en la marea insensible
De sus propios y sangrientos trabajos.
Y cuán aciago el triunfo de Nerón,
Regado por las últimas lágrimas
Del hombre que encarnó su conciencia,
Y por la sangre materna que abatió para siempre
Su alma, redención y entereza.
Mas la impotencia del esclavo es peor:
Parte por parte mutilado,
No puede tan siquiera debatirse;
No podrá ver a los ojos al autor
De su tormento vil y prolongado.
No deben soñar con eximirse:
El clamor de sus gritos acallado,
Los vuelve apenas los espectros fríos
De las virtudes de sus soberanos.
Serán recinto fúnebre e inmóvil
De la lucha de sus antepasados
Porque su sangre hirviente deshielará
Las frígidas venas del tirano.
Todo se perderá…
A menos que se inmolen muchos más:
A menos que caminen descalzos hacia la pira ardiente:
A menos que canten al tiempo
Que la guadaña infame los degüelle.
A menos que Ulises y Séneca,
Guerreros y filósofos y todos los héroes victoriosos vuelvan,
Sin temerle a la muerte.
Y aun siendo sombras tristes se presenten
A los ojos de las nuevas ofrendas.
El estruendo de la vida fugaz y violada
Sacudirá los muros de ultratumba
Y podrá derrumbar los salones monstruosos
De esos Saturnos en su fiebre impía.
Pero no hay que negarlo:
No habrá festejos en postrera victoria…
¿Acaso sonrió Eneas cuando, al fundar Roma,
Rememoró la caída atroz de su adorada Troya?
II.
Sucinto el fragor de un pueblo encadenado,
Es cierto:
Como aquel líder tracio que, sin quererlo ser,
Condujo a sus hermanos más allá del Vesubio,
Persiguiendo los nombres de un país evasivo,
Para después tornarse el abyecto emisario
de un desastre tardivo.
Nuestros cuellos, henchidos de esperanza,
son el maíz que desgranan los colmillos despóticos,
De nuestros propios guerreros.
Es cierto: los duelos serán breves, las derrotas profusas.
Nada revertirá los crímenes pasados.
Habitamos el Tártaro de una nación hendida
Por los golpes furiosos de un corrompido Hefestos.
Rayos, rayos para nutrir la destrucción malévola
A manos de esas hordas putrefactas.
Rayos que calcinen la fuerza
De los Sísifos e Ixiones subyugados.
No habrá más prometeos que los ajusticiados.
No habrá siquiera mercenarios a quienes comprar
Nuestros postremos alientos ya quebrados.
La mano sin espada ha de temblar,
¡Pero habrá rebeliones y habrá ejércitos!
Y como los insectos cuya hercúlea potencia
Eleva los guijarros más pesados,
en reptante pulular aguijoneado
Por un urgente afán de resistencia,
A la vuelta del invierno confiamos
En la continuación de la memoria:
De que un día existió una revuelta,
De que una vez se logró una victoria.
III.
Deseo que el torbellino del miedo muera al fin
En mi país asolado.
Deseo que los ojos se encuentren y no exista
La imposibilidad del abrazo.
No más resquicios hondos a rebosar de carroñas
Con nombre y pasado.
Ahora puedo leer el destello terrible
De la pupila húmeda del paria
Que enfrentado a la fila de cascos y bastones,
Pide asilo a gritos sin que en nada le valga.
Deseo que el hoy de mis cercanos compatriotas
Deje ya de abortar el embrión de sus mañanas.
Que el sol no se cuaje en mil lunas sombrías
De preguntas cortantes y de lágrimas.
¡Paz a los hombres de buena voluntad!
Caminos oportunos y vías amplias.
Paz a todas ellas, que nunca más deban buscar
La soledad, ni tampoco temerla.
Que la tierra de mis padres no se extinga
En fosa gris, fétida y vetusta,
Donde sólo quede el desengaño y la náusea
Del desperdicio humano y su amargura.
Estel
Hermoso poema cargado de esperanza en en el final. Reflexiones intensas cocinadas con palabras precisas.