Regeneración política. Por Ángel Medina.

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Regeneración política

 

   ¿Se imaginan a la filarmónica de Berlín tocando sin su Karajan de turno? ¿O un equipo de fútbol de alta competición jugando la final de la copa del mundo sin entrenador en el banquillo?  Pura anarquía. Esto también vale para el mundo de la política. Sin partidos todo se reduciría a la dictadura o al anarquismo.

   En los pueblos antiguos no existían los partidos y los que impartían la justicia eran los ancianos. De lo que se colige que un país no puede funcionar sin alguien que lo dirija. Por tanto, sólo resta el sistema occidental, que es la democracia― no el mejor de los sistemas en expresión de un estadista que vino a acuñarla durante la segunda guerra mundial―Desafortunadamente las soberanías populares se están degradando por culpa de cómo aprovechan el cargo algunos dirigentes, que en lugar de mirar por el bien del pueblo apuntan hacia el propio beneficio.

   Preguntémonos: si el ciudadano de a pie está sujeto a la ley, ¿por qué no han de responder de su gestión quien ocupa el cargo de Presidente del Gobierno, una vez concluido el mandato? ¿Tienen acaso patente de corso? ¿No somos todos iguales ante la ley?

   El primer mandamiento para un político es el de no mentir. Si la publicidad engañosa es un delito― o debería serlo― para quien ofrece algo a sabiendas que no es como dice, con mayor motivo para quien va a gobernar un país y promete lo que no va después a cumplir, en aras de hacerse con la poltrona.  Los órganos fundamentales del poder de un Estado no pueden ser la palanca para mover los intereses partidistas que compiten por el poder, ni tampoco gobernar con el dedo como un autócrata.

   Aunque las leyes electorales lo contemplan, deberían ser revisadas. El bipartidismo ha fracasado en determinados países por la mala gestión de los que pretenden alzarse con la victoria en el sufragio, dando paso a una auténtica fullería, desdibujándose su identidad.  La derecha abandona el centro y se despliega a diestra y siniestra y la izquierda pretende ocupar el centro izquierda, en tanto que los corpúsculos políticos se venden al mejor postor, de manera que la formación ganadora no puede formar gobierno al unirse el perdedor con otros partidos más o menos afines a su ideología o a los intereses de ambos. Uno por escalar el poder a toda costa y los otros para no difuminarse en la oposición y continuar haciendo de la política su modo vivendi.

   Es antes y no después de los comicios cuando han de agruparse las distintas formaciones para poder presentar un programa conjunto, de modo que se pueda elegir entre dos bloques. O si se prefiere, cuando en el recuento de los votos ninguno de los candidatos supera un determinado porcentaje (por lo general mayoría absoluta), realizarse una segunda vuelta y competir las dos formaciones que hayan recibido más apoyo. Así, el votante sabrá a qué atenerse y no se sentirá engañado.

   Por desgracia, en muchas ocasiones los gobiernos se asemejan al cóctel resultante de echar en el cubilete del gabinete un toque de “progresismo” barato cuya finalidad es la de desvirtuar el verdadero sentido de determinados colectivos sociales, convirtiéndolos en herramientas políticas, tales como el LGBT y el feminismo , entre otros; un residuo con nata de liberalismo reformista endeudante, gastándose lo que no se produce, acabando por auto fagocitarse el Estado, hipotecando a las generaciones venideras; unas migajas de “memoria histórica” para reescribir parte de la Historia, acomodándola a los intereses de los que en ese momento mandan. La historia no existe, sino que es suplantada por la ideología; dos cuartos de emancipación radical, ajustando la ética a la propia estética, y lo que ayer era malo hoy se convierte por decreto en permisible, cuando no bueno ― fíjense en las leyes permisivas de lo que eufemísticamente llaman interrupción voluntaria del embarazo― con el resultado de que los que optan por defender la vida son considerados en ocasiones como delincuentes y los que la eliminan sujetos de unos derechos; una ración de ecologismo pomposo, el cual permite, entre otras cosas apostar por una energía sin centrales nucleares, lo que conlleva un alto precio a pagar, ¿cómo no? al bolsillo del contribuyente, y, sin embargo, no les importa exportarla del otro lado de la frontera, donde en el supuesto caso de un accidente los efectos de la devastación llegarían igualmente. Todo esto sin olvidar un histrionismo y un verbo ramplón, propio de un Houdini que saca el conejo de la chistera sin recatos, donde el gobernante de turno ora se parece a una hermanita de la caridad, ora enseña los dientes y amenaza con morder a su adversario en la yugular, y todo ello alardeando de una palabrería vacua, monótona y cacófona( fíjense, si no en las sesiones del congreso) No puede faltar en el combinado unas pocas gotas de autosuficiencia, pues, ¿qué queda de un político que no se regodee de su buen hacer? ― aunque la realidad nos haga entender la mediocridad de la clase política y se eche en falta auténticos hombres y mujeres de Estado. Añádase a todo esto el materialismo latente de una modernidad que considera lo trascendente como algo caduco y relega el mundo de los valores y la moral a la coincidencia o no con la propia ideología, todo lo cual conduce al anticlericalismo. También una pizca de ideologización en la enseñanza, situándola en cotas tan bajas como las que tenemos. Todo ello sin olvidar la diferencia que existe entre negociación y entreguismo, con el resultado de un País troceado y cada región o autonomía tratando de imponer sus intereses en lugar de tender al bien común de toda la Nación, acabando en el enfrentamiento por disputar el mejor trozo de la tarta.

   Este retrato nos sitúa ante la realidad del País y su clase dirigente.

   Cuando un gobierno termina su mandato el presidente ha de ser sometido a juicio para responder de lo que haya podido hacer. Si una nación es pasada por la piedra, su máximo mandatario no puede irse de rositas.   Nixon tuvo que pagar un precio por el Watergate. Si es buena la gestión realizada se le premiará, si se quiere― como ya sucedió en España― concediéndosele un título a modo de reconocimiento. Pero, si ha sido nefasto el mandato dando lugar a que los ciudadanos se enfrenten entre sí por leyes arbitrarias o ha hecho un uso indebido de los caudales públicos deberá responder ante la justicia. De esta manera― abandonada la impunidad― y personalizada la gestión del gobierno en la máxima figura de su presidente― el legislador se cuidará de imprudencias o mala administración. Ciertamente, nadie es perfecto y en una legislatura hay aciertos y errores, pero como proyecto común todos tienen el deber de luchar contra la corrupción (no sólo la de la oposición) y dotar a la justicia de medios para que pueda fallar sin tanta lentitud, lo cual viene a amparar al que defrauda en muchas ocasiones, hasta el punto que pueda prescribir el posible delito.

 

   Para concluir, debemos exigir que nuestros gobernantes― y especialmente el que está al frente del gobierno― sean personas de reconocida valía y valores éticos. No es admisible que un advenedizo se convierta en diputado y se sostenga en el escaño merced a su docilidad para con el grupo que representa, limitándose a votar lo que se le manda, lo cual da pie a que cualquier politiquillo del tres al cuarto, que no tiene somera idea de la gestión pública acceda a las listas electorales para hacer una carrera profesional. El gestor ha de poseer experiencia en las ciencias políticas, y cuando abandone el escaño regresar a su trabajo habitual y no salir por una puerta giratoria, y si no lo tiene irse al paro con las mismas condiciones que el resto de los ciudadanos.

¿Es mucho pedir…?

 

 Ángel Medina.

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