Cincuenta años, cinco minutos. Por M.ª Jesús Lombraña Ruiz

   Cincuenta años, cinco minutos

 

    Desperté y sentí las ausencias como bofetadas. El entrechocar de la loza y los cubiertos, el perfume del café borboteando en la cafetera, el rumor de las zapatillas sobre las baldosas, el crujir del pan en la tostadora y su suave olor a quemado que cada mañana ascendían hasta mi habitación como señales de humo y me envolvían como el edredón de la cama no estaban, habían desaparecido y el aire callado a mi alrededor me resultó lóbrego, desmedido, preñado de estática. Bajé corriendo las escaleras descalzo, sin ponerme la bata. No puede ser, me decía, todo irá bien, bajaré y veré que Perla ha salido al huerto, a tender la ropa, a regar las plantas.

   Me enamoré de Perla nada más verla, una dulzura de dieciséis años, tierna como un bollito de leche, los ojillos despiertos como saltamontes y ese pelo negro y reluciente caracoleándole detrás de las orejas. Eran fiestas del pueblo, Perla destacaba entre la cuadrilla de mozas y los moscones le rondaban. Yo no quería ser uno de ellos, así que observé y aposté. Le pedí un baile, pretendí ser natural, ni seductor ni corderillo y Perla, mirándome con ojuelos picarones, me lo concedió. En cuanto acerqué mi aliento a su cuello y posé la mano sobre su espalda para arrimarla a mí, supe que estaba rendido, que mi suerte, acaso mi fortuna, habían quedado ligadas a Perla de una vez y para siempre. Yo también era muy joven.

   Se habrá quedado dormida en el sillón, no sería tan raro, madruga tanto y trabaja tanto, todo el día de aquí para allá y ya no es una niña. En fin, yo siempre he sido creyente, mucho, pero no podía evitar la duda, a veces.

   Enseguida mostré todos los síntomas de mi chifladura. Me pasaba los días pasmado, sin otra cosa que Perla en la cabeza. ¡Qué sonrisa!, si era como el faro de Hércules. ¡Y qué lunar!, adornando su mejilla, que parecía que el Creador lo había puesto allí a propósito para volverme loco.

   Mi padre pronto se cansó de verme de tal modo. Esto lo arreglo yo, me dijo, que así no podemos seguir. Y se enfundó su capa de terciopelo negro con el forro rojo vibrante y se coronó con el borsalino y era como un gigante de la buenaventura, enorme en su metro ochenta de estatura, con la certeza y el aplomo de ser el rico de la comarca. Menudo espectáculo debimos dar al llegar a la casa de Perla. Me acaba de venir toda la escena a la cabeza, como una película antigua. La casa estaba al final de una cuesta, rematando una loma, Perla y sus hermanas apostadas tras de la ventana del piso alto, viendo aparecer aquella figura babilónica, primero el sombrero, luego la capa que flameaba al subir por el repecho, como un estandarte, y yo a su lado, chiquitito y apocado, a verlas venir. Vengo a por su hija, dijo mi padre al padre de Perla. Tengo al muchacho atontado, ha descuidado las tierras y el negocio, me va a echar a perder la hacienda. Mi padre sonrió a su manera rapaz. Si no me la da, se la robo.

   Y me la dieron, pero porque Perla quiso, menuda es ella, si tiene un genio que tiembla el misterio, lo mismo le da tener razón que no tenerla. Pero cuando se le pasa el arranque es tan delicada y amable, tan risueña y afectuosa, tanto carácter templado por tanta bondad, que todavía ahora, después de cincuenta años de casados, se me humedecen los ojos cuando pienso en Perla. Perla y su mano firme, la casa y el huerto bajo su autoridad resplandeciendo cada día como un Corpus Christi.

   Yo siempre he sido creyente, mucho, y antes de dormir daba gracias a Dios por tener a Perla en mi hogar y en mi lecho. Casi no me percataba viéndola a diario pero los caracoles de las orejas que, coqueta ella, se hacía cada noche con tenacillas empezaron a blanquearse y su cara se iba alejando de la cara de la foto de la boda; pero sus ojazos seguían igual de avispados, la sonrisa seguía alumbrando como un farol, y el lunar, el lunar de la mejilla justo al lado de la boca, seguía volviéndome tarumba.

   Igual está descansando, no ha dormido muy bien estas últimas noches, cosas de la edad, dice.

   A mí nunca me ha faltado el valor. Sólo una cosa he temido: ¿Qué voy a hacer si le pasa algo a Perla? En mi vida no hubo otra mujer que no fuera Perla. No por falta de oportunidades, que las tuve, más de las necesarias. Criadas que se me insinuaban esperando un hijo bastardo del señorito que las sacara de la penuria. O las hundiera en ella, según mi padre. La modista de Perla que venía a la casa y me rozaba al pasar, como quien no quiere la cosa. Hasta la mujer de uno de los tratantes con quien negociaba, aburrida de su vida holgada, me puso una vez la mano en la rodilla y subió y subió hasta que yo se la retiré y le hice ver que no reparaba en sus intenciones.

   Intenté imaginar mi vida sin ella, solo. La casa huérfana como la concha hueca de un caracol, tan triste. Y yo deambulando por los días como un autómata, cobarde, pusilánime, muerto también, pero no muerto del todo, no, aún con una parte sensible en algún lugar mostrándome la atrocidad infinita del tiempo que me quedaba por delante y lo peor de todo, sin saber cuánto, si serían semanas, meses o años. ¡Y si fueran años! No pude aguantarlo. Y pacté con Dios. Me llevarás a mí antes que a Perla. A cambio, toleraré cualquier tentación, no cometeré ningún desliz,  por pequeño que fuera, por más que nadie se enterase, por más que nadie me descubriese, seré honrado y seré fiel y Tú nos llevarás a la vez, o al menos me llevarás a mí antes que a Perla.

   Mi padre estaba contento con la boda, porque me veía sucediéndole, aunque nunca tuve su temple, ya se cuidó él. Y empezaron a llegar los hijos. Dos, uno de cada, primero el chico y luego la niña. Debió ser la época en que me sentí más eufórico, la descendencia asegurada con un varón, la niña que nos cuidaría en la vejez. Y Perla, sobre la que reposaba mi vida.

   Debe estar cosiendo, o leyendo, y se ha quedado traspuesta, estará echando una cabezada.

   Y los hijos se fueron de casa. Y a medida que el bullicio que crearon los hijos al irse se fue aplacando, en el enmudecimiento, en los nuevos lugares desiertos y desocupados que dejaron al marcharse, fue creciendo el ansia de renovar, de asegurar el trato que tenía con Dios y que Dios tenía que acatar porque era justo. Y en el momento en que despertaba todavía amodorrado una parte mía no del todo inconsciente constataba la vigencia del pacto, bastaba un ruido, un aroma en el que presentir a Perla que siempre se levantaba al clarear, como las gallinas, y yo la oía trastear en el piso de abajo, en la cocina, lavando los cacharros de la cena, haciendo café, el olor subía denso, casi corpóreo hasta mi cuarto, y al aspirar, al escuchar, la tensión en los hombros se aflojaba y comprobaba que Dios respetaba nuestro acuerdo. Y a cambio yo resistía contento insinuaciones, seducciones, roces y devaneos, y así iban pasando los días, los meses, los años, el mal agüero siempre estaba ahí, en la duermevela, que no me quede solo, por favor, acuérdate de nuestro trato, pero Dios lo respetaba porque era justo.

Cincuenta años, cinco minutos. Por Mª Jesús Lombraña Ruiz

   Y entonces la vi.

   Yo siempre había sido muy creyente, mucho, y en ese momento perdí la fe, de golpe, para siempre. No sé cuánto duró, el dolor, un dolor incalculable que taladraba nervios, tejidos, vísceras, y la decepción agigantándose dentro de mí como un agujero negro. Y de pronto, como un tornado, un torbellino, un ciclón que se gestara en el seno insondable de mi pena, como un hijo deforme, un engendro, nació la furia, una furia brutal, eterna, pura. Alcé la vista al cielo y grité: ¡Cabrón, desgraciado, hijo de puta! ¡No te he pedido nada nunca! ¡No te he pedido nada para mí! ¡He cumplido con todos tus preceptos, con todas tus enseñanzas! Y no te pedía nada, no como otros que a cada instante, a cada momento te pedían algo, pan, trabajo, compañía, una victoria. ¡Yo no te pedía nada! Alguna vez pedí para mis hijos, alguna vez pedí para Perla; pero, para mí, nada, ¡nada! Sólo una cosa te pedí, sólo una cosa en toda mi vida, ¡en toda mi puta vida!, en toda mi adolescencia y juventud, en la madurez y en la vejez, una sola cosa te pedí y ¡tanto te costaba!, ¡tanto te costaba concederme lo único que te pedí! Y gritaba y gritaba cada vez más fuerte, ni siquiera sabía que podía gritar así, un vozarrón grandioso, descomunal, que no me había salido nunca, jamás, ni cuando regañaba a mis hijos ni cuando reprendía a los criados ni cuando discutía con Perla y su genio terrible. ¡Cabrón, desgraciado, hijo de puta!, y el corazón me latía con saña, con una violencia inmedible, y al gritar escupía al cielo chorros de saliva, y apretaba los puños, y me clavaba las uñas en las palmas, las manos me sangraban y yo no me daba cuenta. De repente me sentí joven otra vez, y fiero, y poderoso, un león, un toro, y seguía gritando, la voz se me iba poniendo ronca y la piel colorada, la cara me ardía, tenía tanto ardor bajo mi piel que la piel entera se había encendido, enrojecido, y mi cuerpo temblaba, exhalaba tanto calor que parecía un horno. ¡Cabrón, cabrón, cabrón! Yo te había creído. Había creído en tu misericordia, habría dado mi vida por ella. ¡Había creído en tu bondad, en tu justicia, cabrón, hijo de puta! Era tanta la rabia que revolvía mi pecho, ¡tanta!, que sentí con toda precisión como crecía en torno a mi corazón una flor roja, carnívora, que lo estrujaba como una boa, más que dolor era una congoja, una opresión inaudita que me dejaba sin aire. Y, dentro de la flor roja de ira, el corazón acelerado latía y latía cada vez más aprisa, colérico, latía a tal velocidad que el músculo se iba adelgazando y estirando, iba perdiendo capas, del grosor de un leño al principio, luego como un cable, después como un cordel y al final como un cabello, tirante, muy tirante, un hilo finísimo y tan lleno de tensión que vibraba como la cuerda de un instrumento, ya no latía, percutía con un sonido lacerante, chirriaba en una frecuencia aguda que atronaba en mis tímpanos, cada vez más delgado, ínfimo, casi traslúcido. Fijé la vista en el crucifijo que había en la pared y solté otra blasfemia más, la última, ¡HIJO DE LA GRAN PUTA! Y el hilo se rompió.

   Dios escribe derecho con renglones torcidos, hubiera pensado. De haber tenido fe.

 

María Jesús Lombraña Ruiz

M.ª Jesús Lombraña Ruiz

Relato finalista del 9.º Certamen de Narrativa Breve 2012

Relatos en el Canal 9

Publicado en el libro Relatos en el Canal 9


Un comentario:

  1. José Fernández Belmonte

    Precioso relato.

Responder a José Fernández Belmonte Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *