El sexto sentido.

el sexto sentido

El sexto sentido.

 

Durante muchos años trabajé en una farmacia. La jefa, Doña Susana, que me conocía desde niña, me empleó recién salida del instituto, me mandó a una academia donde hice unos cursos, y ¡ala! a atender al público, eso sí, siempre bajo su estricta vigilancia.

El trabajo me encantaba; en mi tiempo libre seguía estudiando y pronto me sabía los nombres de tropecientos medicamentos y sustancias activas. Localizaba con gran facilidad los productos que los clientes pedían bien fuera en los enormes cajones sobre rieles o en las estanterías que llegaban desde el suelo hasta el techo. En aquellos tiempos en las farmacias los ordenadores se limitaban a la facturación y al control del stock; todavía no existían toboganes tipo caracol que escupieran cajas y cajitas desde el interior de la botica según se pidieran por código de barras o números de referencia.

Doña Susi (después de estar 8 años con ella, me permitió que la llamara así) ya confiaba en mí, se quedaba descansando  en la rebotica e incluso iba a tomar café con sus amigas. Nunca hubo ninguna queja;  yo descifraba velozmente las  observaciones jeroglíficas anotadas por los médicos privados o localizaba  pomadas aunque estuvieran guardadas en los recovecos más insospechados de las estanterías.

Fue por aquel entonces cuando se me manifestó un curioso sexto sentido clarividente que al principio me asustaba  bastante: nada más entrar un cliente en la botica, me venía como un flash a la cabeza el nombre de la medicación que iba a pedir. Mientras sacaba de su bolsillo la prescripción o la cartilla, yo ya corría al almacén, rebuscaba en el cajón y regresaba al mostrador para entregarle lo pedido. Cobraba y veía como se iba el cliente, a veces algo extrañado, pero nunca molesto porque ¿a quién le importa ser atendido con rapidez y acierto?

Al principio solía contrastar lo que los doctores habían mandado y lo que yo despachaba «intuitivamente» por si no coincidiera… pero no pasó nunca y me fui relajando. Miraba al cliente que entraba por la puerta  y me encaminaba a la rebotica mientras él o ella todavía buscaban las recetas en el bolsillo del pantalón o el monedero. Tan rápida era yo que Doña Susi acabó por prescindir de la ayuda de su marido y poco después se divorció de él si bien no creo que yo tuviera algo que ver con ese hecho.

Pasaron los años. Doña Susi aumentó de circunferencia y apenas salía ya de la rebotica. Yo era la reina de la farmacia y nos iba tan bien que la jefa incluso pensaba en reformar la tienda y el almacén. Ibamos a cerrar quince días y reabrir con un novedoso sistema multidigital de localización de medicamentos, tobogán incluído.

Sin embargo un martes santo se abrió la puerta y entró un señor muy mayor, tan frágil que parecía transparente, en cuya mano temblaba la arrugada receta de un cardiólogo que pasaba consulta particular al otro lado de la ciudad. Nada más ver al anciano yo lo tenía muy claro y me encaminé a la rebotica. Regresé con un tubito de pastillas y se lo quise cobrar antes de envolverlo.

El viejecito -una vez depositada la prescripción sobre el mostrador- rebuscó en sus bolsillos hasta localizar unas gafas tipo culo de botella. Se las puso y leyó con mucha atención el nombre que venía en la cajita. Luego se sonrió y meneó la cabeza.

-Ay, ¡qué malas consejeras son las prisas! señorita, -dijo- esto no es lo que el cardiólogo me manda, sino todo lo contrario.

Me devolvió las pastillas y se quedó esperando a que se las cambiara. Miré a sus ojillos cubiertos por bruma de persona muy mayor, y tenía más claro que nunca que era eso lo que debía tomar y no lo que me estaba pidiendo.

-Cuánto siento, -contesté finalmente- tanto la confusión mía como el hecho de que no tengamos en stock lo que me pide. Y lo dije muy bajito porque en la rebotica se habían cortado los leves ronquidos de Doña Susi y noté dos pinchazos en la nuca donde através de la cortina mi jefa me estaba clavando su  mirada acusadora.

Quiso la mala suerte que tuviera que repetir mi contestación para que me entendiera el viejo quien con cara crispada se iba acercando cada vez más al mostrador mientras que a mi espalda se agitaba la cortina de flecos que separaba la tienda del almacén, agarrada por la mano de la farmaceútica cuyo anillo de brillantes lanzaba destellos enojados.

Finalmente, tras haberme encargado el medicamento en cuestión -del cual había varias cajas en la trastienda-, el anciano se marchó con pasos temblorosos pero dando un portazo que desmentía su edad.

Doña Susana -yo sabía que nunca más iba a permitirme llamarla de otra manera- partió con su voluminoso cuerpo la cortina de flecos y salió afuera como si de una fregata se tratase.

– ¡¡Josefa!! ¡¡Ya me estás explicando por qué no le has despachado al señor dándole lo que te pedía!!

Lo tenía todo perdido porque la verdad era  inadmisible… pero nunca me han gustado las mentiras.

Cuando acabé de contarle aquello de mi capacidad clarividente, mi exjefa señaló la puerta. Se sentía traicionada, para ella yo – cegada por mi arrogancia- había puesto en peligro a sus clientes… No recuerdo qué más me echó en cara antes de empujarme fuera de la farmacia.

Al día siguiente fui a cobrar el finiquito que Doña Susana me pagó sin mirarme a la cara. No estaba sola: su exmarido estaba detrás del mostrador llevando nuevamente su bata desteñida y echándome unas sonrisas sarcásticas.

Salí a la calle; respiré a fondo. A los pocos pasos me crucé con el anciano de la receta del cardiólogo.

-Señorita, imagínese, el médico me había mandado un medicamento equivocado, hasta peligroso para mí. ¡Qué suerte que no lo tuvieran en stock!

Con estas palabras se metió en la farmacia. Y yo cogí el bus al ferial donde había un circo. Lo tenía muy claro. ¡Sí, qué suerte que a partir de ahora me dedicaría a la clarividencia!

 

Dorotea Fulde Benke

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