«Entre lo caduco y lo eterno»
El mundo de lo sensible es el oasis del desierto de la vida. A través de lo sensitivo es posible acceder hasta la belleza. La belleza es la sublimación de la estética como efecto contrario de la fealdad que va el hombre experimentando en su peregrinar, cuyo culmen es el sufrimiento y la muerte.
Para poder entender esa atracción en su exteriorización o apariencia basta contemplar a la que por engalanamiento es propietaria de ese don: la mujer. Pongamos como ejemplo el ramillete de féminas de la saga “Bond” cuando fueron protagonistas del film y años después en plena decadencia física. ¿Adónde fue la beldad salvaje de una Ava Gardner, la sensualidad de Rita Hayworth, la presencia felina de una Úrsula Andrew o la feminidad sensible de Grace Kelly? ―esto en lectura femenina, y para que nadie piense en machismos podría decirse de los “galanes” como Newman, Hudson o Redford― De todas resulta la comparación existente entre el amanecer radiante y la noche tenebrosa. Todo lo cual nos abre a preguntarnos si realmente vale la pena abandonarnos a lo inmediato y efímero o tratar de entender si hay algo más allá de ello.
Esto en cuanto a la manifestación externa de la hermosura. Por supuesto que podría reconocerse en otras cosas, como la lealtad, el amor desinteresado o la entrega a una causa noble. Todo esto depende del hombre, y habrá de hacerse la consideración desde su libre albedrío.
Pero, existe también la belleza trascendente. Mas, ¿qué es?
Si el ser humano siente rechazo hacia lo antiestético, cuya representación está tantas veces en la misma naturaleza corruptible, y cuyo máximo exponente es la nada del fin que aguarda al hombre, bien hará en tratar de situarse, de una parte en la equidistancia de la confianza, más allá de aquello que el mundo puede ofrecerle, y que por contener la semilla de la podredumbre está llamada necesariamente a desaparecer, y de otra en encontrar razón suficiente para inclinarse por uno de los platillos de la balanza de su existencia, en los que, uno sopesa todo aquello real y momentáneo que puede constituirse en aliciente de la hermosura caduca, y el otro reta a asumir el riesgo de lo que aún no ha llegado en plenitud, pero que contiene el encanto de lo incorruptible y lo eterno. Esto es, al mismo Dios.
Resumiendo: lo inmediato tiene fecha de caducidad, y lo que está por venir es ahora sólo promesa de futuro, pero que realmente podría responder a los anhelos de verdad eterna en el hombre que se sabe perecedero.
Cuando se es joven se rechaza instintivamente reflexionar sobre el sentido de la vida, esto es, ¿para qué he sido traído al mundo “si no se contó conmigo”? ― dicho popular cuando da por pensarse― O, también, ¿por qué tengo que hacer el bien y no lo que satisfaga mi ego? ― pregunta que remite a Kant― En el intermedio, la duda positiva de un pensador unamuniano: “No lo puede abarcar mi razón, pero mi sentimiento se inclina por una providencia”. O finalmente, ¿está la vida de un hombre abocada a la nada final que es la muerte, o realmente su instinto de querer vivirse responde a que la muerte no es su fin, sino su comienzo realmente? ― última cuestión del filosofar que es retada por la teología.
Tal vez ahora sea para muchos la hora de la reflexión. Quizá hemos dejado transcurrir el tiempo (nuestro tiempo de existir día tras día) sin pararnos a reflexionar= “reflexionarnos”, quienes somos realmente, más allá del progreso de una bestia simiesca. Avistándose el ocaso de la vida, las apetencias cesan y las preguntas sobrevuelan la testa para encontrar una razón que alimente el deseo de vivirnos sin fin, esto es, la eternidad que sobrepasa la muerte, de igual manera que la miseria del gusano se convierte en grandeza al brotar del capullo mortuorio la crisálida capaz de volar.
Cuando se es niño, nos alimentamos como niños, incluso las ideas. Pero, al crecer ya no basta, sino que las apetencias crecen. Se impone el salto de lo inmanente (todo lo que es material y caduco) a lo trascendente, aquello que puede responder ante nuestro deseo de no acabar en la nada.
Es posible que hasta ahora hayamos dejado que la acidia no nos hiciese entender (para entendernos), pero la única manera de poder el hombre comprender su verdadera naturaleza es abandonar la suficiencia de su insuficiencia y abrirse al que es principio y fin de todo.
Hoy mejor que mañana, al filo de la madurez, pues el tiempo se le escabulle de entre los dedos. Y si no, miremos a dónde fue lo bello.
La cuestión que planteaba el viejo Shakespeare en el aquí y ahora puede leerse: “ser o no ser”, pero, más allá del pensamiento hamletiano, ¿no pasa el “ser” por entregar su confianza el hombre al misterio que lo sustenta: al mismo Dios? De no ser así, ¿qué queda del hombre?
Ángel Medina.