109- Apostando Vidas. Por Truman C.
- 21 octubre, 2012 -
- Finalistas del público, Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, juego, relatos
- 16 Comentarios
Todo fue una democrática canallada. No intento buscar testigos para demostrar lo absurdo que es el azar. Él podía ganar o perder, triunfar o arruinarse. El azar hace eso con la gente, alimenta la avidez del hombre hasta obligarlo a dejar todo en la mesa. No tomar en serio una partida puede convertirse de antemano en lo más estúpido que se podría hacer. Hay abundantes juegos que por ganar pagan en efectivo, pero hay algunos pocos que te premian con devolverte la vida.
Entonces no debe escasear avaricia al momento de apostar. Si algo de provecho o lucro puedes sacarle a esto, es que al cabo de un tiempo te conviertes en un ser sadomasoquista que puede pasar el día disfrutando con dejarse quitar o llevarse algo de los demás. He visto muchas veces a gente empezar el juego dibujando una sonrisa y terminar en unas horas empujando algunas lágrimas. Fui un mero observador de aquel espectáculo infame donde casi siempre se juega unos centavos y rara vez la vida.
Pau tenía cerrada la mano izquierda, convertida en un puño donde se concentraba todos sus pensamientos y esperanzas. La mano al abrirse, parió un par de dados en forma de calaveras reducidas, los llamaban lo dados muertos. Conocidos entre los hampones por ser embajadores de muerte. Ya se sabía que quien perdiera con ellos solo se le volvería a ver en cajón y bien tieso. Aquellos salieron disparados hacia el centro de la redondela. Estos rodaron y rodaron, ávidos por dar un resultado. En su camino levantaron un polvillo denso que para algunas hormigas pudo haber sido una catástrofe, pero para nosotros fue más que eso. Era ver al amigo padecer en manos del azar. Tenía los ojos cerrados y respiraba por la boca. Sufría mucho como todos aquellos que apuestan la vida y el alma de los demás.
– ¡Doce, pero imposible! –saltó enfadado Lorent. Mientras detrás de él la algarabía de los partidarios de Pau celebraban la salvación de su jefe –. ¡Pero qué carajo comes que tienes tanta suerte!
– ¡Pues si serán burros! – Pau empezó a reír a carcajadas y le siguieron con la risa sus compinches–. ¡Ustedes son unos herejes! – se dirigió a todos, jadeante de emoción–. Como lo ven yo en la tierra seré huérfano de padre, pero en el cielo tengo uno.
– ¡Tonterías, ¿me oyes? Tonterías! –le contestó José con rabia y apresuró a decir –.Yo también tengo mis estampas de Santa Rosa de Lima y San Martin de Porres. ¿Lo viste, ya te convenciste? – le puso en frente de la cara unos pequeños retratos–. Así mi madre me cuente que te ve ir a la iglesia todos los domingos y comulgar con las viejas menopáusicas, yo no te creo nada.
Lorent se llevó un gran susto. Miró a su alrededor y repasó con la mirada a cada uno de los presentes. Conforme los observaba ya nadie le sonreía. Recordó que había apostado lo más valioso que poseía. Aquel día, él supo que había que jugarse algo y no tuvo más remedio que jugarse la vida. Debo reconocer que jamás pensé ver a alguien esperar algo del azar, del macabro juego de los dados muertos. No había mezquindad en sus deseos, no se detenía a pensar en el pro y contra de su victoria. Tan solo quería ganar y para ello llamó a su pareja, la más guapa de la cuadra. Se sabía que ella lo quería mucho, estoy seguro que él pensó que la única persona digna de verlo vivo o muerto al final de la tarde, era su amada Anabel.
Anabel tiraría los dados por Lorent. Quizás él pensó que el destino podría cambiar en otras manos, pero aquel día gris la suerte hasta aquel momento había elegido a un ganador. Lorent, ya durante media hora de juego siempre tuvo a la fe en la mente, pero jamás tuvo a la suerte en las manos.
– Si así tiene que ser, así será –Lorent se aproximó y le dio un beso en los labios a Anabel. Le puso cerca los dados, mientras le susurraba al oído–. Ante todo, recuerda que no hay premio más grande en mi vida que haberme convencido que eres lo que yo más quiero –Él nuevamente la besó, pero esta vez en la frente y ella lo recibió con resignación, reservándose la mirada.
Conforme él se alejaba Anabel quedó quieta, observando a los dados muertos en el piso, intentando buscar una respuesta a los actos y pensamientos de Lorent. No exteriorizaba sus sentimientos, no dejaba aflorar ni la más mínima emoción, lo único que optaría por hacer seria alejarse de él, a pesar de quererlo locamente.
Detrás de la patota, algunos transeúntes se paraban a mirar con curiosidad el juego. Pero al instante quedaban estupefactos y se apartaban rápidamente, huían despavoridos, horrorizados porque sospechaban que todo acabaría mal. Anabel recogió los dados e hizo un gesto serio de desprecio y odio. Empezaría a agitarlos durante unos minutos, con repugnancia y dolor. De pronto, se sintió un cataclismo en la vereda, era un débil temblor. Muy cerca un pesado y destartalado ómnibus pasaba con una velocidad distinta, provocando algunas explosiones. Aquellas detonaciones hicieron creer a algunos que inevitablemente en algún momento la carrocería llegaría a su fin. Entonces, en ese mismo instante Lorent recordó a su mamá y su osteoporosis. Los huesos y el metal con los años debían de sufrir lo mismo pensó. Imaginó como habría quedado el asfalto, todo manchado de óxido, como pequeños charcos secos de sangre.
Al instante un presentimiento abordó a Lorent. Observó fijamente al conductor del ómnibus. Éste sorprendido lo miró a los ojos, tomó el volante con una sola mano y muy asustado como si la dirección o los frenos hubiesen dejado de funcionar, intentó abrir la ventana. Su esfuerzo no encontraba respuesta, la impaciencia lo hizo forzar la vieja cerradura con tal ferocidad, que con el último manotazo rompió el pequeño seguro y apresurado gritó:
– ¡Oigan cabrones, los veo en la cancha a las dos de la tarde y no se olviden de llevar la mercadería o la plata, cabronazos! – El chofer, se carcajeó y le mostró su mano hecha un puño y el dedo medio erguido en señal de burla. Se les quedó mirando unos momentos hasta que nuevamente puso atención al volante.
Todos dieron un salto. Estaban sorprendidos y no tuvieron remedio que apresurar sus reclamos. Le increpaban su tardanza.
– ¡Dale Lorent, no la hagas larga! – repitió uno tras de otro, con euforia – ¡Déjate de mariconadas y que empiece a jugar!
Lorent se llevó sus manos a la cabeza y una vez más no pudo creer que estuviera jugándose la vida. Algo pálido e irritado, se aferro a las probabilidades y las matemáticas. Anabel sentía latir fuertemente su corazón, arrojó los dados sin ningún cálculo y estos se movieron con velocidad supersónica. Nada parecía alterar el curso de los dos gemelos. Todo se quedó suspendido en el tiempo. Lorent ya no pensó mucho en el resultado y solo atinó a ajustar la gorra Niké que llevaba en la cabeza, era la peor imitación que poseía. La gorra ayudaba a no dejar escapar la tibia línea de sudor que empezaba a revelarse en su sien y que cobraba vida, conforme tomaba cauce en el tajo que surcaba su rostro. Rápidamente Anabel regresó la mirada hacia Lorent, algo menos asustada vio que aquellos dados ya habían dejado de tropezar. Ella se paró y él la vio irse sin rumbo conocido.
– ¡Mierda! – se escuchó la voz de Julio, hermano de Pau – ¡Lorent, al parecer perdiste a tú mujer, pero aún tendrás los huevos en el pantalón! – se le escucho reír en voz alta, como desquiciado.
– ¡José, estás cagado! –añadió Pau y se acercó a él. Empezó a hacerle algunas muecas en señal de burla.
Pasada la fuerte impresión, Lorent no perdió de vista a los dos gemelos. Partió el mondadientes que tenía en la boca y lo escupió en señal de amenaza. El desafortunado objeto cayó muy cerca de José que ya dejando de lado la determinación que lo había acompañado al principio del juego, cogió los dados con mucha duda y súbita vergüenza. Fue en ese momento que más pudo su rabia y los apretó con tanta desesperación que alguno de ellos parecía desintegrarse en su mano zurda. Los dados parecían sufrir un deterioro acelerado bajo su protección. Los mantuvo cautivos en su mano sucia y creímos que no era justo que los aprehendiera y aniquilara al mismo tiempo.
A lado de Pau estaba Mario, el único que había estado en prisión. Se caracterizaba por tener un extraño estado de ánimo, no se inquietaba al hablar de la muerte, no sudaba frío como el resto. Parecía brillarle algo de bello en la frente. Ya nos habíamos acostumbrado a verlo sin pelo, a ponerle apodos, era el calvo. Y fueron sus manos callosas las que cogieron los dados gastados y los cuadró en medio de la improvisada mesa de apuesta.
– ¡José tu turno! –intervino Mario, dando un golpe en el suelo. Encendió un cigarrillo, sin moverse de su sitio–. ¡Hay que dejarse de mañas! ¿Hasta cuándo vamos a estar aquí? –dijo, con voz rabiosa y frívola, mientras miraba fijamente la camiseta ceñida de una mujer que cruzaba la calle.
Un juego más, y todo se acabaría. José sería el último en arrojar los dados. Él cerraba el círculo y ya había dejado de ser raquítico, su sombra se había hecho inmensa, parecía haberse alimentado con la maldad de todos. Ahora sus ojos negros ya no se replegaban como los del chino que vendía cigarrillos en la esquina. Ya todos sabíamos que José era un soplón, un cobarde y que por él estábamos en el canchón apostando vidas. En un acto involuntario, José se arrodilló y su sombra pareció adquirir una terrible maldad. Así que en un instante, como quien desea tener algo de intimidad en momentos de gran duda y decisión. Acercó los dados a su boca y susurró algo. Vimos sus gestos amorfos traducirse en una maldición.
– ¡Vamos papá! –exclamo sin percatarse que había levantado mucho la voz– ¡Si me ayudas dejaré un muerto cada día en tu nombre! ¡Por mi alma que lo cumplo! –los agitó y les dio una soplada. Los arrojó con entusiasmo y un efecto demoníaco – ¡ahí van! –observó a su alrededor– ¡Sarta de rosquetes!
José necesitaba once para poder emparejar la cuenta y un doce para ganar. Trascurridos pocos segundos se vio a los dados perder velocidad. José empezó a creer en los sacrificios y pactos demoniacos, pero mientras se acercaba más al resultado, murmuraba extrañas palabras rápidamente. Parecía jurar y prometer todo, así tuviera que entregar su alma, él lo haría a ojos cerrados.
He tratado de recapitular con exactitud ese último instante, pero solo recuerdo haber escuchado a alguien decir: ¡Te jodiste, sacaste diez! A los pocos minutos se oyó el rastreo de un arma y las sombras desaparecían a falta de pocos minutos para las dos de la tarde.
Luego en la cantina ya por la noche, los parroquianos solo hablaban de la balacera en la cancha. Un hombre había matado a tres sujetos, y otros tres lo acabaron por quedarse con algo que no era suyo. En una esquina de la cantina, amparado bajo la sombra Lorent tomaba un trago, una Pilsen Callao bien helada. Yo llegué a la hora pactada y me ubique en el lugar de siempre. Nos saludamos y brindamos por el reencuentro. Durante la conversación no dudé en advertirle que cuidara y vendiera la mercadería, ya sabía él que no valía la pena morir por un poco de dinero. Al cabo de una hora, Lorent me mencionó tener aburrimiento, y yo sacando del bolsillo los dados muertos, le pregunto:
– ¿Te animas? ¿Qué tienes para apostar? – pregunté, y de su pecho oí un quejido.
Voto por este relato.
No puedo seguir leyendo.
Vello: pelusa, bozo, pelillo, etc
Bello: galán, adonis, lindo, etc
Vello con uve
«Parecía brillarle algo de bello en la frente»
Gracias Alfred H. Me sorprende haber entrado a la final. Se ve que al final los amigos del barrio votaron. Gracias por el apoyo, hay buenos textos entre ellos el tuyo, así que ya en breve emitiré mis votos. Feliz Año.
Voto por este relato.
Una sonrisa que me has arrancado vale por un voto.
Suerte.
Mucha suerte
Voto por este relato
que interesante ¡Plop!
Mucha suerte Truman!!!
BUENA……
¡Pos menuda bala(s)cera por un quítame allá esos dados! Muy poco valor tiene la vida en ciertos sitios. Suerte.
esta super bonito e interesante… suerte 🙂
Mantiene la tensión ese juego macabro con final esperado pero no por ello mal resuelto. Todo lo contrario.
Enhorabuena y suerte.
Truman C.:
Una excelente escritura.
Imprimes una intensidad alargando un momento, que llega a erizar.
Un abrazo.
Me gustó mucho, pero está más cerca de Borges que de Capote.
Suerte.
Truman C., mi otro vecino, es un hombre paciente. ¡Qué capacidad para alargar un instante! No sé si desearía encontrarme con él en el ascensor una mañana con prisas.
He sentido curiosidad por saber de dónde procede ese inquietante juego de azar, pero no he sido capaz de encontrarlo, ni descubrirlo por los modismos de su jerga. Seguramente, por mi escasa paciencia. Quizá me lo cuente un día en pocas palabras.
Un saludo, Truman. Suerte.
El relato de una fatídica partida de dados que podría haber salido de las páginas de cualquier novela negra. Las escenas del lanzamiento de los dados transmiten una tensión muy bien conseguida.
Xorti