12- Viento que mira el viento. Por Pierre Batho
- 26 septiembre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, abuela, nietos, relatos
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Tantos años tenía la abuela que ya todos nos habíamos olvidado de contarlos. Incluso ella. Bueno, igual ella no, pero lo disimulaba muy bien.
Siempre había sido una mujer menuda, pero ahora parecía que cada estación venía a verla una noche sin estrellas, la mordía y le quitaba algún centímetro. Y claro, a cada cumpleaños parecía más bajita, estaba más cerca del suelo. A lo mejor era por eso que hablaba un poco menos. Los nietos la recordaban de cuando eran niños, y ya entonces la abuela era parca en palabras, pero nada comparado con la actualidad, donde apenas se le escapaban dos o tres suspiros de vez en cuando. Y la madre, su hija, contaba a veces divertida que cuando ella era pequeña su madre, la abuela, parlaba y parlaba durante horas, con las vecinas, en la plaza del pueblo, con cualquier chavalín medio perdido, con ella misma. Y eso, hoy, ni imaginarlo.
Quizá fue por ello por lo que apenas hizo algún comentario cuando sus dos nietos la propusieron, como regalo del cumpleaños número indefinido, llevarla a conocer el mar. Casi silencio, un par de expresiones de agradecimiento, de esas que parecen compromiso. Y después nada.
La abuela nunca había visto el océano. Antes casi no se viajaba, y uno podía morirse sin haber salido jamás de la comarca donde vio la primera luz. Algo así le había ocurrido a ella, que había estado toda su vida en aquella casa de piedra, tan oscura, en un valle tan profundo que a veces llegaba a asustar. Y tampoco es que estuviera tan lejos el mar, pero nunca se había animado. Al principio porque no podía, no tenía medios. Después, cuando la hija empezó a irse, pudo haberla acompañado, pero se le hacía pesada la simple idea. Qué pintaba ella fuera de esas paredes, de ese paisaje, qué podía encontrar más allá del olor a rocío que la despabilaba cada mañana de invierno. Así que, por unas cosas u otras, nunca llegó a ver el mar.
Y eso es lo que querían regalarle sus nietos. Y ella, que sonrío un poco al oírlo, no dijo casi palabra. Se quedó un rato más con los dos niños que habían acabado siendo hombres, y luego salió a sentarse en su lugar favorito.
Porque la abuela tenía un lugar favorito, seguramente como lo tiene todo el mundo. El suyo era un pequeño banco de madera estaba a la entrada de su casa, entre la puerta y el diminuto hito blanqueado con cal que delimitaba el terreno. Allí se sentaba todos los días la abuela. Durante horas. Ese era su lugar preferido. Desde ese sitio alguien que estuviera situado en la misma postura de la abuela podía ver casi todo el valle. Podía ver el río serpenteando nervioso, apenas un hilillo de luz, y cuando hacía mucho frio, un aliento de niebla que se escapaba de entre el paisaje. Se veían aquí y allá pueblos y casas sueltas, prendidas de entre el verde más o menos intenso, hogares de personas a las que se conocía aun sin mirarlas apenas. Y se podía ver la carretera, la vieja carretera, antes llena de baches y hoy parcheada, que cruzaba el valle desde arriba hasta abajo, paralela al río, una mancha grisácea que llegaba hasta la capital de la provincia. Apenas coloreada por coches, pocos al día, perdiéndose más allá de donde rozaba la vista. Y en el lugar preferido de la abuela, allí donde se sentaba durante horas y horas, se podía escrutar todo el paso de esa vía por el valle.
Así era el sitio donde ella se sentaba, una especie de mirador que permitía ver quién entraba y salía de aquel cachito de mundo que los rodeaba. Incluso si alguien se hubiera molestado en llevar el tren hasta aquel rincón tan apartado, el pequeño banco de madera de la abuela hubiera sido el otero perfecto para observar el humo en estrecha estela, primero, y ahora los reflejos del metal bajo el sol que asoma tímido. Pero eso a nadie se le ocurrió nunca hacerlo, y aquel valle jamás había sido rasgado por ningún tren.
Allí se sentó la abuela justo después de que sus nietos la dijeran que la iban a llevar a conocer el mar, a conocer el mar, abuela, a tus años, ya es hora de que lo veas. Allí se sentó y se le puso esa expresión que se le ponía a ella cuando lo hacía. Y ahora, después de esa noticia, su rostro sólo parecía sonreír. La edad, seguramente.
Así que la dieron los besos de rigor, aun sentada en el banquito de madera, dos besos cada uno sobre aquel pergamino cada vez más arrugado, y ella seguía sonriendo sin que sonriera su mirada, la semana que viene nos pasaremos pronto y podrás ver el mar, abuela, y ella estrujó aun más esas arruguitas que le salían en los ojos. Ellos partieron, y cuando estaban ya en la carretera principal podían sentir el mirar de la abuela posado en el techo del coche, gris que ve gris sobre gris.
Ella pasó la semana como una más, con esa cadencia lenta que tienen los días cuando se van perdiendo. Sentada a ratos en su banquito, otros haciendo algo en la casa, limpiando aquí y allá, cocinando un poco de caldo. Una semana más.
Quedarse a vivir en su hogar de siempre, entre las montañas, no había sido ni siquiera una decisión, porque jamás se planteó hacer lo contrario. Su familia se había disgregando lejos de aquella tierra, de una forma extraña y que, hoy en día, le parecía casi ajena. Así que ella apenas venía nunca, y cada vez que la veía podía reconocer en su rostro el paso del tiempo que años atrás había visto en el suyo.
Los nietos estaban más cerca, habían ido regresando a una tierra que casi conocían únicamente de oídas y viajes relámpago. Al final los dos trabajaban cerca de la capital, y la visitaban a menudo. Eran ellos quienes pagaban a una chica para que la ayudase con las cosas del hogar. El principio iba todos los días, después alternaba, más tarde una vez a la semana, y ahora apenas de quince en quince noches. Qué más daba, la abuela seguía trabajando igual estuviese ella o no, seguía limpiando, cocinando y arrancando las hierbas del portal. Y nadie sabía si era por orgullo, costumbre o una mezcla rara de ambas.
Alguna vez le habían insinuado a la abuela que se bajase a vivir con ellos a la ciudad, pero siempre de forma suave, sin estridencias, porque todos sabían ya lo que ella iba a contestar. Y la anciana sonreía con todo su pequeño cuerpo, sonreía todo lo que podían sonreír unos ojos, y les decía que no, que ya era muy vieja, que le gustaba aquello, que qué iba a hacer ella en otro sitio. Y nadie le llevaba la contraria, porque sabían que de nada iba a servir. Y entonces volvía a la cocina, y a lo mejor vigilaba en el horno a ver si ya estaban hechas aquellas magdalenas que tanto gustaban a sus nietos, esas que estaban tostadas por fuera y casi deshechas por dentro, y que eran una receta que a ella se la dijo su madre, y a su madre su abuela. Y que, pensaba, más le valía a su hija darse prisa en venir a verla, porque igual acababa perdiéndose.
Así que de esta forma pasó la abuela la semana. Entre la niebla del alborear y el sol del mediodía. Y, llegado el sábado, se levantó de madrugada para preparar las magdalenas, porque sus nietos le dijeron que vendrían temprano a llevarla al mar, y quería que estuviesen hechas y calientes cuando ellos llegaran.
Cuando vio los focos del coche serpentear por la montaña aun era de noche. Los dos nietos venían tan sonrientes que ella, con amabilidad, sonrío, esta vez con los labios, los ojos y hasta las mejillas. Comieron cada uno una magdalena, luego ellos repitieron, guardaron más para el camino y se subieron al coche. Ella delante, para que pudiera ir viendo el paisaje.
¿Cuánto dura el viaje de una vida a otra completamente distinta? Aquel sábado la abuela descubrió que en su caso algo más de tres horas. Hacía años que no iba más allá de la pequeña ciudad en el lecho del valle donde había un ambulatorio. Para pasarse revisiones y poco más, claro. Pero aquel día iban más lejos, mucho más de lo que ella nunca había ido. Tanto que al principio la carretera era todo curvas y verde, después recta y baches, luego más rectas y amarillo, y, por fin, otra vez curvas y verde. Y así durante horas que le parecieron días. Entre charlas intrascendentes a las que ella respondía con todo el cariño que podía…parecían tan orgullosos sus nietos.
Cuando, tras un requiebro del camino, pudieron ver el mar, ella no pensó nada. Todavía estaban en un pequeño alto, y había decidido que iba a intentar reservarse todas las sensaciones para la orilla. Así que apenas miró, y en voz baja le dijo a sus nietos que estaba deseando llegar.
Lo primero que la sorprendió es que el mar se huele, además de verse. Un olor salado que se te mete dentro y se niega a salir. Pensó que vivir allí, en aquel pueblo pequeño, lleno de barquitos anclados, sería despertarse cada mañana con ese olor. Todo tan diferente de su propio hogar, donde el aroma era distinto, y hasta el aire tenía otro sabor. Habían aparcado el coche al borde mismo de una playa estrechísima, de esas que cuando la marea está alta apenas son el recuerdo de un puñado de arena. Bajaron los tres, ella sin poder quitar los ojos de aquello tan grande que tenía ante sí. El mar estaba casi en calma, pero cuando miró al espigón cercano vio las olas chocando contra él, y deshaciéndose en espuma blanca. Eso no tenía nada que ver con nada de lo que la abuela había visto antes, como tampoco tenía que ver el color, el color azulado de aquel océano, tan distinto del légamo terroso del río. No podía apartar su mirada de aquello, y sus nietos le cogieron las manos, uno a cada lado, y la empezaron a llevar hasta la misma orilla, hasta el preciso lugar en el cual aquel monstruo inabarcable terminaba. No le extrañó el tacto de la arena bajo sus zapatos, ni las algas ásperas prendidas aquí y allá, tan fascinada estaba ante la magnitud que tenía delante.
Llegaron justo hasta donde había roto la última ola, apenas diez centímetros más atrás, la abuela aun podía ver la humedad y el color diferente en aquel lugar. Allí estaba ella, en el límite mismo del océano, en el final de algo que no sabía dónde empezaba, ni lo grande que era, ni siquiera imaginaba desde qué extrañas tierras habría venido aquella ola que ahora moría casi mojándole el calzado. Los dos nietos apretaron sus manos a la vez, como si esperaran algo, y uno de ellos, el menor, acercó su boca al rostro inmóvil, y le preguntó qué le parecía el mar.
Entonces la abuela recuerda todos sus años, recuerda las horas, las semanas sentada, esperando ver un coche encaramarse hasta su hogar, uno que trajera noticias, o que lo trajera a él. Y mira otra vez el mar, tan grande, tan inasible, y piensa en lo difícil que sería observarlo mientras aguardas una llegada, un regreso, una caricia. Siente la imposibilidad de abarcar con sus ojos todos aquellos caminitos que se pierden en cada ola que muere en la orilla.
Y, con los ojos humedecidos, y media lágrima salada resbalando por su mejilla, aprieta las manos de sus nietos, sonríe de esa forma tan triste que ella sonríe a veces, y dice:
– Es enorme.
Únicamente eso.
– Es enorme.
Pierre Batho:
Es una pena que no respondas a los comentarios. Pero igual va el mío.
El tema, ver el mar por primera vez, ha sido tratado en muchas ocasiones y no es por pura coincidencia. El impacto que da el mar es de magnificencia, es como un viaje al infinito, es como ver la naturaleza en toda su potencia y viva.
Tú has hecho una narración muy cuidada y hermosa. Pero has prescindido de exponer toda esa grandeza impactando en la abuela. Por tu forma de escribir… no creo que haya sido por falta de saber hacerlo. Más bien pienso que te has metido en el personaje de la abuela y como era muy parca en palabras solo has dicho una: “enorme”. Puede que esté bien, pero ya que te habías extendido tanto, para mí demasiado, en todos los otros detalles, podías haber recortado algo de eso y haber puesto más sobre lo que pensaba esa abuela frente al mar.
El relato se deja leer muy bien y gusta, pero en un momento se hace muy cargado, algo barroco, algo largo, para mi gusto, y al final deja con ganas de más. De saber cómo te podías haber expresado sobre la sensación que pasaba por la mente de esa abuela.
En cuanto a la pregunta que hace Rulfo, ya que tú no la contestarás, por lo menos eso parece… me atrevo a responderla yo. Lo veo como un hombre, no nieto ni hijo… Un hombre al que estuvo esperando. Tal vez has querido dejarnos esa incógnita, es final abierto, por llamarlo de alguna forma y no las tan repetidas vivencias sobre lo magnífico que es el mar.
Te he dejado mi voto, pues me has dado un momento plácido. Aunque pienso que podías haberme dado más.
Un abrazo.
Preciosa y entrañable alabanza a la vejez. Preciosa narrativa que hace que se lea, ¡qué curioso!, con regocijo. Y digo ¡qué curioso!, porque es un relato nostálgico que debiera dar congoja y un poquitín de pena. Podría comentar varios párrafos que, a mi juicio, sobresalen, pero hay uno que me ha resultado especial: “Así que la dieron los besos de rigor, aun sentada en el banquito de madera, dos besos cada uno sobre aquel pergamino cada vez más arrugado, y ella seguía sonriendo sin que sonriera su mirada, la semana que viene nos pasaremos pronto y podrás ver el mar, abuela, y ella estrujó aun más esas arruguitas que le salían en los ojos. Ellos partieron, y cuando estaban ya en la carretera principal podían sentir el mirar de la abuela posado en el techo del coche, gris que ve gris sobre gris”
Hay una cosa que me gustaría preguntarte Pierre, aunque intuyo que no me vas a decir nada. Pero da igual. Yo te lo suelto y ahí quedará. En la frase casi del final: “Entonces la abuela recuerda todos sus años, recuerda las horas, las semanas sentada, esperando ver un coche encaramarse hasta su hogar, uno que trajera noticias, o que lo trajera a él”. ¿A quién te refieres? Porque solamente pueden ser dos. ¿O me he perdido algo?
Enhorabuena Pierre Batho y suerte.
Me he detenido un rato en esta frase: » ¿Cuánto dura el viaje de una vida a otra completamente distinta?» Menuda pregunta, te aseguro que ha impresionado.
Bonita historia,aunque concurrdo con Lotte en que das la misma información varias veces y eso resta dinamismo.
Suerte Pierre Batho 🙂
Es complicado describir sensaciones. Muchas veces estamos más costumbrados a narrar acontecimientos, hechos que se suceden en el tiempo. Aquí, supuestamente, no ocurre nada; sin embargo, son muchas las emociones que se contienen.
Aunque hay una parte en que creo que se repiten un poco las ideas o queda algo estancado (en cualquier caso va acorde con la vida que se describe), consigue emocionar.
Enhorabuena y suerte.
Estimado Pierre Batho:
Su relato es hermoso y está correctamente escrito. Y sí, es de esos relatos que gustan a la mayoría… pero a mí no me causa una emoción especial, quizá se haya usted contenido para que no quedase cursi y sensiblero. En mi opinión, cuando deseamos contar algo que ya ha sido descrito otras veces, tenemos que intentar romper, arriesgarnos. Quizá atreverse a ponerlo en las palabras imprecisas e inexactas de la propia abuela; quizá excedernos en lo poético; tal vez darle un final inesperado. No sé, posiblemente sea difícil elegir un camino frente al mar.
Suerte en el concurso.
Me gustó mucho, sobre todo el ritmo, la cadencia. He vuelto a ver el mar por primera vez. Y tiene razón la abuela: es enorme.
Entrañable, sentimental y triste, a partes iguales.
Lo que no termino de comprender es el título del relato. Supongo que tendrá su simbología, pero yo, torpe de mi, no soy capaz de deducirla a partir de su lectura.
Creo que tu cuento gustará a los lectores que frecuentan este certamen. Seguro
Después de leer me da la impresión que falta una dedicatoria.
Creo que describes muy bien y sobre todo ciertas características común en nuestros mayores.La muerte social.
Lo ideal sería que no salieran del entorno donde se sienten seguros, que siguieran sintiéndose útiles, productivos.Y que su expeiencia nos sirviera para humanizarnos un poquito que buena falta nos hace.
Me hubiera gustado ver su expresión, seguro que como la de un niño.
Bonito y tierno
Aún quedan pequeños milagros en forma de viajes para ver el mar que merecen la pena ser contados. Si, además, se narran de esta manera, se hacen inolvidables. Suerte.
¡Qué entrañable relato! Me gusta mucho. Volveré a leerlo más veces.