189- Buenos Aires. Por La Penélope
- 1 noviembre, 2012 -
- Relatos -
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Nací en Buenos Aires.
(Punto y aparte. Que resuene una décima de segundo en la mente del lector aún escéptico el dato identitario, porque emerger a la vida en esta ciudad, define.)
Dicen que el primer pañal me lo cambiaron en Palermo. Incluso hay fotos testimoniales que muestran a mi familia reunida durante sucesivos tres años en el departamento de Thames y Charcas viendo, a la beba que yo fui, hacer el intento de soplar una velita rosa. Pero yo no me acuerdo. Así que obviaremos mi tiernísima primera infancia y diré que soy, no nacida pero criada, en Almagro. Viví en Almagro durante veintidós años de mi vida. Hasta que fue tiempo de independizarme y re-localizarme quince cuadras más lejos, en el famoso barrio de Villa Crespo donde no me esperaba una típica porteña casa chorizo, sino un semi moderno monoambiente en un sexto piso que daba al pulmón.
La gente cuando se muda sale a pasear por su nueva manzana, empieza a conocer los negocios y anota mentalmente direcciones necesarias: zapatería, laverrap, restaurant de comida china. Hice lo propio. Así me adueñé del barrio, y siendo que nadie me esperaba en ese nuevo reducto de Buenos Aires, me hice sentir cómoda, me auto bienvení.
Al principio salía a caminar sin rumbo y me encontraba con cosas inesperadas: un teatro que no conocía, una galería escondida por rejas, negocitos de arte que no había visto, calles empedradas con árboles enormes que las hacían pertenecer a otra época, a otra ciudad.
(Emerger a la vida, dije. Qué tal emerger a Buenos Aires. Por qué no una independencia de criterio, una libertad estética. Cuán cliché sería mencionar el deseo recién en este punto del relato, donde la protagonista acaba de cortar su propio cordón umbilical y tomando una enorme bocanada de aire decide respirar su propio oxígeno.)
Tenía mucho que resolver, es evidente. Y caminar por la calle era un paliativo al rumeo constante de mi adolescente cabeza, que vaya uno a saber en qué neurosis trastabillaba una y otra y otra vez. Caminé, entonces. A los veintidós yo tenía muchas caminatas que completar antes de volver a mi monoambiente. Muchas.
Y así empecé a recorrer Buenos Aires de punta a punta. Entré al teatro Colón y a los túneles de la Manzana de las Luces. Me asomé al balcón en la Casa Rosada y le toqué la puerta a Mauricio Macri en el edifico del Gobierno de la Ciudad. Aprendí de flora en el Jardín Botánico y me saqué una foto con la fuente del Jardín Andalúz en el Museo Larreta.
Meses habrán pasado de visitas guiadas y paseos programados hasta que tomé real dimensión de cuanta atención le había prestado a esos paseos-excusas. Mi mente dolorida había sanado y ahora estaba llena de imágenes bellas que pedían ser acompañadas de otras. Y el rumeo neurótico, ya no era perceptible.
Había entendido de qué se trata la pasión.
Buenos Aires me deslumbró con su belleza y me mantuvo apasionada durante meses, durante años. Dejé de sentirme sola, porque hasta el más mínimo trayecto se convertía en un paseo explorador. Los trámites interminables en el centro dejaron de ser un suplicio, o lo eran menos, dado que a la salida aprovechaba para meterme de improvisto en cualquier edificio histórico. Es fácil caer en lo inefable cuando uno entra al salón dorado de La Casa de la Cultura, es fácil entender qué es el tiempo abolido cuando uno alza la vista en la casa central del Banco Provincia. Amada e interminable, abrumadora y feroz Buenos Aires de mis amores. Cómo explicar lo que yo sentía cada vez que pisaba tus veredas rotas.
Estudié Historia del Arte en la Asociación Amigos del Museo de Bellas Artes, ví cine en el Malba, invité a mis padres a conocer El Museo de Arte Decorativo y cuando me dolieron los pies de caminar, paré a tomar café en Las Violetas. Los domingos a la mañana se ponía hermosa para mí. Solitaria, calladita. Retumbando a la juventud que había pasado sin percibirla mientras yo dormía. Caminaba por el Parque Centenario yendo a comprar facturas para el mate matutino y respiraba Buenos Aires.
Y porque mi adoración era total, más de una vez me cagué de odio viendo como mi amada y única, mi hermosa, era ajada y destrozada y arruinada por bándalos de edades diversas. Me rebelé contra la gente que la ensuciaba adrede, y quise quemar a más de un colectivo que, por pura desidia de sus dueños, evitaban que MI cielo azul luciera su tonalidad plena gracias al smog espeso que largaban. Odié a los turistas que inundaban la calle Florida con su presencia cuando yo quería circular sin interrupción ida y vuela, viendo vidrieras y parando en los puestos de revistas. Era MI ciudad, mía y no podía asumir, en mi rincón más irracional, que otros quisieran robarme el usufructo.
Dos teatros intrascendentes para la historia de la Calle Corrientes me acompañaron en mi cumpleaños de veintitrés y de veinticuatro. Buenos Aires y el teatro se convirtieron en una misma cosa, indivisible y absoluta. Un narcótico de consumo cotidiano. Si la ciudad era el objeto de mis pasiones, el teatro fue la forma de penetración. Y aunque el lector no lo crea, las snobs también tenemos sistema endócrino y libido y la mía crecía exponencialmente.
Y no usé forro. Y algo empezó a crecer adentro mío sin que yo me diera cuenta. Palabras.
Como todos los primeros amores, por razones que no están del todo claras, uno deja de sentir esa absoluta devoción por el otro. Convive con el recuerdo del primer amor y continúa, en busca del definitivo. Los veinticinco me encontraron haciendo el amor con un hombre de carne y hueso. De él también me enamoré. Y como soy una ferviente creyente de que el destino lo construye uno, mi príncipe azul resultó ser un porteño por adopción. Él también había visto la maravilla y tuvo el valor de dejarse atravesar. Era un perpetuo turista entusiasta, un admirador sofisticado e informado, un complemento perfecto para mi apasionamiento voraz e inexacto, bastante menguado pero aún vivo.
Tengo veintisiete ahora. Y camino la ciudad como solía, pero con una mano ocupada agarrando otra mano y manteniendo un ritmo de paseo. Me acostumbré al estilo turístico de mi marido que se detiene enfrente de todo lo que le llama la atención y busca la información in situ con su ultra moderno celular. Él acepta ir al teatro conmigo y a regañadientes debe admitir que está aprendiendo a espectar.
Las palabras siguieron brotando. Un legado para siempre, para toda la vida, de un amor pasado. Hete aquí la autora. Y Buenos Aires sigue imperturbable. Generosa siempre. Para quien la necesite, para quien la quiera, para quien la escuche. Como yo.
Como nosotros.
De que nació en Buenos Aires no hay duda. Ya veremos lo que pasa el día que cambien el pico por la pala. En fin, nadie es perfecto. Suerte.
La protagonista enamorada de su ciudad natal. Muy lindo, como diríais por aquellos lares. Me reservo esta frase entre las que más me gustaron: «Si la ciudad era el objeto de mis pasiones, el teatro fue la forma de penetración». Cuidado con ese «bándalos» con «b».
Suerte Penélope (con su bolso de piel marrón, y sus zapatos de tacón…)
A La Penélope porteña no le gustan los turistas, así que no podré conocer su visión de Buenos Aires salvo por escrito. Afortunadamente tengo a mano otras.
La verdad, no sé si es en serio o en broma, o que no tenías nada mejor que hacer. Eso sí, también yo, muy snob, me identifico contigo cuando dices que «Y porque mi adoración era total, más de una vez me cagué de odio viendo como mi amada y única, mi hermosa, era ajada y destrozada y arruinada por bándalos de edades diversas». A mí me pasa con el idioma, y no porque el bonaerense, porteño o incluso el lunfardo me desagraden, que más bien todo lo contrario: a una isla desierta me llevaría Rayuela. Pero sí, el mundo está lleno de bándalos.
Te aconsejo, si no revisar, al menos usar el corrector de Word.