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193- La resaca de los sin piel. Por Lema Dafoz

Cuando Calado despertó, la cama en la que resucitaba parecía un intestino grueso. Se sintió deglutido y altrapado en las entrañas de un entramado de sábanas, mantas y almohadas húmedas y anudadas, como un alimento que no se termina de digerir. Quiso hacerse hueco entre los enredos de aquel aparato excretor y salir, o defecarse, de la cama, pero un dolor de cabeza profundo se lo impidió. La resaca le pareció, casi como todas, la peor de su vida. Sintió de pronto que todo le dolía, que todo estaba desordenado y que las palabras que oía en su cabeza no iban a ninguna parte.

Entonces aquel hombre arrugado se agarró a una voluntad desconocida, hizo palanca y se levantó de la cama descubriendo el seísmo que se había apoderado de su piso de soltero. El joven Calado, que ya no era tan joven, ni tan buen bebedor, a sus treinta y ocho, tomó el camino del baño montado en una montaña rusa. Una ducha larga arrastró hasta las cañerías parte de las voces impertinentes y absurdas que le asaltaban en la cama. Cuando se encontró mejor y volvió a su cuarto (ese ínfimo espacio donde cabía todo lo que era y que ni Dios sabía cómo iba a pagar a partir de ese día), desnudo y mojado, debió esquivar un vómito y el desconcierto de infinitas prendas dispersas por el suelo de la habitación. Se sentó en la cama y respiró hondo. «Espero que no me vuelvan a despedir o la próxima vez no lo cuento», dijo en voz alta hablando con su cordura para que esta no se escapara, como atrapándola con el lazo del vaquero. Echó una mirada a su alrededor buscando complicidad en los objetos, algo en lo que encontrarse. Entonces se fijó en la mesita de noche y vio algo inesperado en aquel reducido caos doméstico. Las llaves, «menos mal», el móvil, «esto sí es noticia», la cartera, «soy un tipo con suerte», pero también una nota con algo escrito y unas gafas de sol. La nota tenía una caligrafía jeroglífica que tardó en descifrar: «a las 10:30 en la calle San Miguel, ven rápido, no hables con nadie. Verónica». Las gafas de sol estaban encima de la nota. Estuvo un tiempo indeterminado mirando el blanco de la pared hasta que se revelaron, como visiones, las imágenes que su memoria era incapaz encontrar. Recordó que estuvo en el bar de su amigo Francisco  tomando cervezas desde las seis de la tarde, exorcizando el agravio de un despido laboral inesperado. Los vasos se llenaron de licores más desesperados a una hora indescifrable (el reloj de aquellos recuerdos ya no tenía agujas) y todo lo que recordó después se volvió dudoso, mutilado. Recordó que estuvieron con él en algún momento de la tarde-eternidad, en la que estaba seguro de que no se había movido del bar, amigos con caras conocidas, amigos sin cara, amigos sin brazos y puros desconocidos con y sin cara. Y así estuvo recordando hasta que por fin se apareció Verónica. Tenía que ser ella. Alta, morena, con cara, y bonita, un traje negro de noche y unas gafas de sol muy tupidas. Extraño. Parecía una alucinación incluso dentro de aquella alucinación. Miró su reloj y tardó en enfocar los borrosos códigos. “Las diez, llego tarde”, dedujo teniendo en cuenta la hora de la cita que ponía en la misteriosa nota. Pensó que no sabía a dónde iba ni porqué, pero confió en seguir recordando con la ayuda del sol y la brisa de la calle. La Verónica de las gafas de sol y la nota escueta, aparecida entre el boscaje de su resacosa memoria, en cualquier caso, merecían una estupidez.

Cuando Calado pisó la calle pensó que las mañanas tienen un encanto amable. Se sorprendió de cómo te recibe el sol, de cómo las mañanas huelen a esperanza y a honesta rutina de coches y gente que trabaja y que no espera gran cosa. Pensó que a su edad, tal descubrimiento, no debía ser normal. Pero, ¿qué podía saber Calado de las mañanas? Hasta hoy y desde hacía quince años, las mañanas empezaban siempre a las seis y media, cuando el despertador lo escupía de la cama. Después el piloto automático hacía lo pertinente para que a las siete y media, sin lamentación ni euforia, Calado ocupara su puesto de trabajo y derrochara las siguientes siete horas realizando su labor con una mediocridad estándar, con un desdén perdonable, no más singular que el de cualquier compañero, irreprochable. Sonrió disfrutando de aquella libertad insólita y pensó que necesitaba un café.

“Son veinte minutos andando hasta San Miguel, me da tiempo de un café rápido”, pensó Calado entrando con prisa en la primera cafetería que se asomó por la calle. El lugar tenía un ambiente acogedor y la clientela la componían trabajadores y trabajadoras de un bloque de oficinas próximo. Parecían inquietos, como calculando cada minuto del valioso y a la vez olvidable respiro del desayuno. La menuda camarera que atendía la cafetería no lo veía igual. No parecía tener la menor prisa por aprovechar ningún valioso tiempo y su deambular pausado al otro lado de la barra, al límite entre la quietud y el movimiento, rozaba el patetismo. “¡Señorita!”, le gritó desesperado Calado. A la indiferente camarera le costó aceptar que debía atender la parte de la barra que ocupaba el resacoso cliente. Al fin se acercó, “¿qué quería?”, le dijo a Calado sin levantar la mirada de la comanda. “Un café, por favor”. Y entonces ocurrió lo imposible. La chica levantó la mirada y antes de pronunciar por completo la pregunta que le interrogaba si el café lo quería solo o con leche, la de por sí menuda camarera, desapareció, se fue hasta lo invisible, se hizo nada. Calado tardó en reaccionar. “¿Cómo?”, pensó desconcertado. Miró al otro lado de la barra, a derecha e izquierda, se frotó los ojos. Nada. Para darle explicación al imposible, Calado intentó recordar si la noche anterior había tomado drogas más severas que las infinitas cervezas y los incontables cubatas. Pero hacía años que no probaba el ácido y la edad lo había convertido en un maduro asustadizo. Así que no se le ocurrió nada más razonable que comunicarse con otro ser humano para contrastar lo ocurrido. Se acercó a una señora que estaba sentada a un par de metros junto a la barra, muy elegante, de esas que no trabajan, que siempre desayunan en el bar porque si no ¿para qué maquillarse? La mujer de mediana edad estaba de espaldas y Calado llamó su atención con dos leves golpes en el hombro. “Perdone señora, ¿ha visto usted a la camarera?”. Apenas se dio la vuelta y miró quién era el insolente, la señorísima, su bolso de piel y su arrogancia, se esfumaron. Desapareció. Repentino como morirse, la silla que soportaba a la presumida y voluminosa señora volvió a descansar vacía. “¡Joder!”, gritó asustado Calado. El alarido seco llegó a todos los rincones de la cafetería. Los clientes, diez o quince, sentados en sus mesas, despabilando a la mañana con los cafés, las legañas, las tostadas y la pereza, miraron casi a la vez a Calado, que no podía creerse lo que le estaba pasando. Pero el absurdo llegó más lejos. Toda la cafetería se convirtió en un desierto de humanidad. Todos los clientes que miraron hacia Calado desaparecieron, dejaron de estar allí y, ¿quién podía saber si estaban en algún sitio? Aquello no tenía ningún sentido y Calado salió en estado de crisis nerviosa, a trompicones, de la cafetería. Corrió huyendo de sí mismo, o de la desgracia, por la calle, rezando para que la cafetería estuviera maldita. De todas las locuras posibles, esta era la menos terrible, que el vacío de leyes físicas y sentido común se circunscribiera a aquella inverosímil cafetería. En la carrera frenética por la acera, huyendo de aquel atentado a la razón, no pudo evitar chocarse con una pobre viejecita que paseaba en sentido contrario. La anciana cayó estrepitosamente al suelo y Calado se apresuró a ayudarla. “Lo siento, señora”, le dijo a la mujer, de un peso exigente, mientras intentaba levantarla del suelo. Pero la maldición de la cafetería no era exactamente “de la cafetería”. Cuando la anciana se esforzaba por levantarse miró a los ojos a Calado y, como todo el que lo había hecho durante aquella mañana, desapareció. El joven desempleado, el resacoso optimista, se encontró de pronto inclinado sobre el suelo intentando levantar un enorme trozo de nada. Abrumado por lo inexplicable, Calado volvió a salir corriendo por la calle, asustado, mirando hacia abajo. No podía volver a sentir aquello. No podía ver cómo la vida se deshacía ante él. De pronto sintió una esperanza, una suerte de destino, de respuesta posible. Mientras corría poseído huyendo de algo que llevaba dentro, como quien intenta huir del latido de su corazón, pensó que solo una persona podía tener alguna relación con todo aquello. Miró el reloj y pensó en Verónica.

Mientras corría pensó en lo que suponía aquel absurdo ¿Cuánto tiempo pasaría antes de quedarse literalmente solo? Tendría que vivir recluido, intentando evitar la mirada de los demás. Si su mirada era la maldición, no podría mirar nunca más a nadie a los ojos. Estaba seguro de que no podría soportarlo. Propulsado por el terror tardó cinco minutos en llegar a la calle San Miguel. Era una calle peatonal, decorada con árboles y bancos donde sentarse. Calado miraba hacia abajo, para evitar la liquidación de los transeúntes, intentando adivinar el paradero de Verónica. En cuanto la vio la reconoció al instante. Igual de alta, de morena, las mismas gafas de sol tupidas, luciendo un vestido esta vez de colores vivos y felices. Se alegró de poder mirarla desde lejos. Estaba sentada en uno de los bancos del paseo. Calado se acercó, procuró no mirarla a los ojos y seguir con la mirada fija en el asfalto y se sentó a su lado en el banco. “Veo que no has venido directamente como te dije”, le dijo ella observando el sudor en la cara de Calado (debe solo suponerse que mirando, porque las oscurísimas gafas no garantizaban ojos al otro lado), con un gesto cercano al reproche. “¿Se puede saber qué está pasando?”, le replicó Calado roto por los nervios. “No te preocupes por ellos, no desaparecen”. Calado la miró desconcertado, esperando oír más. “Mira chico, lo primero que tienes que entender es que el que desapareces eres tú. Ellos solo dejan de verte a ti, eres tú el que te has vuelto invisible”. Hubiera preferido veinte resacas de las de aquella mañana que la increíble historia de ciencia ficción que le contaba Verónica. “Yo llevo dos años en esta situación. Es duro, pero sobrevivirás. En realidad, quién sabe, lo mismo pronto vuelves a encontrar trabajo”, le dijo permitiéndose una sonrisilla. Calado la miró a la cara olvidándose de los riesgos. “A mí puedes mirarme sin problemas, estamos en el mismo bando”. Verónica respiró hondo como a punto de levantarse. “Bueno, ¿tienes las gafas de sol?” Calado se miró el bolsillo y sacó las gafas que Verónica le agenció la noche anterior. “Perfecto, póntelas, ya verás como es más fácil si nadie puede saber quién eres. Todo lo que somos es nuestra mirada”. Verónica se levantó, le sonrió con una expresión sincera y discreta, le ofreció una mano para que se levantase del banco y con la otra mano  señaló el edificio de atrás de donde estaba sentado Calado. El joven desempleado se levantó, se vio a sí mismo reflejado en las gafas de sol de la bellísima Verónica y vio justo detrás de sí una oficina de empleo.

4 Comentarios a “193- La resaca de los sin piel. Por Lema Dafoz”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    La pero de las resacas, sin duda. Genial la idea de que las personas cuando dejan de estar dentro de la rueda del sistema comienzan a hacerse invisibles para los demás. Como sigamos a este ritmo, dentro de poco iremos todos con gafas de sol por las calles. Suerte.

  2. Lovecraft dice:

    Los excesos nocturnos cometidos a partir de ciertas edades pueden dejar secuelas de lo más desconcertantes. Inquietante argumento para un relato de una factura en general muy correcta.

    Suerte en el certamen (pero, por favor, no mires al jurado a la cara)

  3. Lema Dafoz dice:

    Hola Dies Irae,

    te agradezco mucho la opinión. El que de pronto pierde un empleo, sobretodo si ha estado trabajando ininterrumpidamente mucho tiempo, se ve habitando un planeta nuevo de la noche a la mañana. Y no cambia solo su rutina, lo hace su situación en la rutina de los demás, la autopercepción, el ocio, las expectativas, etc. Lo vivo de cerca, aunque a día de hoy yo conserve mi trabajo. La resaca es cojonuda!

    Gracias de nuevo amigo, y suerte a tí también.

    Un saludo.

  4. Dies Irae dice:

    Un saludo, Lema Dafoz.

    Buen cuento, buena narrativa. Quizá algo espesa, como esa resaca que narras. Se agradecería algún respiro, para mi gusto.

    Tristemente, los parados son sólo la punta más reciente del iceberg de los que necesitan Verónicas con sus gafas de sol.

    Suerte para el concurso.

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