241- El regalo del destino. Por Amparo Funes
- 4 noviembre, 2012 -
- Relatos -
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Atravesaron el océano en el mismo barco sin llegar a mirarse a los ojos. El joven seguía los movimientos y oía las palabras del hombre mayor cuándo éste se instalaba en la cubierta a celebrar tertulias marinas con sus compañeros de infortunio y esperanza. Ambos sabían quien era el otro, pero durante la travesía nunca se hablaron. Las palabras llegaron unos meses más tarde, cuando se encontraron en el bar El Favorito.
Ismael Ortega tenía quince años cuando dejó su pueblo en la provincia de Jaén. Había sido sembrador, cosechero de la aceituna y hábil trabajador en cualquier tarea del campo. Al llegar a Buenos Aires, un paisano militante anarquista como él, se lo llevó como lava-copas a El Preferido. Después de un mes de manos húmedas pasó a desempeñarse como mozo en el salón. Esta tarea era mejor pagada, además tenía las propinas, el problema era estar en contacto con los argentinos. Lo llamaban gayego y debía contener su furia. Aunque nunca se acostumbró, con el tiempo aprendió a tolerarlos, a adoptar una actitud displicente ante tamaña ignorancia.
Pedro Castro había nacido en Cambados y aunque tenía un destino marinero, pues lo habían sido su padre y su abuelo, fue periodista. El azar lo cruzó un verano con un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela. Se lo llevó como asistente personal, como se nombraba a sí mismo, aunque su tarea era de mandadero del profesor. La misma función tuvo en el diario local, cuando el profesor comenzó a dirigirlo. El tiempo y su voluntad lo convirtieron en periodista, después llegó la militancia en el socialismo y ya no volvió al pueblo.
Ismael Ortega y Pedro Castro subieron al buque Massilia en el puerto de La Rochelle. Como el resto de los pasajeros amontonados en las cabinas de tercera clase, miraron desde lejos la costa española cuando el buque pasó frente al cabo de Finisterre. La tristeza y el alivio los invadió al alejarse de tierra europea para cruzar el Océano que los llevaría a Chile. La travesía no era segura pues los barcos alemanes estaban al acecho y debían navegar sin luces por la noche.
Ismael, no tenía aún veinte años y a pesar de haber sido ayudante en el frente, a pesar de la huida y de la internación en un campo de refugiados en el sur de Francia, a pesar de todo, escuchaba admirado, celebrando las palabras de quienes necesitaban contar sus heroicidades, reales o imaginarias. El interés que demostraba movía a las personas a buscarlo cuando salían a tomar sol en cubierta.
Una de ellas era Hortensia, una gaditana que se desahogaba con variaciones verbales en torno a un solo protagonista: Pedro Castro. Poco a poco, persona y personaje se fundieron en un héroe a los ojos del muchacho. En cuanto lo identificó, comenzó a estudiar sus gestos, dentro del sollado o en cubierta. Se escondía en un recodo desde donde observaba los gestos de las manos, las expresiones de las caras y escuchaba las palabras de Pedro Castro y sus compañeros.
Por la voz incansable de Hortensia, supo que había sido secretaria de un colega de Pedro en el diario Mundo Obrero, habían compartido la redacción, nada más. Pedro Castro era un libre-pensador, estricto en sus relaciones políticas, y como militaban juntos, ni osaba verla como mujer, aunque fuera soltero y tuviera un hijo con una compañera –Un hijo bastardo, de quien nada se sabe- remarcó Hortensia, enseguida censurada por Blas, el otro hablador, un compañero del partido, un maestro que tenía devoción por la prosa revolucionaria de Castro y que calificó de burguesa reaccionaria a la mujer por hablar de ese modo de un hijo que era fruto del amor libre.
Gracias a la gaditana y al maestro, Ismael aprendió nuevas palabras y se enteró de ideas que suponía eran compartidas por todos, cada día escuchaba algo sobre Pedro Castro. Lo miraba desde lejos colocándole en el cuerpo las historias oídas.
Cuando por fin comenzaron a fondear el Río de la Plata les llegó el aviso de que el barco permanecería atracado una semana en Buenos Aires. La gaditana y el maestro le avisaron que el gobierno argentino no quería ni judíos, ni rojos pero que había intervenido el dueño del diario más importante de la ciudad y que a los periodistas se les daría visa. A ellos, si bien no eran exactamente periodistas, les correspondía dicha calificación pues compartían el ambiente.
Ismael los escuchaba, tratando de adivinar si Hortensia una vez más exageraba con aquello que le atenía. Sin decirles ni una palabra, decidió bajar en esa ciudad. Además recordó que en ella había nacido Antonia Mercé, a quien vio bailar cuando fue a visitar a las tropas republicanas y después murió rodeada de misterio.
Ismael se acodó en la primer cubierta para observar los movimientos de aquellos que decidieron permanecer en Buenos Aires. En seguida notó que a unos metros de la planchada se hallaba parado un señor corpulento y elegante, de traje claro y sombrero Panamá acompañado por otro de menor estatura. El elegante recibía con un abrazo a los que bajaban y el más bajo les entregaba un sobre. Al bajar Pedro Castro fue retenido un tiempo por el señor elegante quien parecía muy contento de tenerlo ahí, frente a frente.
Ismael supo que el señor elegante era el dueño del diario, era muy rico, socialista y amigo de la República y que repartía el dinero de un gran premio obtenido por un caballo. Lo de un rico socialista le pareció algo muy raro, y lo del caballo aún más, pero en el barco había aprendido que la vida y las ideas no eran exactamente como le habían enseñado sus compañeros anarquistas. El señor rico recibía en el muelle a los que bajaban y el asistente de baja estatura les entregaba un sobre con dinero.
Ismael calculó que en una hora los que descendieron al principio ya no estarían en el puerto y que ese sería su momento. Buscó la camisa blanca que traía desde la salida del campo en Arlés, lavada y planchada por una chica norteamericana, miembro del grupo que los habían asistido al salir del campo y que le habían dado el dinero para el pasaje en barco. Se puso la camisa para estirar con el calor del cuerpo las arrugas de noventa días y esperó.
Transcurrida una hora decidió bajar.
-Muchas gracias Don Natalio, soy Ismael, el hijo de don Pedro Castro, ya sabrá que no llevo su apellido- le murmuró al oído con desenvoltura y una sonrisa cómplice.
– Adelante hijo y que seas muy bienvenido – le contestó sorprendido el señor elegante
Luego del abrazo de rigor, Ismael sin titubeos se dirigió al de baja estatura quien le entregó el sobre como a los demás.
Los trámites migratorios fueron facilitados para los pasajeros que llegaron en el Massilia. El señor elegante se encargaba de controlar a través de uno de sus empleados que así fuera.
Aún aturdido, sintiendo el suelo mecerse bajo sus pies, no habían transcurrido aún dos horas cuando Ismael salió del puerto.
Había mirado y contado el contenido del sobre, aunque la cifra en moneda argentina no le decía nada, intuyó que era bastante y lo guardó en el fondo de su bolso marinero.
Cargando su equipaje al hombro, comenzó a caminar hasta encontrarse con una calle empedrada que se empinaba más adelante, decidió ir por ella. Mientras subía pensó que así sería su vida en la nueva ciudad.
Se dirigió hacia la Avenida de Mayo, en el barco le habían dicho que era la calle adonde se reunían los españoles. Una vez ahí, encontró una pensión, donde mediante el pago por adelantado, le alquilaron un cuarto compartido con un muchacho extremeño que llevaba dos meses en Buenos Aires.
Salió a recorrer la famosa Avenida, caminó hasta llegar a la Plaza de los Dos Congresos, la cruzó y volvió por la vereda de enfrente. Se cruzó con varios compatriotas que lo miraron con enojo, también fue objeto de voces de desprecio al pasar frente a un grupo que estaba en uno de los cafés.
Al volver a la pensión el extremeño le contó que los nacionales se habían instalado en la vereda impar, la vereda par por donde caminó primero, había sido apropiada por los republicanos. Ismael supo por donde debería ir para ofrecerse como lava-copas, ayudante de cocina o lo que fuera.
Pedro Castro había dejado casi terminada la página cultural del día siguiente pues quería llegar más tarde al diario. Era viernes santo, recordó que en España no se trabajaba y las calles de los pueblos estarían invadidas por costaleros, nazarenos y toda la fauna devota a quienes había combatido. Más tarde comprendió el error de tratarlos a todos por igual, de no haber percibido las diferencias, no haber apreciado a quienes los acompañaron hasta el final. Había visto la amplitud de las fronteras entre amigos y enemigos, el lábil muro entre verdad y mentira. Por esas razones y por tanto dolor decidió ir a El Favorito en ese viernes por la tarde.
La mesa junto a la ventana estaba vacía. Solía ocuparla cuando iba por su café de la mañana o el vermouth del mediodía, pero esta vez quiso ir por la tarde para encontrar a Ismael, el lava- copas.
Pidió un carajillo y le preguntó al mozo por el muchacho. Éste miró hacia la zona del bar donde debía estar Ismael y no lo encontró.
Iría a buscarlo, le dijo, aclarándole antes que no era lava-copas y ambos atendían el salón.
El mozo encontró a Ismael escondido y con cara de susto, diciéndole que no con la cabeza cuando su compañero le dijo que el maestro Castro preguntaba por él. Transcurrieron unos segundos hasta oír la voz grave de Pedro Castro.
– He venido a buscarte Ismael, no te asustes.
– Señor, no he hecho nada malo, no me denuncie por favor. Necesitaba el dinero- musitó con voz temblorosa el muchacho.
– ¿Cómo iría yo a denunciarte? Fue un regalo del destino y supiste aceptarlo. Ahora el destino te trajo hasta mí.
Mi hijo murió en el frente, hoy tendría tu edad. Siéntate Ismael, quiero saber quien has sido hasta ahora.
Suerte
Este relato es un diamante en bruto que, para desdicha de los lectores, termina justo donde debería empezar. Una pena no poder disfrutar más de la historia. De paso, nos sirve de excelente recordatorio para un episodio de la historia reciente de España: el de los miles de exiliados tras la Guerra Civil, ejemplificados aquí en la aventura del “Massilia”, su llegada a Buenos Aires y la intervención providencial de Natalio Botana que permitió su desembarco en el puerto argentino. Ninguno de estos pormenores son explicados por Amparo Funes en su relato (un servidor se ha visto obligado a “tirar de documentación” para averiguarlos), recurso que honra al autor/a. Este tipo de detalles son los que distinguen a los grandes escritores de los mediocres.
Suerte para el certamen. Te la mereces
Ismael era un poco ingenuo. ¡Mira que hacérsele raro un rico socialista! Ahora se encuentran a patadas y, lo peor de todo, es que no bajan la vista porque no sienten vergüenza. A vivir que son dos días. Suerte.
Hola, Amparo Funes.
Me parece el principio de muchas cosas. Desde luego, de una historia que puede ser emotiva, entretenida, emocionante o cualquier cosa hacia donde quieras llevarla. Pero también el principio de un trabajo largo y constante que, seguro, te proporcionará satisfacciones, llegues adonde llegues.
Salud y suerte.