Antonio Oliva tuvo un sueño. Soñó que un soldado se dirigía hacia él con la bayoneta cargada, dispuesto a matarle. No parecía un combatiente republicano, sino un soldado alemán de la Gran Guerra. Antonio Oliva se dirigió a él en el sueño y le dijo: “No me mates. Aún no puedo morir, soy demasiado joven”. “No te mataré hoy —le contestó el soldado— pero no por compasión, ni tampoco por tu juventud. No te mataré porque esto es un sueño, y las heridas recibidas en sueños no hieren el cuerpo. Pero antes de que termine el mes este mismo acero te partirá el corazón”. Corría el año de mil novecientos treinta y ocho y Antonio Oliva combatía en el frente del Ebro.
Aquella misma noche desertó. Caminó por senderos y veredas evitando las carreteras principales, buscando siempre el sur. De una granja rodó robó ropas civiles, aprendió a mendigar comida y a evitar el ataque de los perros, pasó hambre y frío, y por fin, a finales de octubre de mil novecientos treinta y ocho, llegó al pueblo que le vio nacer.
Esperó la protección de la noche para entrar en el pueblo. Se le hicieron eternas las horas, las últimas de su huida, que pasó entre aquellos olivos. Cuando la oscuridad fue completa, se aventuró por las callejas sórdidas de la periferia.
Anduvo a ciegas, evitando los lugares iluminados y huyendo de las voces, para no ser reconocido, hasta que empezó a presagiar los lugares familiares de la infancia. El deseo de llegar le hizo entonces temerario. Cruzó resueltamente las calles sin preocuparse de que pudieran verle y llegó, por fin, al pesado portón de la casa, ahora deshabitada, que un día fue su hogar.
Llegó a la puerta con la llave ya en la mano. No sin cierta torpeza, la introdujo en la cerradura, le dio dos vueltas que parecieron chirriar en todo el pueblo. Después de un empujón tímido golpeó con fuerza y la puerta se abrió. Al otro lado estaba la oscuridad confortable del zaguán. Entró corriendo y cerró la puerta tras de sí, apoyando la espalda contra ella. Cerró los ojos y aspiró profundamente: Por fin había llegado al único lugar del mundo donde se sentía seguro
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Eduardo Ortega llegó al número catorce de la calle de Génova a la hora fijada. Miró hacia atrás para comprobar que no le siguieran, como había hecho tantas veces en los últimos meses. En la acera de enfrente un hombre leía el periódico sentado en un café. Podía ser alguien que vigilaba la puerta, pero cómo saberlo. Decidió ignorar la señal de peligro y subir la escalera.
En el segundo izquierda le esperaban cinco hombres taciturnos que le abrieron después de una breve contraseña. Era una célula de la C.N.T. en la clandestinidad, y esa sería la última vez que se reunieran.
Esperaban al jefe, que tardaba en llegar. Y no llegó. En su lugar llegaron diez hombres armados que los arrojaron contra el suelo y los maniataron, golpeándoles son saña. Eduardo Ortega pudo reconocer en uno de ellos al hombre que leía el periódico.
Fue conducido a un calabozo sin ventana donde permaneció veinte días, desnudo y encadenado. Cada uno de esos veinte días fue golpeado e insultado. Le pedían nombres, lugares, fechas concretas. Eduardo Ortega no sabía muchas cosas, pero no habló. Cada uno de esos veinte días lloró y suplicó, alguna vez se orinó encima de miedo, pero no cometió la indignidad de la delación.
El día veinte de octubre fue obligado a vestirse e introducido en un camión. Iba a ser trasladado a Sevilla para ser sometido a un juicio militar. El resultado seguro era la pena de muerte, pero no sintió compasión de si mismo: al menos sabía que pararían los golpes.
A las tres de la tarde oyeron el sonido de un avión, tal vez varios. Pronto supieron que eran varios y que eran republicanos. Una bomba sonó a poca distancia, luego otras muchas. El camión aceleró la marcha. Los prisioneros gritaban pidiendo que los liberaran, el soldado que les vigilaba intentaba hacerles callar, amenazándoles con su arma. Eduardo sintió que una explosión le destrozaba los tímpanos y notó que era arrojado por los aires. Éste era su último recuerdo del bombardeo.
Recobró el conocimiento sobre el cuerpo del soldado que les custodiaba, que en momento de la explosión estaba frente a él y que le sirvió de colchón. Tenía una profunda herida en la frente y un fuerte golpe en la rodilla, los oídos le zumbaban por la detonación. Por lo demás estaba vivo, cosa que ninguno de los otros podía decir.
El camión estaba tumbado sobre un costado. Arrastrándose, pudo encontrar la salida. Buscó las llaves de los grilletes en el bolsillo del oficial, muerto en la cabina. Un momento antes de huir, se volvió a contemplar el desastre. “Qué horror” —pensó. Luego se perdió entre los olivos centenarios que bordeaban el camino.
Tres días anduvo perdido en aquel laberinto geométrico de olivos, comiendo aceitunas verdes y bebiendo su propia orina. Por la noche soñaba que los árboles se convertían en guardias que le apresaban. Alguna vez divisó la silueta lejana de una casa u oyó las voces de los jornaleros, pero temía que le delataran a la Guardia Civil y prefirió ocultarse.
Al atardecer del tercer día alcanzó la cima de una loma desnuda, desde allí divisó un pueblo y un castillo en ruinas. La compañía de los hombres es grata aunque uno sea un fugitivo, además —pensó— un hombre no puede vivir como las bestias. Y sin dudarlo más se dirigió hacia el pueblo.
Era noche cerrada cuando pasó ante las primeras casas. Avanzó buscando la sombra de los muros y el silencio de las calles estrechas. Huyendo de unas voces se adentró en un callejón que no tenía salida. Se vio cercado, para huir subió al tejado de un cobertizo, y de ahí a una azotea. De esa azotea pasó a otra, y luego a otras muchas, En la última se quedó dormido.
Le despertó el sol de octubre ya entrada la mañana. El día era hermoso, y eso le parecía un buen presagio. Inspeccionó la azotea y el patio de la casa: la hierba crecía en las grietas del suelo y en el lavadero hacían nidos las golondrinas. Sin duda, la casa estaba deshabitada.
Apoyándose en el pretil de una ventana saltó de la azotea al patio, no sin grave peligro, y forzó la puerta que daba acceso a la casa. En aquella casa permaneció una semana, sin más comida que unas galletas rancias ni más agua que la que pudo recoger de la lluvia del miércoles. La herida de la frente se había infectado y deliraba de fiebre. Por las noches soñaba que los soldados le torturaban. Un enorme cuchillo que encontró en la cocina le acompañaba siempre.
La noche del séptimo día oyó ruidos en la puerta de la casa. Prestó atención, el sonido era inequívoco: alguien estaba haciendo girar la llave en la cerradura. Estaba débil y enfermo, pero no se iba a dejar capturar fácilmente. Apretó firmemente el puño del cuchillo y se dirigió hacia el zaguán tambaleándose de fiebre.
Al otro lado alguien luchaba con la puerta. Se resistía. Al fin un golpe fuerte y la puerta se abrió. Eduardo Ortega vio la silueta de un hombre contra la luz de la luna. El desconocido entró y cerró tras de sí. A Eduardo le pareció oír que suspiraba.
Tal vez aquel hombre no fuera un soldado, pero cómo saberlo. A Eduardo la fiebre no le dejaba pensar, sólo sabía que no volvería a ser torturado, que no moriría solo. Sintió que se desvanecía y eso le dio valor. “Ahora o nunca”, pensó. Cerró los ojos y se lanzó contra el desconocido. De una cuchillada ciega le partió el corazón.
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A Antonio Oliva lo reconocieron los vecinos y fue enterrado en el cementerio local. El desconocido que le había acuchillado fue trasladado a un hospital, donde murió días más tarde de una septicemia. Nadie reclamó su cadáver.
Babel. Sí, ya la he visto. Pero me gustó volver a verla.
Suerte.
Un sueño, una premonición y la guerra como trama de una historia muy bien contada. Me gustó.
Me gusto mucho el relato.
Excelente retrato de las situaciones extremas, y lo trágico.
Me gusta el relato.Lo has ambientado muy bien, le has dado tensión e interrogante y lo has rematado magníficamente.
Te felicito!! Mucha suerte.
Un excelente relato, muy bien construido, ambientado y escrito: perfecto en el dominio de la tensión narrativa. Quizá el sueño premonitorio, como recurso demasiado recurrente, podría haber sido innecesario. Enhorabuena.
Omar vio a la muerte, una mañana, en el mercado de la ciudad de Homs. La muerte le vio a él y en su cara se dibujó un gesto de sorpresa…
Suerte Clara.
Dos casualidades en una guerra unidas por un sueño ¿premonitorio?…, que finalmente se hace realidad. Cada uno de un bando distinto y ambos que acaban muertos. Eso es cierto, en las guerras, sean del bando que sean, siempre pierden los mismos y ganan los de siempre. Interesante final.
Suerte, Clara
Una historia muy bien contada, con una prosa excelente y un tema muy sugestivo que nos lleva a pensar si los sueños no serán avisos de lo inevitable.
Enhorabuena Clara, me ha gustado mucho. Suerte
Sí, a mí también me parece curioso e interesante este relato. El final está muy acertado. Enhorabuena y suerte.
Curioso relato que da vida a un sueño premonitorio, Felicidades y suerte en el certamen.