Nº18- El espacio dentro de la piel. Por Aisara

Aquel bebé rosado que olía a nieve recién caída no lloró al nacer. Por un breve instante, su madre sentiría remordimientos de haber maldecido su embarazo. Fue en ese breve instante de arrepentimiento cuando decidiría su nombre: Valentina. Valentina tampoco lloraría después. Si acaso tenía hambre o sueño, la pequeña maullaba con breves gemidos que parecían pedir permiso. Esa vocecilla consiguió aplacar los genios de su padre, o al menos darles una tregua temporal.

El día que descubrió que era fea Valentina tenía ya los siete años. La catequesis había organizado un pase de modelos infantil para una gala benéfica, y sólo ella y la muchacha bizca de las gafas no fueron seleccionadas para hacer el paseíllo. Ella quedó para leer la descripción de los vestiditos que sus amiguitas lucirían, y el cura, embelesado con aquella voz que salía por el micrófono, habló con su madre para pedirle que la niña se hiciera cargo de las lecturas de la misa de doce los domingos. Le pusieron un alzador para que alcanzara bien al atril, y de domingo a domingo los parroquianos fueron testigos de cómo aquella pequeña transformaba los pasajes de la biblia en deliciosas meditaciones en voz alta. Las monjas, haciéndose eco también del candor de aquella voz, le ofrecieron a su madre la posibilidad de sacarla del centro público del barrio e internarla en el colegio que el convento albergaba con la condición de que la niña asumiera algunas tareas dentro del mismo, como el rezo del ángelus a las doce, la recién instalada centralita telefónica, y las horas de apertura del torno para la venta de dulces y el cosido de sietes. Su madre accedió halagada y su padre reaccionó volviendo a ser el bruto temperamental de siempre, sólo que ahora un poco más viejo y desolado. Valentina se limitó a hacer un mohín y creció entre los álamos del patio del convento.

El año en que las monjas por fin cedieron a que el colegio fuera mixto fue un acontecimiento sin precedente en la vida de las escolares. En septiembre, se agolpaban curiosas en la verja del colegio para recibir a los dos muchachos que venían a resquebrajar el uniformado sosiego femenino. Valentina se mantendría ajena a las risas nerviosas pues ya a sus quince años había comprendido que aquello de los chicos no iría con ella. Nadie la había sacado a bailar en el baile de final de verano, y ella ni tan siquiera pudo sentir pena, tan sólo un ligero escozor cuando el chaval de ojos azul intenso se bebía a su hermana en la pista. El escozor se ahogó con la música y su primer cubalibre.

Su prudencia, sin embargo, se vio tambaleada aquel invierno de escuela por las miradas de afán lascivo que uno de los dos recién llegados muchachos le dedicaba con descaro cada vez que ella recitaba un poema en clase de literatura o se levantaba a exponer un tema de naturales. Él clavaba los ojos en ella y ella hubiera podido jurar que los notaba anclados en su garganta. Su asombro ante una admiración halagadora, que encontró sin buscar, no le permitió darse cuenta de cómo sus compañeras de clase se enfurruñaban celosas sin acertar a comprender que el muchacho de pelo moreno y cejas espesas, ojos esmeralda y piel tostada, hubiera ido a dejar caer su atención en la que era, sin duda alguna, la más fea de la clase.

El chico empezó a buscarla en el recreo, le pedía apuntes, se los devolvía con notas traviesas, le guardaba sitio en clase, la llevaba a su casa en moto los viernes a mediodía. La tutora miraba estos acercamientos con preocupación y citó a Valentina para prevenirle de que aquellas compañías no convenían a su impecable expediente académico, y fue ese encuentro con la monja precisamente el toque que ella necesitaba para sucumbir y dejarse querer. Pedro Pablo, que así se llamaba el muchacho, había insistido repetidamente en que Valentina fuera una tarde de domingo a estudiar con él a su casa, y fue el día de su tutoría con Sor Mercedes cuando ella por fin aceptó.

Cargada de más libros de los que necesitaba, para que no cupiera duda alguna de por qué estaba allí, saludó educada a los padres de él y se tomó obediente la leche con galletas que su madre les trajo al cuarto antes de darles las buenas noches. Cuando cerró la puerta tras ella, Pedro Pablo no dudó un momento en levantarse y trasladarse a la cama. Mientras, Valentina, aún sentada en el escritorio, fingía no haber siquiera percibido aquel repentino cambio de escenario. Él pronunció su nombre. Al darse la vuelta, ella vio que él estaba sentado sobre la cama, no tumbado como había querido intuir. Él repetía su nombre casi en tono de amonestación. Ella esperaba callada, quieta, como si alguien le hubiera dado claras instrucciones de que el siguiente paso no le correspondía a ella.

– ¿Por qué no me lees algo?, le pidió él, en un tono que más que sugerir, parecía ordenar.

Ella volvió a darle la espalda obediente, y escogió uno de entre la pila de libros que había acarreado. Comenzó a leer en esa entrevoz bajita que se usa cuando no se quiere despertar a alguien. Leyó y leyó durante lo que a ella le parecieron siglos. No tuvo la osadía de darse la vuelta cuando oyó una cremallera y, poco a poco, un movimiento rítmico, incluso hastiado, que fue ganando en urgencia a medida que ella seguía leyendo y que pronto se vio acompañado de pequeños gemidos que él no se molestó en disimular. Valentina pensaba en los padres que dormían en la habitación de al lado, pero no dejó de leer. Inmediatamente después del “ya” aliviado de él, Valentina se levantó, recogió apresurada sus libros, y salió por la puerta sin ni siquiera mirarlo.

Lloró desconsolada todo el camino de vuelta a casa.

Fue su madre, una vez que Valentina acabara el bachillerato y volviera a casa, la que se empeñó en que se matriculara en Arquitectura aunque su padre opinara que a una mujer una carrera le venía de florero.

Valentina vagaba perdida por el aulario hasta que, en una clase de Dibujo Artístico, la doctora Helena Petri, se apiadó de ella y pareció encomendarse la protección de la chiquilla como una misión personal. La doctora Petri era una mujer aguda donde las haya, con una enorme melena rizada, ojos diminutos y nariz prominente; aunque separadamente sus rasgos eran todos exagerados, no obstante el conjunto era plácidamente armonioso. Pero lo más peculiar, sin duda alguna, es que era ciega. Valentina se maravillaba ante cómo la doctora Petri evaluaba un boceto por la descripción que del mismo hacía el autor. Fue así como la doctora pronto detectó el poder sugestivo de la voz de Valentina y le ofreció un trabajo en la organización de ciegos de la que formaba parte. Su misión consistiría en leer en voz alta para su grabación libros de toda índole.

Por las manos y ante los ojos de Valentina pasaron así horas de letras que se filtraban a través de su voz para convertirse en hermosas audiciones que deleitarían a invidentes. Valentina disfrutaba con este quehacer que nunca pudo simultanear con sus estudios de Arquitectura, los cuales acabó abandonando en secreto. Sólo seguiría asistiendo al aula de dibujo de la doctora Petri movida más por la admiración y la gratitud que por el afán de dibujar.

Su nuevo trabajo le permitió alquilar un modesto estudio en la ronda del Marrubial, al otro extremo de la ciudad, y salir para nunca volver del agrio hogar maternal.

Fue una noche caminando hacia su apartamento de vuelta de la facultad cuando Pedro Pablo la llamó desde el interior de una furgoneta. No lo había vuelto a ver desde el colegio y a ella le costó reconocerlo pues se había dejado una  barba corta, espesa, y le habían nacido algunas arrugas debajo de los ojos. Sintió cierta nausea al alegrarse de verlo y él la engatusó para ir a tomar algo. Ella ni siquiera sabía qué pedir cuando llegaron al bar por la torpeza que da el no saber desenvolverse en situaciones que para una distan mucho de ser cotidianas. La copa de vino que él pidió para ella le vino grande, y notaba el calor que se extendía por su estómago vacío para luego subírsele a las mejillas.

– Tienes los labios del color del vino, le dijo él al salir y dirigirse de nuevo a la furgoneta.

Ella se llevó la mano a los labios como si el color fuera sensible al tacto. Él se los tocó. Luego acercó los suyos, y los dos alientos se entremezclaron sin naturalidad. El temblor de la primera vez que la besaban hizo que las rodillas de Valentina se doblegaran y él aprovechó para conducirla suavemente a la parte de atrás del furgón. Cuando la docilidad de ella se tornó en rechazo y quiso salir de allí, el muchacho estaba ya demasiado empeñado como para dejarla ir. Ella no gritaría mientras él la sujetaba con una mano venosa por los hombros a la vez que se bajaba la cremallera del pantalón con la otra. Bajo el peso de aquel mal recuerdo, Valentina se revolvía como una cola de lagartija que está dando sus últimos coletazos y suplicaba un no que se ahogaba bajo el ruido soez de los graznidos excitados de Pedro Pablo. Cuando él por fin rodó a un lado, Valentina empujó la puerta de la furgoneta y anduvo hasta su casa, cerrándose con los brazos la blusa a la altura del pecho sin notar siquiera las manchas de sangre en la falda floreada.

Esta vez no lloró en el camino de vuelta.

Y, sin embargo, no sintió disgusto al comprender que estaba embarazada. Había algo suyo, muy íntimo, en ese estado, que no pertenecía a nadie más. Ni a su madre, ni a su padre, y por supuesto no a Pedro Pablo. No tenía siquiera que hacerles partícipes. Aquel bulto que crecía en su vientre daba leves vuelcos en su interior cada vez que la voz melosa le hablaba bajito.

El parto fue la primera de las dos únicas ocasiones que la voz de Valentina se desgarró. El pequeño tesoro que la convirtió en madre nació llorando y no dejó de hacerlo hasta que tenía tres meses, pero Valentina estaba encantada de que la sensación de estar sola en el mundo fuera reemplazada con esta dulce dependencia. Acompasando su respiración a la de la criatura, le cantaba nanas bajito que producían un efecto sedante en madre e hijo.

Fue el verano en que el niño cumplía tres años. El pequeño retozaba en la piscina municipal cuando Valentina, de pie a su lado con el agua cubriéndole las rodillas, vio entrar a Pedro Pablo acompañado de una muchacha alta morena que empujaba orgullosa una sillita de mellizos. Valentina se estremeció.

Pedro Pablo encontró sus ojos y le mantuvo una mirada extraña que ella no alcanzaba a descifrar si era de advertencia o de espanto. Ella le desafiaba sin voz. De repente él salió corriendo hacia ella, atravesando sombrillas, césped y bañistas. Ella tuvo pánico y se agachó acelerada a coger al niño.  Bastó un instante de devastadora lucidez para darse cuenta de que hacia quien Pedro Pablo corría era el pequeño, que flotaba boca abajo en el agua de la piscina y, como si de un cordón umbilical se tratase, un hilo de sangre unía su cuerpo con el desagüe. Pedro Pablo consiguió llegar hasta el cuerpo inerte antes de que Valentina lograra darle la vuelta.

Esa fue la segunda vez que la voz de ella se desgarró.

Luego se le apagó la voz para siempre. De la noche a la mañana su pelo encaneció y se le secó la garganta.

La encontró su padre un amanecer de marzo, sin voz, desnuda, acurrucada sobre la cuna vacía de su bebé.

 

 

18 comentarios

  1. Impresionante y desgarrador relato de soledad y dolor llevados con maestría y sencillez. Muy creíble a pesar de su crudeza.
    Enhorabuena Aisara, te deseo suerte con este estupendo relato.
    Saludos afectuosos
    Freya

  2. No corren lágrimas por mis mejillas, porque la historia está contada desde arriba. Sí, vista de lejos. Quería saber el final. Pensé que este rompería de alguna forma la triste narración; no ha sido así. Has llevado el dolor hasta su punto final.

  3. Un relato muy triste. Desolador. Y excesivamente maniqueo. Comparen los personajes femeninos con los masculinos. Por Dios, si hasta la docilidad de Valentina se presenta como una virtud.
    En fin, aunque no me gustó el relato, rindo tributo a las indudables dotes de su autor/a.

  4. Es el segundo texto de este certamen que utiliza algo que es, a mi juicio, esencial para atrapar al lector: la sencillez, una sobria economía de palabras aunque colocadas cada una en el lugar exacto que les corresponde. Creo que ya te lo han dicho todo respecto al trágico final que le has reservado a Valentina. En mi modesta opinión, lo peor es que parece una casual fatalidad, cuando es a lo largo de la historia donde se va realmente fraguando la verdadera tragedia de la muchacha.
    Por cierto, Aisara, estás desaparecida, espero que seas una persona alegre y divertida a pesar de todo.
    De cualquier manera, insisto en lo que decía al principio: tengo ya dos relatos que valdrá la pena releer de vez en cuando.
    Felicidades, Aisara.

    • Muchísimas gracias por tu comentario, Enara. Nada más que por tu deseo de releer ya me ha merecido la pena participar en este certamen.

  5. Comparto plenamente las palabras de «noniná», tu estilo en la manera de escribir, sin florituras que adornen la narración engancha, has logrado cuajar una historia con tintes de tragedia de una manera muy eficaz.
    Un saludo

  6. Buen relato Aisara, bien contado. Te deseo suerte.

  7. ¡Hola, Aisara! A ver, es un buen relato, por supuesto, pero, ¡uf, qué relato más triste!
    Me tomo la libertad de añadir una frase de la escritora estadounidense Susan Sontag: «No está mal ser bella; lo que está mal es la obligación de serlo».
    ¡Suerte!

  8. Vaya drama, Aisara; No le has regalado a tu pobrecito personaje nada, ¿eh? Va a resultar más cruel la literatura que la vida en sí. Supongo que eso significa que has logrado tu propósito: compungir al respetable. Suerte.

  9. La clásica historia que limpia y pule un sólo personaje. Una sola situación e idea. Todo ello para estructurar un relato colmado de orden y armonía dentro de su simpleza. Aunque lo mejor es siempre lo más simple, y para ser simple hace falta pensar mucho.
    Excelente.

  10. Aisara ,felicidades,originales ingredientes para un relato.Te deseo mucha suerte .

  11. A Valentina le convendría un hombre como yo,incluso las malas lenguas dicen que de tan bueno soy un calzonazos. Sin …, el relato es un buen relato. ¡Mucha suerte!

  12. El Pérfido Samaritano

    «El espacio dentro de la piel» tiene casi todos los ingredientes de una tragedia griega y, como la mayoría de ellas, acaba también de forma catastrófica. Me niego a aceptar que los feos tengan que ser siempre infelices. Esperamos con ansiedad, Aisara, que reescribas este final. Un abrazo.

  13. ¡Hombre, por Dios! mi Valentina no se merecía un final así. me habías llevado, de la mano y sin respirar, por la vida de esa criatura, tan bien contada que ya la había adoptado. Todo nítido, sin concesiones, sin florituras innecesarias. El tipo de narrativa que a mí, lectora impaciente, me atrapa. Y al final me has dejado cabreada contigo, como si hubieras matado a una amiga y encima hubieras ensuciado el honor de una niña, que siempre había sido valiente, al perpetrar el acto de mayor cobardía que el ser humano puede realizar.
    Sí, ya sé que la literatura no puede ser moralista, que los cánones de las escuelas de escritores, que están naciendo como hongos, lo desaprueba… pero eso debe ser para escritores que no saben hacer que sus lectores empaticen con sus protagonistas; y ese no es tu caso.

  14. Aisara:

    No hay nada más triste que la muerte de un niño, y si, encima, se describe tan bien como lo has hecho tú, más.

    A Valentina parece que la persigue el «Fatum» en lugar de ese canalla al que llamas Pedro Pablo. Hay en ese final una mezcla de «La fuerza de la sangre» de Cervantes y de la venganza de Medea. Más el dolor de una madre.

    La doctora Petri es todo un hallazgo, te animo a que le dediques un relato solo a ella. Se lo merece.

    Enhorabuena y suerte.

  15. Una historia triste. Demasiado triste quizás; y larga, demasiado larga en el tiempo. No sé… Volveré sobre ella.
    Suerte.

  16. Mi padre contaba que: «el hombre que nace feo, se casa sin ser querido, se muere y va a los infiernos, menuda juerga ha corrido». Esperaba de esta historia un final feliz, tipo «El patito feo», pero resulta desgarradora. Todo un hallazgo el que la profesora ciega, lleve el aula de dibujo. Felicidades por el relato y suerte.

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